La población judía del mundo ha sido víctima de innumerables atrocidades. También lo han sido otros muchos grupos étnicos, pero el caso de los judíos ha sido, por un lado, especialmente terrible, y por otro, muy bien documentado. Los judíos han servido como válvula de escape para los instintos más aberrantes de psicópatas de distinto pelaje, pero mismo fondo monstruoso. Con los judíos pasa como con el pueblo armenio, víctima de un genocidio tan abominable que no solo inspiró a Hitler, sino que también fue el origen de la propia palabra genocidio: duele que hablar de ellos implique en demasiadas ocasiones terminar hablando de asesinos y crímenes, de matanzas en masa, de exterminio y diáspora. De supervivencia. La sombra de lo que se les ha hecho planea siempre sobre sus cabezas, todavía les acompaña incluso cuando estamos en otras, celebrando sus tradiciones, sus culturas milenarias. Hay que avanzar sin olvidar, qué duda cabe, el problema es que aún emergen del lodazal de la historia relatos que nos hacen retroceder varias casillas en el tablero de la reparación. Relatos como el de Los exportados, de Sonia Devillers, publicado en Impedimenta con traducción de Eduardo Berti, que arroja luz sobre algunas de las páginas más oscuras de la Rumanía primero colaboracionista, y después comunista. La primera fue tan creativa y descuidada torturando y asesinando a su población judía que llegó a incomodar a los propios nazis. La segunda, desde el lado de los vencedores, se esforzó en borrar cualquier rastro que enturbiase su pasado reciente y glorioso con unos horrores que como todo el mundo sabía, habían perpetrado los nazis y sus aliados, y no una nación como la floreciente Rumanía comunista, de la que los abuelos de la autora, Harry y Gabriela, acabaron marchando tras ser purgados por diferencias con el partido, en el que se habían refugiado con férrea convicción tras años de terror fascista antisemita y pogromos enloquecidos.
La oscura clave de esta historia que investigó Devillers es la manera en que salieron finalmente de su tierra para comenzar de nuevo en Francia. Ellos nunca lo supieron, pero sí la autora, porque lo reveló un general del régimen años después. Sus abuelos judíos fueron vendidos a cambio de ganado. Su país los exportó. Sus nombres, como los de muchos otros judíos rumanos, figuraban en listas y llevaban asociados un valor en relación a las cabezas de ganado que el país iba a recibir a cambio. Más tarde serían vendidos a cambio de dólares. El sistema era sencillo: “El tráfico funcionaría así: las familias de la diáspora —las que habían emigrado en los años treinta o justo después de la guerra, como el clan de Lucia Filderman en París— se pondrían en contacto con Henry Jacober desde el extranjero. El comerciante convertido en traficante elaboraba listas de ciudadanos a los que sacar del país. Y se las entregaba a su contacto, Gheorghe Marcu, quien a su vez las enviaba a Bucarest. Allí, las autoridades rumanas evaluaban la viabilidad de estas salidas. Cuanto más en conflicto estuvieran estas personas con el Partido, por no hablar de las que estaban presas, más reticente se mostraba la Securitate. O más codiciosa, según se mire. Henry Jacober siempre sabía anticiparse a los deseos de sus poderosos clientes. A cada lista de nombres él le asignaba un lote de ganado. Los camaradas más difíciles de negociar eran canjeados por animales más caros o por rebaños más voluminosos. Las familias adelantaban una parte de la suma fijada por Henry Jacober. Con este dinero, el empresario obtenía los animales y organizaba su transporte a Rumanía, al tiempo que supervisaba la emisión de los visados y el viaje de los rumanos a Occidente, que requería sobornos en diferentes niveles”. Los exportados, es cierto, puede leerse como una historia de terror. El primer paso para cometer un genocidio, y esto lo sabe cualquier genocida, es deshumanizar a quien pretendes exterminar. Un animal humano no es humano ni animal: carta blanca para la muerte.