Herder publica este nuevo título del filósofo surcoreano nacionalizado alemán en el que desarrolla sus ideas acerca de cuestiones como el refugio o la imposibilidad de una revolución
VALÈNCIA. Puede que todo acabe estallando, que el ser humano decida no esperar al meteorito, y mediante una serie de malas decisiones en cadena, uno haga y el otro se vea obligado a responder, y de nuevo caigan sobre la Tierra las bombas que tanto tememos, poniendo fin al capítulo humano en este bello planeta —el único que hemos conseguido poblar—. Desde las innovaciones de Oppenheimer y compañía, cuando las cosas se ponen feas, es plausible creer en el the end. Tendremos que vivir (o lo contrario) con ello. Pero en todo caso, entre que esto ocurre y no, lo que sí es más probable es que estallemos nosotros de puro agobio. Y este agobio no es solo exógeno: también viene de dentro. Tenemos el enemigo en casa: dentro de nuestra propia mente. Nosotros somos los quintacolumnistas más eficientes a la hora de sabotearnos el día y la vida. Ahora, cuando sentimos rabia por nuestra situación económica y laboral, en lugar de querer coger una antorcha, solemos proyectar la culpa hacia adentro: nosotros somos los culpables, por no saber suficientes idiomas. Si el sueldo es insuficiente, si no llegamos a fin de mes pese a trabajar cuarenta horas o cincuenta a la semana, es porque no estudiamos lo que tendríamos que haber estudiado. Hay una lista interminable de motivos por los que culparnos, de supuestos errores con los que podemos azotarnos hasta el ataque de ansiedad. El problema al final, en esencia, siempre somos nosotros, porque aunque ganemos lo mismo que casi dos décadas atrás pese a que todo sea mucho más caro, si hubiésemos sido más hábiles, más competentes, más competitivos, tendríamos un trabajo mucho mejor, o directamente, si hubiésemos invertido en viviendas o apostado por las criptomonedas como ese amigo nuestro que sí sabe ver las cosas cuando hay que verlas, ahora no tendríamos que preocuparnos por trabajar. El culpable siempre soy yo. No me he optimizado lo suficiente. No me he optimizado lo necesario. Yo, yo, yo. Por mi culpa, mi culpa, mi gran culpa.
Lo cierto es que este fenómeno tiene una explicación, una que el filósofo surcoreano nacionalizado alemán Byung-Chul Han sabe señalar y explicar de un modo muy claro a lo largo de toda su obra, y en concreto en el libro que hoy nos atañe, Capitalismo y pulsión de muerte. Artículos y conversaciones, de nuevo en el catálogo de Herder: “El problema es que esa ética [la ética neoliberal] es muy astuta, y por eso resulta tan devastadoramente eficiente. Me gustaría explicarle en qué consiste esta astucia. Karl Marx criticó una sociedad gobernada por un poder externo. En el capitalismo se explota al trabajador, y a partir de un determinado nivel de producción esta explotación por otros llega a su límite. De forma muy distinta sucede con la autoexplotación, a la que hoy nos sometemos voluntariamente. La autoexplotación es ilimitada. Nos explotamos voluntariamente hasta colapsarnos. Si fracaso, me responsabilizo a mí mismo del fracaso. Si sufro, si me arruino, el único culpable soy yo. La autoexplotación es una explotación sin dominación, porque se realiza de forma totalmente voluntaria. Y como está bajo el signo de la libertad es sumamente efectiva. Nunca se constituye un colectivo, un «nosotros», que pueda alzarse contra el sistema”. Sin duda, cometemos errores. Pero incluso cuando acertamos, somos esclavos de nuestro contexto. Leer a Byung-Chul Han es importante porque su mirada se posa sobre las enfermedades sociales que más nos afectan y que condicionan nuestras circunstancias por encima o por debajo de nuestra voluntad, que es muy limitada. Querer no es poder, ojalá. El concepto de fracaso, que por suerte todavía nos resistimos a importar de su cuna anglosajona, es un concepto perverso. Toda la retórica coach del caer y levantarse, del unas veces se gana y otras se aprende, y todas esos eslóganes de azucarillo, comparten una sustancia tóxica, la materia de la que está hecha el sufrimiento que describe el autor. Demasiada terminología del todos contra todos, del sálvese quien pueda, de lo bélico, para un mundo que necesita justo todo lo contrario. Y además, no son verdad. Su mirada, en esta ocasión, apunta también a sus miedos, aquellos que puede sentir alguien que corre el riesgo de sentirse un extraño en el que es, a todos los efectos, su país. No le faltan razones para sentir preocupación.
“Lo que hoy se necesita no es la desaceleración, sino una revolución temporal que haga que comience un tiempo completamente distinto. El tiempo que se puede acelerar es un tiempo del yo. Es el tiempo que me tomo. Pero hay otro tiempo, el tiempo del prójimo, el tiempo que le doy. El tiempo del otro como don no se puede acelerar. Es también inasequible al rendimiento y a la eficacia. La política temporal del neoliberalismo ha eliminado hoy por completo el tiempo de lo distinto, el don. Es necesaria una política temporal distinta. A diferencia del tiempo del yo, que nos individualiza y aísla, el tiempo de lo distinto genera la comunidad, e incluso el tiempo común. Es el tiempo bueno”. Insiste el filósofo en la idea de que el tiempo del que disponemos ahora es solo laboral. El tiempo del que disfrutamos —si podemos— es ese al que llamamos tiempo libre, que implica una realidad dolorosa, si uno lo piensa. Ese tiempo escaso, en todo caso, no deja de estar contaminado: los males del sueño afectan a una enorme cantidad de personas, que no logran descansar por las noches. Los límites de la jornada, ademas, se han difuminado: la autoexplotación y los canales de comunicación tipo WhatsApp van camino de borrarlos por completo. ¿Sabremos construir un tiempo nuevo, un tiempo mejor? Ahora, desde luego, no parece ser el momento. Eso de la crisis y la oportunidad no se contempla cuando uno piensa en el apocalipsis nuclear como algo no exclusivo del territorio de la ficción. ¿Nos han/hemos desactivado definitivamente? Seguramente no. Si algo nos demuestra la historia, no es que todo se repita, sino que somos capaces de avanzar hacia horizontes impensables.
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