Pues no voy a ser la única que se quede sin predicar sobre los males de la generación millenial ahora que a mí también me han dado un espacio en forma de columna. Así que allá voy. Lo primero que me gustaría despedazar es el sobreexplotado mantra que afirma que la mía es la primera generación de la historia que va a vivir peor que sus padres. Como eslogan político está muy bien y hay quien ha sabido sacarle el rédito electoral que merece una buena frase sin demasiado contenido pero, por respeto a quienes nos precedieron y también por buscar un poco de rigor, convendría ir recogiendo cable ante tanta estrechez de mira. Al menos, antes de soltar una burrada de tal calibre, deberíamos entender que la historia no se construye como una sucesión lineal de progresos que alcanza su máximo esplendor en los 90, fíjate también qué casualidad, y que ahora, contra todo pronóstico, lo que le toca al mundo es ir cuesta abajo.
Por una cuestión de probabilidades, es imposible que justo nosotros seamos la primera generación de la Historia (en mayúsculas) que ha vivido peor que los que estaban aquí de antes. Partiendo de la base de que la humanidad lleva varios miles de años pisando la Tierra, que ha visto auges y decadencias y que ha vivido paces y guerras, digo yo que podríamos deducir con cierta rapidez que es muy posible que, por ejemplo, los obreros de las primeras fábricas viviesen peor que sus padres agricultores. O que los biberones de la II República que combatieron con solo 18 años las pasaran más putas que sus progenitores que, en su gran mayoría y por un mero factor de edad, no tuvieron que afrontar la vida en una trinchera siendo aún adolescentes.
Por no abordar el tema desde la perspectiva de género. ¿Vivimos peor que nuestros padres? Hombre, pues igual sí, más que nada porque dentro de los parámetros de la clase trabajadora es difícil vivir mejor que alguien que llegaba a casa del tajo y se permitía el lujo de disfrutar de las bondades de una criada gratuita also known as nuestras madres. La casa limpia, las sábanas limpias, los hijos bañados y arreglados, la intendencia comprada, un plato de tremendas lentejas sobre la mesa, las gestiones diarias hechas, el dinero administrado y los abuelos cuidados. Qué chollo, ¿no? Habiendo presenciado esto en casa es normal que la jauría rojiparda no pare de repetir que vive peor que sus padres porque, claro, el feminismo los ha despojado de la chacha Merengüela y de ahí vienen parte de los lamentos y de las nostalgias. “Perdona, pero mi padre hacía un montón de cosas en casa”. Venga, sí, no vaya a ser que a tus 35 añazos tengas que pasar por el duro trance emocional de cuestionarte cómo es tu padre en realidad.
Luego están aquellos que dicen que los universitarios de mi generación estábamos llamados a comernos el mundo (entiendo que creyeron que esto era posible solo por haber salido de un edificio académico con un papel en la mano) pero que, sin embargo, nos vimos abocados a la precariedad por culpa de la crisis. Para empezar, si alguien te dijo que podrías ser el rey del mambo solo por haber conseguido una acreditación universitaria, mi consejo es que saques a ese alguien de tu vida. Porque, y con todos mis respetos, la idea en sí no deja de ser una enorme flipada que difícilmente encuentra un encaje realista en nuestro sistema de ricos y pobres. Vaya por delante que soy la primera que sufre de titulitis en más momentos de los que a mí me gustaría, y que entiendo que la inmensa mayoría de los que ponemos un pie en la facultad lo hacemos esperando una recompensa posterior pero, qué quieres que te diga, Josemari, tómatelo con sosiego y con cierta dosis de realidad. Que nadie te va a pagar cuatro si puede pagarte dos por muy licenciado Cantinflas que seas. Y esta lógica no es nueva aunque a ti te haya pillado desprevenido.
Al hilo de esto, además, convendría de una vez por todas empezar a situar en nuestro discurso al fragmento de la generación millenial que sí que fue verdaderamente estafado y que son, ni más ni menos, que nuestros compañeros del colegio que abandonaron las aulas con sueldos de narcotraficante a los 16 años. A ellos no es que les prometieran que iban a comerse el mundo, es que, literalmente, llegaron a hacerlo. Tenían 18 años y te recogían en un espléndido Audi TT para ir a las fiestas de Mosqueruela, y durante los veranos viajaban a Punta Cana con pulserita de barra libre, y hacían ida y vuelta para comer en el restaurante de Arzak, e iban en manada al Rally de Zlín en la República Checa, y al festival Tomorrowland de música electrónica en Bélgica, y aún les sobraba buena calderilla para meterse un gramo de farlopa cada fin de semana. Por así decirlo, fueron los currelas que más cerca han estado nunca de vivir como Froilán.
De disfrutar de una realidad muy acomodada, todos ellos, absolutamente todos, pasaron a ser parados de larga duración y acabaron abocados a la cultura del subsidio. Entiendo que al tratarse de un segmento de población que no forma parte de núcleos intelectuales ni se relaciona con Juan Manuel de Prada, su voz ha quedado silenciada y ya nadie se acuerda de que, en realidad, llegaron a tocar el cielo antes de ser desterrados al infierno. A los de mi edad, la riqueza les duró poco más de cinco años. Algunos, aún jóvenes y con cierto respaldo familiar, pudieron acabar el graduado, estudiar un ciclo y rebautizarse como trabajadores cualificados. A muchos, a la mayoría, la apisonadora financiera les pasó por encima a una edad ya más avanzada y chuparon banquillo hasta que la situación se destensó, pudiendo volver a las fábricas a cambio de la tercera parte del sueldo que ganaban en 2003.
Y, bueno, que por ahí deben andar, con sus coches normalitos y con su vida humilde, y supongo que de vez en cuando leerán o escucharán nuestras gilipolleces de universitarios consentidos y se preguntarán por qué nadie se acuerda de ellos para hablar de los que verdaderamente salieron más escaldados de la debacle del 2008.