CASTELLÓ. Manuel Vicent abre el baúl de la fascinante figura de Conchita Piquer. En Retrato de una mujer moderna, vuelve a mezclar realidad y construcción para abordar uno de los personajes más populares del siglo XX, y uno de los que también cuentan mejor España, con sus desgracias y sus alegrías.
La novela, publicada por Alfaguara, hace un repaso de la vida y la obra, deteniéndose en los momentos que posiblemente pesaran en el corazón de la artista valenciana más universal.
- ¿Cuánto tiene ver el proceso de este libro con el de Ava en la noche? ¿Parten de una manera de trabajar, de retratar el país a partir de biografías?
- Conchita Piquer es un personaje. Ella en sí, pasado tiempo, se ha convertido un personaje de ficción. El tiempo hace que la realidad se convierta en una ficción. Por otra parte, lo que tiene de novela lo aporta ella. Lo que le sucedió, las penas, las alegrías, las rupturas, los placeres y desgracias… Eso es de ella como personaje. A mí me ha tocado crear la atmósfera alrededor de estos hechos. Ella propociona el qué y yo he escrito el cómo. Muchas veces, la forma cambia la sustancia de las cosas. Cómo lo cuentas cambia el sentido de la realidad. Por eso esto es una novela, no una biografía.
- ¿Te interesa más Conchita Piquer como personaje de ficción o como Conchita como motor para hablar de aquella España?
- Hay personajes, rostros, que sintetizan una pasión colectiva. Conchita Piquer —no cabe duda— fue el ama del aire en la posguerra. Por lo menos, la que yo conocí de niño. Entonces, ella era el paisaje sonoro de aquel tiempo y aquel espacio. La oías por todas partes. Era también la que contaba las penas y alegrías de la gente. En València, concretamente, era el inconsciente colectivo de nuestra tierra.
- En esa música popular, destaca una idea de patriotismo que ahora vemos muy lejana…
- Ella era muy valenciana. Era sustancialmente valenciana. Ella mismo decía: “jo soc lo que a València diuen una dona arriscà”. Vamos, lo que ahora entenderíamos como empoderada. Era una profesional, y por tanto, una mujer moderna.
- Hay un momento del libro en el que planteas esa rivalidad entre Dalí, Buñuel y García Lorca; que a la vez es un debate cultural sobre el valor de la copla.
- Dalí y Buñuel se habían apuntado a ese surrealismo más académico de París, y ya consideraban a García Lorca un poeta antiguo y le decían que ya no se hablaba de fraguas ni de lunas luneras. Pero Lorca decía que, en el fondo de una copla o de una letrilla sacada de lo más profundo de la vega granadina, había más surrealismo de verdad que en París.
- ¿Y el tiempo a quién crees que le ha dado la razón de los tres?
- Creo que el surrealismo es una cosa artificiosa y con una contradicción importante: es un acto psíquico instantáneo, es un acto sin reflexión. Pero si entre lo que piensas y lo que finalmente hacer ha cambiado durante el tiempo, por ejemplo, que has desarrollado un cuadro, se ha roto ese automatismo. El surrealismo solo funciona en el acto. Puedes hacer un acto surrealista, pero no un verso surrealista porque lo has elaborado.
La copla es surrealista porque bebe de un venero que no solamente está en las entrañas de los cuerpos, sino de la tierra. Es una cosa telúrica, que sube por los pies, te llega a las entrañas, pasa por el corazón y sale por la garganta. Y en eso, Concha Piquer era una gran estrella.
- ¿Te has tenido que enamorar tú también con Conchita Piquer?
- No, para mí ha sido recrear un mundo que he vivido en la somnolencia de la niñez, de la infancia. Era, como te decía, un paisaje sonora. Y además, la Piquer canta de verdad. Me refiero a que las penas que canta las ha sufrido, y los placeres y la gloria, también los canta. Hay una gran verdad en su voz.
- Hay un momento del libro que escribes: “si [Nueva York] la había convertido en una estrella y la había colmado de dinero, acabó siendo para ella un sueño roto porque le había partido el corazón”. Cuentas en la novela dos hechos especialmente violentos: una violación y el primer encuentro sexual con el Maestro Penella, mucho mayor que ella, que además aún era menor.
- Sí, bueno, ella mismo lo contaba, no he tenido que inventar nada. Ella era poco más que una adolescente y el era un cuarentón. Una diferencia de más de veinte años entre ellos. En los camerinos de México saltan una línea roja. Eso es lo que sucedió. Yo lo que me he permitido es la libertad de decir cómo pudo haber sucedido, y en este caso, hay una cosa que en la literatura de ficción está por encima de la verdad, que es la verosimilitud. El lector o la lectora tiene que saber que eso pudo haber pasado así.
- Casi la mitad de la novela parte de los pensamientos de Conchita Piquer en una sola noche y en la otra mitad se acelera. Cuéntame como ha sido escribar esa primera parte, ¿cuánto puede contar de su historia una noche melancólica?
- La vida de Concha Piquer son tres partes: una en la que se llevan a niña de l’Horta a Nueva York; otra de su vida en Nueva York, donde se convierte en la artista que ilumina los carteles de Broadway; y otra que es su vida en Madrid y en València en la posguerra. Son tres partes de su vida, y no te sabría decir cuál es la más importante, pero las tres son fascinantes.
- Hace poco más de un mes, recogiendo el premio 9 d’Octubre, decías que Valencia estaba en todas tus novelas porque era la manera de trasladarte desde Madrid. ¿Es algo parecido a lo que le ocurre a Conchita Piquer con Suspiros de España en Nueva York?
- Yo escribiendo de Valencia y del mar, y de mi niñez, y de los cinco sentidos que desarrollé allí, me siento muy seguro. Porque sé que estoy escribiendo de algo que conozco y que es mío. Puedo estar en una mala dirección, pero es mi tierra, son mis raíces.
- Cuando entra en escena Blasco Ibáñez, se nota tu entusiasmo por su personaje.
- Es que Blasco Ibáñez por una parte me atrae mucho y, por otra, siento cierto rechazo. Tiene todas las virtudes y todos los defectos de los valencianos. Me produce rechazo esa falsa espontaneidad, ese desparrame valenciano, esa euforia por sentirse feliz. Su aventura y su triunfo en la vida, lo compro. En todo caso, es un personaje que no puedo evitar que me cause cierta atracción literaria.
- En este empeño por hablar de personajes reales, ¿para ti no hay Historia sin historias?
- Exactamente. La segunda guerra mundial se puede subdividir en pequeñas anécdotas: el desembarco de Normandia dependía del parte meteorológico, que si Eisenhower estaba resfriado ese día… Un parte meterológico pudo cambiar el rumbo de la humanidad. Yo tengo la tendencia a ver los grandes acontecimientos a través de pequeños nodos que podrían cambiar la Historia. Y bueno, los pequeños acontecimientos también son el motor de la vida.