Impedimenta edita esta joya de la literatura gallega, el histórico debut de un autor al que le bastaban unas pocas palabras para helarnos el corazón
VALÈNCIA. Atardece y se oscurece no solo el cielo: también ocurre en las personas. A veces brevemente, solo el tiempo que tardan en escampar unos nubarrones negros; otras la tormenta se instala de forma permanente como la Gran Mancha Roja de Júpiter, y sus vientos huracanados en forma de torbellino acaban por arrastrarlo todo, con paciencia, hasta que no queda nada. Desde que fuimos seres humanos y supimos cuál era nuestro destino último, comenzó a acosarnos una sombra, un fantasma que acecha en cualquier parte, siempre cerca. Un demonio familiar que gusta de sentarse en nuestro pecho cuando dormimos, que nos susurra en su idioma fúnebre al oído y nos tiñe la sangre de gris. En nuestras vidas de animal efímero se alternan episodios luminosos de sol y emoción radiantes, y reflejos en negativo en los que nos vemos por dentro e incluso los huesos. De esas radiografías han surgido, probablemente, las mejores historias: por lo que sea, de la sombra sabemos sacar un caldo amargo de palabras que nos duele y nos conmueve al pasar por la garganta. Hay lugares que parecen especialmente propicios para la aparición de estos fantasmas. Son tierras con olor a tierra mojada, a pasto, a océano eléctrico, a niebla lamiendo las piedras húmedas. En esta península que habitamos algunos, suelen encontrarse al norte, costas cantábricas y atlánticas de pesca y naufragios, de historias al calor de la lumbre. Además de los últimos especímenes de los grandes depredadores, en el norte de España sobreviven también los últimos duendes, las últimas brujas, los últimos aparecidos después de la medianoche. Quien más y quien menos ha oficiado o sido testigo de la liturgia de la queimada, o bien se ha alineado con su yo esencial paso a paso en el camino de Santiago. Galicia puede ser la última tierra encantada del país. La reserva natural de lo evanescente. Como las sombras.
No haber leído nunca a Carlos Casares es una suerte. Lo es porque eso significa que tienes toda su obra por delante, esperando a que la descubras. Viento herido, colección de cuentos traducidos del gallego al español por Cristina Sánchez-Andrade —y con ilustraciones de Xulio Maside— que publica Impedimenta, fue su debut, allá por un tenebroso año mil novecientos sesenta y siete, todavía bajo el yugo de la dictadura. Todos ellos comparten un ánimo sombrío, un devenir trágico, y una mirada que solo es posible desde la galleguidad. Son cuentos escritos con pocas palabras y muchísimo talento, narrados en ocasiones de tal modo que uno se imagina presente en la taberna en la que se tambalea un borracho de mirada torva, o en la que se huele en el ambiente que algo va a pasar, que las preguntas del recién llegado no auguran nada bueno. Los relatos de Viento herido son afilados y cortan como un folio, y como queriendo demostrarlo desde la primera página, Casares arranca con una historia bien jodida, El juego de la guerra, que nos servirá para atemperarnos para lo que será el libro entero. Una muestra:
"—¿Dónde está el Rata?
—En el Campo de la Bomba.
Salimos corriendo. Cuando llegamos, el Rata estaba bañándose en el rio. Al vernos, salió. Miró a Zalo con cara de atravesado y le dijo: «¿Hola, quieres la mariposa?». Zalo se volvió hacia mí, como preguntando. La verdad, yo no quería hacerlo. El Rata silbó y entre todos se echaron sobre Zalo. Lo desnudaron y lo ataron a un aliso. Zalo lloraba y a mí me entraron también ganas de llorar. Eso no se le hace a nadie y menos a traición. El Rata le escupió ahí, en aquel sitio, y lo llamó cagueta. «No se llora», dijo".
En los cuentos de Casares no hay una perspectiva fácil. Las víctimas pueden ser a la vez verdugos, como por otro lado, pasa tan a menudo. El caso de este primer cuento es paradigmático: a medida que avanza se vuelve más y más turbio. Creíamos haber entendido la cuestión, pero quizás se nos había escapado algo. O todavía no nos había mostrado la imagen completa. Otro ejemplo: "ÉI no se acordaba. Claro que no. Veinte años son muchos en la vida de un hombre. Cuando me vio entrar en la taberna del Alambrista, me dijo: «¿Qué hay, Gonzalo?». Y yo como si nada: «Hola, Perucho». Y él: «Vienes hecho un hombre». Ya se veía que no se acordaba. Pero yo no me olvidé de aquello y pienso que no me olvidaré nunca, aunque viva cien años. Hay cosas que no. Le dije: «Perucho, ¿te acuerdas del burro?». No se acordaba. Bien se veía que no. El burro era pequeñito y andaba conmigo como si fuera un perro". No hace falta decir más. El título de este cuento, La capoeira, no puede ser más evocador. Pero no solo hay crueldad en los relatos de Casares, ni mucho menos. La sombra a la que nos referíamos al principio se manifiesta bajo diferentes aspectos. Otro de ellos es la soledad inevitable, mirando la calle desde una ventana, cantando al día en que vendrán las lluvias, viendo marchitarse el día desde un balcón esperando al nieto que al final llamará para avisar de que no viene, que se va al cine, como es normal entre la gente de su edad. La sombra emerge de una esquina caracterizada de recuerdo del amor perdido, del verano pasado, en forma de circo ausente, de fiesta de la melancolía. Y la sombra, claro, porque estamos en Galicia, también se pone de gala, crece, se hincha, asciende a los cielos y se prepara tras los campos, se ennegrece, se viste de peligro y manda su mensaje para que la anuncien en forma de insoportable dolor de las entrañas y de memoria de la devastación, y entonces, como se había advertido, ruge con un trueno terrible, y entonces ya solo resta asumir lo que viene, coger la escopeta, y contestarle con otro trueno.
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