Mientras escribo estas líneas, resuena la tormenta a lo lejos. Viene del mar, como los restos de un naufragio, que, en realidad, tuvo lugar hace ya dos semanas tierra adentro, allá donde el agua no es una costumbre ni un recuerdo de infancia. Ni tendría que haber sido alimento para naufragios. Acabo de echar un ojo al correo y veo que en poblaciones como Benitatxell, al norte de Alicante, han suspendido las clases, las actividades extraescolares y el mercadillo de los miércoles. No será la única población donde se extremen las precauciones. En los litorales que escoltan la frontera entre Valencia y Alicante están activadas las alertas naranjas de la Aemet. En otro momento, los ciudadanos de la Vega Baja suspirarían tranquilos, pensando en que esta vez no les ha tocado a ellos ni a sus edificaciones, tan habituadas a surfear sobre zonas inundables. Tampoco mirarían hacia arriba los del resto de la Comunidad Valenciana, libres, de momento, de la amenaza de las nubes. Sin embargo, hay cerca de 250 muertos recientes. Hay cierto desasosiego. Y en la zona afectada por la terrible Dana del 29 de octubre, hay miedo.
“Hay algunos estímulos para los que nuestra especie está especialmente preparada por herencia biológica para generar miedo. Y uno de ellos son las tormentas y otros fenómenos naturales”, me contó hace años para un reportaje José Pedro Espada, catedrático de Psicología de la Universidad Miguel Hernández de Elche (UMH). A buen resguardo, a varios pisos de altura, a la suficiente distancia para que el trueno tarde en llegar después de un relámpago, las tormentas son tan evocadoras como el rumor de las olas. Son invierno, un té caliente y un relato de Poe. Cuando las tienes encima, o, peor, cuando ni siquiera las has visto venir porque han descerrajado toda su furia varios kilómetros más arriba, como en el caso de Valencia, son el mal. El caos. La angustia. El pánico a los fenómenos naturales viene de un relato eterno como la Odisea de Homero. Nace en las cavernas y permanecerá vivo hasta que se extinga la humanidad. Es un mecanismo de supervivencia. Pero hay que saber distinguirlo de otro miedo, el de perder todo aquello que no es nuestra vida, que brotó con los primeros cultivos neolíticos. Y este terror solo conduce “a conductas temerarias y desproporcionadas”, me decía en el mismo reportaje Teresa Marín, psicóloga especializada en Emergencias.
Cuando publiqué el artículo que estoy mencionando, aún no se había inundado la Vega Baja con la Dana de 2019. Y ni mucho menos se había desbocado el cielo sobre las torrenteras que desembocan en la Rambla del Poyo, no se habían alquitranado con lodo varias poblaciones de sus márgenes, no se habían apilado los coches, no se habían desfondado las viviendas, no se habían parado todos los relojes de la civilización en cientos de kilómetros a la redonda. No se habían contabilizado 222 víctimas entre la Comunidad Valenciana, Castilla-La Mancha y Andalucía. No existía aún una lista de desaparecidos, ni un reguero incesante de voluntarios, ni errores y aciertos políticos. Fuera del centro de Valencia, se desconocía el menú del restaurante El Ventorro. Pero ya existían las alertas meteorológicas, el calentamiento global, el urbanismo desmandado y el miedo que ayer y hoy, para ustedes, nos obligará a tomar todas las precauciones posibles. El miedo a la furia del agua. El miedo que se hereda. El miedo que esta semana sentiremos, también, los que no vivimos ni morimos en aquel horror.
@Faroimpostor