Quizá hayan visto el audiovisual rescatado por RTVE de sus archivos en el que aparece por primera vez Miguel Hernández en movimiento. Se trata de unas imágenes grabadas durante el segundo Congreso de escritores en defensa de la cultura que se celebró en València en el año 1937. El mismo evento que apareció documentado recientemente en unas fotos rescatadas del archivo de Walter Reuters. El poeta oriolano baja por el graderío y se sienta en uno de los escalones de paso, junto a un señor calvo que, para lo que nos atañe, únicamente sirve como indicador de la presencia de Miguel.
El ente público indaga más en la grabación. Y todo, de repente, cuadra. Miguel Hernández no ocupa una butaca, sino que se acomoda sobre el cemento, como el muchacho de 27 años, con camisa blanca y sin recursos económicos que es. Escucha atento, con la mano en la barbilla. Aparece también Antonio Machado sumergido en su asiento, con la barbilla apoyada casi en su corbata, tan sombra de sí mismo, tan circunspecto como uno siempre lo ha imaginado.
Se distingue a un fotógrafo con la cámara apuntando hacia el espectador, probablemente Robert Capa. Y, finalmente, otra fotógrafa, una deslumbrante Gerda Taro de blanco, con pantalones y una corta melena rubia, desafiante, poderosa, nuclear, a tan solo unas semanas de que un tanque la aplastara en Brunete durante la Guerra Civil y (casi) borrara del mapa su apellido, que crió telarañas durante décadas bajo el de Capa.
El vídeo resurge después del aviso de un espectador, Bernardo López. Vio un programa en la plataforma online de RTVE, le pareció divisar al autor de El rayo que no cesa y avisó a los responsables de cultura de sus informativos, que indagaron. Y es trascendente porque, como dijo José Luis Garci durante la retransmisión de la película Amadeus en su programa Qué grande es el cine, nadie quiere ver a un compositor componiendo, en referencia al protagonista, Mozart. Miguel tenía una vida que acabó años después. Se implicaba en un contexto más que difícil. Asistía a congresos en defensa de la cultura. Atendía. Se mezclaba con la crema intelectual del momento. Verlo bajar un peldaño es entender que también compraría pan, poco después, que levantaba una persiana cada mañana, que se rascaba los picotazos de mosquito, que le apartaba los rizos de la frente a Josefina, que se desabrochaba el primer botón de la camisa arremangada que llevaba el día del congreso. Y, por supuesto, que se sentaría a la mesa sobre unos papeles, porque la poesía no nace sola. Esas imágenes son la vida antes de la tuberculosis en la cárcel de Alicante. La poesía que se entremezcla con la realidad y la rutina, a la que también le caben versos, como demostró William Carlos William con unas ciruelas en la nevera.
Para nutrir el reportaje, en RTVE acuden a Francisco Escribano, quien destaca que en las imágenes, Miguel aparece sin protagonismo, sentado en un rincón. Es uno de nuestros expertos en el poeta de Orihuela, como José Luis Ferris, como Carmen Alemany, como José Carlos Rovira, que acaba de comisariarlo para la Biblioteca Nacional. Alicante es la provincia en la que hay que excavar para encontrar testimonios, historias y rastros de Miguel Hernández. No su legado, porque nadie fue capaz de impedir que se marchara a Jaén, la tierra de Josefina, subastado por sus herederos. Ni siquiera el entonces presidente de la Diputación, Carlos Mazón, que en esta última campaña electoral posó con una biografía del Perito en lunas, sin pestañear ni despeinarse ni sonrojarse. Ni siquiera los ayuntamientos de Alicante, Orihuela o Elche (de distinto color político). Ni siquiera la Generalitat Valenciana. La rutina no puede con la poesía. El dinero sí.
@Faroimpostor