VALÈNCIA. Miki es, para mí, el mítico entrenador del Vijusa, aquel equipo que logró que la ciudad prestara atención al fútbol sala. Además ganó una Copa inolvidable en la Fonteta, con un gol en los últimos segundos. Pero para mí, como sucedió con el otro Miki, Vukovic, el del baloncesto, su mayor virtud no fue ganar un trofeo sino llenar el pabellón. El martes, Miki publicó un comunicado en el que anunciaba que no iba a entrenar más en la élite, que dejaba el fútbol sala profesional. En septiembre va a nacer su primer nieto y acababa de tomar la decisión de desacelerar su ritmo de vida.
Miki, además de un grandísimo entrenador y un jugador buenísimo, fue un tipo que te dejaba con la boca abierta en las ruedas de prensa. No traía el discurso precocinado. Era sincero, honesto, vehemente. Era único. Y por eso me llama la atención que hablo con él y es de los que te pide que no publiques cada cosa medio jugosa que cuenta.
-Esto que te voy a contar no lo publiques.
-A ver, sorpréndame.
-Fui uno de los primeros nadadores que bajó del minuto en los 100 metros
espalda.
- …
No tardo en hacerle ver que eso es una estupidez. Entonces levanta la prohibición pero me explica que no quiere parecer pedante. Pero qué más dará lo rápido que nadara cuando estamos hablando de un jugador que fue profesional del fútbol, que llegó a ser internacional en el fútbol sala y que marcó tendencia, además de ganar un montón de títulos, desde los banquillos.
Miki es valenciano. De la calle Ruzafa. Hijo de un hombre que se dedicaba a la industria de la cosmética y de una mujer que trabajaba como ama de casa. Un chaval que le encantaba el deporte y que a partir de los nueve años se entregó a la natación en la piscina del Ferca. No se le daba nada mal. “Era un buen nadador en el ámbito de la Comunitat y un nadador normal en los Campeonatos de España”, rememora. Su especialidad, los 100 metros libres y los 100 metros espalda.
De vez en cuando, en sus ratos libres, se reunían los amigos y se metían en el pabellón San Fernando para echar un partido de fútbol sala. En verano se apuntaron al torneo que organizaba Deportes Arnau, del polivalente Pipo Arnau, y ganaron. Luego, ya como estudiante de la prestigiosa facultad de Medicina de València, deslumbró en un equipo de fútbol en el que era el único que no militaba en una club profesional. “Me dejé la carrera para jugar al fútbol”, explica mientras recuerda que pasó por varios equipos de Tercera -entonces no existía la Segunda B-.
Una trayectoria sobresaliente si se tiene en cuenta que cuando acudían a contratarle, él siempre ponía un par de condiciones: sus vacaciones eran sagradas -no estaba dispuesto a sacrificar un viaje a Ibiza con los amigos por empezar una pretemporada- y al final de cada ejercicio, allá por abril o mayo, él tenía que poder jugar al fútbol sala. “Eso me limitó, claro. A ver quién aceptaba esas condiciones”.
Aquel joven que había estudiado en el Guillem Tatay y que había dejado de ir a Blasco Ibáñez a formarse como médico, alternó los dos deportes hasta que se profesionalizó el fútbol sala. Miki era amigo de Carlos Llobet, uno de los puntales de Distrito 10, la famosa discoteca de los 80 y los 90 que estaba, casualidades de la vida, o no, enfrente de la facultad de Medicina, para que fuera de vez en cuando a jugar con los de su equipo, el Discocentro. Así lo enganchó, se convirtió en su patrocinador y encumbró al equipo como el mejor de España.
Poco después, otro club de la ciudad, el Autocares Luz, les echó un pulso en popularidad con el fichaje estelar de Mario Alberto Kempes. Miki aún se relame con aquellos duelos con el Matador. Aquello fue un bombazo. La grada de la Fonteta, donde no iban más de quinientas personas, empezaron a recibir a cinco mil. El argentino, una leyenda del Valencia CF, dio celebridad al fútbol chico y poco más.
Miki, que apenas llevaba unos años jugando, se convirtió en una estrella. “Era lo que hoy se conocería como un jugador universal. Era goleador pero bueno en defensa. Eso sí, no era driblador”. Aunque Pipo Arnau le contradice: “Era un jugador espectacular. Muy fuerte y muy alto, y con mal carácter también”. Pipo, que toca todos los palos, era el presidente de la federación y en un torneo con la selección valenciana, cuando Miki ya era internacional, le llamó la atención que el entrenador no le sacara en la segunda parte pese a que iban perdiendo en una semifinal contra Cataluña. Pipo bajó a la cancha, se acercó por detrás y le pregunto a Miki si estaba lesionado. El jugador le dijo que no. Al volver a València, hablaron y el presidente comenzó a lamentarse porque no había buenos entrenadores. Miki le dejó hablar y, al acabar, le soltó: “El año que viene seré yo el seleccionador”. Un año después los valencianos se proclamaban campeones de España.
Miki siempre tuvo ese instinto táctico, ese rigor, y muchas veces, cuando acababan los entrenamientos, paraba a sus compañeros y les obligaba a estirar un poco más la sesión para ensayar jugadas a balón parado. Cuando cumplió los 30 años, después de jugar un Mundial con España, aún en la cresta de la ola, dijo que lo dejaba, que él quería ser entrenador.
Atrás quedaba una trayectoria como jugador. Primero con los tacos, pasando por varios equipos -con Benito Floro logró cuatro ascensos-, y luego en el campo pequeño. El jugador, a quien también le encantaba pasarlo bien, que tuvo una fugaz relación con Cristina Mayo -una leyenda del balonmano femenino- y que alcanzó la selección nacional, lo dejaba. Aunque pasó varios años alternando un equipo como jugador y otro como entrenador. Con él empezó la dinastía del Pozo de Murcia campeón. O nueve años en el Benicarló, al que cogió en Tercera Nacional y lo elevó hasta la cuarta posición de la máxima categoría. Y el Vijusa, claro, el club de su tierra.
El periodista Manolo Montalt, hoy en la 99.9 Plaza Radio, cubría entonces los partidos del Vijusa en Ràdio 9 y entabló una gran amistad con el entrenador. Miki, un día, le dio permiso para viajar con ellos en el autobús bajo una promesa inquebrantable: “Manolo, el día que cuentes algo de aquí dentro, te vuelves andando desde donde estemos”. Al acabar las semifinales de la famosa Copa de 2002, el utilero del Vijusa llamó por teléfono a Montalt y le pidió un favor: “Manolo, necesito que me pases la narración de los goles del partido de cuartos y del de semifinales”. El día de la final, se subieron al autobús y Miki le pidió al conductor que pusiera la cinta con los goles de Montalt. Al llegar al pabellón, los jugadores iban ya como motos.
Su trayectoria fue larga y fructífera, pero mi respeto se lo ganó, ya ves, porque casi todas las mañanas que bajaba al río, me lo cruzaba corriendo. Y hablo de los años en los que el río aún no estaba poblado de corredores. Porque Miki también fue maratoniano. “A mí siempre me encantó el deporte, por eso no entiendo que me pusieran la fama de que no me gustaba entrenar”, se defiende.
En el Vijusa hizo mucho más que ganar una Copa. Al acabar el primer partido, salió a la sala de prensa y dijo que había recomendado a los jugadores que, en vez de saludar a la afición desde el centro del campo, subieran a la grada para estrecharles la mano, uno a uno. “Total, no eran ni 150…”. Su juego vibrante, su personalidad en la cancha y unos jugadores jóvenes pero cargados de ambición fueron generando un gran magnetismo que acabó con las gradas bien pobladas. Su legado fue más profundo aún: varios de sus jugadores han acabado convirtiéndose en entrenadores de élite. Querían ser como Miki.
El tiempo ha pasado y hoy Miki se prepara para ser abuelo. Sus hijas ya tienen 30 y 27 años y él se ha dado cuenta de que no tiene ganas de coger la maleta y tirarse otro año solo en Italia. Ahora le gusta más estar con la familia, con los amigos, con los que sale a caminar por las mañanas, y seguir formando a los entrenadores de El Pilar y de la federación valenciana. Por eso, quizá, repite una y otra vez que esto y aquello no se puede contar. Porque su ejemplo, a punto de cumplir los 67, sigue siendo trascendente.