Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Montaña rusa

15/04/2022 - 

“Necesito estar sola y salir ─escribía Virginia Woolf ─, buscar una hora para considerar lo que le ha sucedido a mi mundo, lo que la muerte le ha hecho a mi mundo”. Me gustaría saber cómo se las apañaría la escritora de Bloomsbury en este siglo, sin corsé pero con twitter, acaso con el móvil apagado pero con un editor dándole la brasa para que se dejara ver más por la blogosfera. Sufría otro tipo de presiones, pero no el mandato de hacer una performance continua de sí misma, ni de cuidar su marca en las redes. No se sentiría quemada entre las filas del precariado, ni perdida por los meandros de la agigantada burocracia, con fatiga informativa, con ruido permanente. Cuando me ataca la nostalgia del siglo XX hago concesiones como el corsé o la renuncia al sufragio, deseo dejar de sentirme una lista de tareas con patas. Todo por huir del burnout. Darle esquinazo a minucias como, por ejemplo, la  caldera de mi casa, que lleva toda la noche perdiendo presión.

Concentrarme en la caldera tiene un punto liberador, es una guerra pequeña, abarcable, veo aquí y allá que todos hemos vuelto la mirada poco a poco a las guerras pequeñas como refugio. Pero debo llamar a mi compañía de gas y me pregunto si me podrían pasar con Putin al acabar el tono de espera, ¿qué podría decirle? Me río sola. Frivolizar es un signo de agotamiento o de locura cuando ya son demasiados millones los ucranianos los que han escapado del país. Cuando la cifra de muertos civiles y no civiles es una sórdida quiniela. Roger Callois, leo en la web de una editorial (Funambulista), dijo que el funambulista  “sólo logra su objetivo confiando en el vértigo y no intentando resistirse a él”. Lo había tomado del Zaratustra de Nietsche. Me ayuda a pensar el nuevo siglo. Catar este tiempo es viajar en una vagoneta de montaña rusa, acostumbrarse a que las tripas se te peguen al paladar, al descenso sincopado, lleno de virajes abruptos. Una señora en el mercadito de los martes vocea ya su género apelando a las ojivas nucleares: a euro, a euro, tres unidades a euro, ¡llévenselas antes de que les den al botón!

No envidio un desenlace como el de la Woolf pero sí esa velocidad que le permitió mirar bien, hacer el silencio en su cabeza, averiguarse. En el parque, alzo los ojos hacia las copas de los castaños o me detengo en los brotes de un almendro y busco vaciarme como hacía la gente del siglo pasado. Me preparo quizá para una despedida, pero aún no lo sé. Entre el vuelo alto y el raso me sale Borges, que también vivía a velocidad de crucero, y me susurra: “incesantemente la rosa es otra rosa. Eres nube, eres mar, eres olvido. Eres también aquello que has perdido”. Últimamente memorizo versos para soltarlos cuando tenga Alzheimer, como hace mi padre.

Virginia Woolf.

Paso en un instante del paisaje a la lírica pero lo cierto es que me ataca la caldera de mi casa y me sacude toda trascendencia: que el técnico, que si la ruedecilla de abajo, que si la presión, ¿dijo que a girara a derecha o a izquierda? La añoranza por el agua caliente me pone los pies en la tierra, me inflama como el precio de la luz o la geopolítica, que son peores enemigos que un día más sin ducha, y al final amo la batalla doméstica que me ha declarado el electrodoméstico. Prefiero su inocente cuadro de mandos a la cara gomosa de Putin, que se ha hecho omnipresente. El tono de espera en Atención al Cliente puede estar cerca de la Sinfónica de Berlín y me siento feliz haciéndole regates a la voz enlatada que me pide pulsar dos, pulsar tres, y me aleja de otros cataclismos.

En la siesta del sábado, abrazo un cojín desnudo y repaso mis conclusiones (ninguna), repaso mis vaticinios (ninguno). He pasado días sin poner las noticias y luego he visto vídeos de Ucrania en bucle hasta quedarme en carne viva. El cojín no lleva funda porque la eché a lavar y lo noto traslúcido y frágil entre mis brazos, me enseña su piel auténtica, hecha de algodón malo que transparenta un contenido granuloso, bastante pobre, como un caldo de posguerra, ¿de qué estará hecho? ¿Gomaespuma?, ¿látex? Vuelvo a Virginia Woolf y a las cosas, ya va siendo hora de que me interese por la materia, los objetos de mi vida, que siempre están ahí y no mutan ni se marchan. Llevo demasiado tiempo infravalorándolos. Quizá en el fondo quiera ser cosa. Antes quería ser mi perra, ahora ni eso.

Virginia Woolf se movía en un mundo plagado de materia tangible. Paseaba entre ella. Pensaba. Callaba. Qué bella palabra: cosas. “Déjenme sentarme con las cosas desnudas ─decía─, esta taza de café, este cuchillo, este tenedor, cosas en sí mismas, siendo yo misma”. Al rato de escrutar el relleno de mi cojín deseo ir con mi marido a un gran almacén a por una funda bonita para este saco blando que no sé nombrar. Incapaz de dormirme como Albert, me pego a su espalda y me imagino cogida de su brazo en la sección de ropa de cama, con un bolso de asa corta y el pelo un poco cardado. Zapatos de falso cocodrilo a juego, quizá, de tacón bajo. Las ideas muy claras. Los sueños lo mismo, bien atados. En cuanto la escena se parece demasiado a una viñeta de Susanita, la amiga de Mafalda, se disipa de mi mente, pero el mal de las preguntas ya está despierto: ¿por qué las cosas?, ¿adónde se han ido?, ¿qué hacían mis padres, mis abuelos, con las cosas que caían en sus manos? Ellos comieron posguerra y pluriempleos, pero también la idea de progreso, que era la dieta base. Aplaudieron su primer televisor a plazos, sintieron furor con su boiserie instalada en la salita, con la foto de la mili y del primer bautizo, con su primer bidé para disfrutar del chorrito ahí abajo. El futuro era siempre el mejor plato de la carta y estaba al caer. Estaban reventados, como yo, pero había otra cualidad en sentirse más allá de sus fuerzas. Yo tengo una caldera con obsolescencia programada. Y un cojín sin funda que no sé de qué está hecho.

Lo aparto de mi vista, creo que me ha hecho perder el centro. El desasosiego puede empezar por cualquier detalle, por eso corremos, volamos, apenas gastamos las suelas de los zapatos. La parte fija de la vida trae una trampilla por la que uno se cuela, recuerda que ya no hay valores como los de antes. Y un día sólo quiero ser cosa, o perra, o ir con mi marido del brazo a la sección de alcobas de un gran almacén. Quizá sólo bajar a la compra con una lista bien meditada y escrita despacio. Buena letra, de octavo de EGB. Tomarme un tiempo para poner: leche, huevos, migas de bacalao. Y no sentir fastidio de escribir: leche, huevos, migas de bacalao. ¿Por qué todas mis ilusiones de hacer algo grande, algo singular, se me antojan de pronto tan falsas como la funda del cojín que duerme en el cesto de la ropa sucia? El futuro era esto, y está bien como es. Debería bastarnos. Quizá por eso sueño con un principio, con la caldera a pleno rendimiento, una ducha caliente y ese marido colgado de un brazo en la sección de artículos de hogar.

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