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La encrucijada / OPINIÓN

¿Navidades argentinas o nórdicas?

27/12/2022 - 

La Real Academia de la Lengua acaba de incorporar al diccionario el adjetivo cortazariano para disgusto del corrector ortográfico que lo subraya como si se tratara de una mala hierba. El autor argentino obtiene, de este modo, el reconocimiento que merece como creador de una literatura que permitía conocer la ruta seguida por un cabello caído e irritar a la gente bienpensante del mismo lugar que ahora celebra, con Messi a la cabeza, su flamante copa del mundo.

Quizás precisemos de esta nueva palabra para entender algunas de las cosas que inflaman las portadas de diversos medios de comunicación españoles, en ocasiones tan rebosantes y apasionadas como las que refieren el devenir de la sociedad argentina. Sí, es probable que también aquí hubiese ayudado la influencia balsámica del trofeo del Mundial para aislar las pendencias que nos encogen el ánimo cada día, al tiempo que nos preguntamos qué nos hace diferentes de las democracias de otros países donde, salvo imprevistos, hasta las vacas bostezan.

Parte de la respuesta puede que se encuentre en la diferencia cultural y en el tamaño demográfico de los países. Los de menor población pueden padecer episodios brutales pero sus limitaciones intrínsecas, inmensas cuando se sitúan ante el resto del mundo, les ha incentivado a trabajar sobre bases de respeto, negociación y pacto como principales herramientas convivenciales. Una primera consecuencia ampliada por la existencia de un medio natural frío e inhóspito, en el que la supervivencia humana ha dependido de la cohesión de las comunidades y la aceptación de la vecindad solidaria como una obligación vital. Y, en efecto, también algo tiene que ver una cultura que ha respirado la alfabetización durante siglos, aunque sólo fuera porque el creyente estaba obligado a conocer, por sí mismo, el contenido de la Biblia.

Foto: Tom Weller/dpa

Algunas sociedades del sur de Europa con mayor dimensión poblacional hemos vivido y respirado otros aires, hasta el punto de que, en España, la alfabetización generalizada la hemos conocido a partir de la segunda mitad del siglo XX y con desigual intensidad, según las regiones. La relación con la divinidad nos ha venido servida por la presencia de intermediarios que, hasta los años sesenta, se reservaban el monopolio del conocimiento y la interpretación-traslación del Nuevo Testamento. Una fe complementada por un perdón individualizado, poco dado a fijar penitencias favorables al progreso de la comunidad.

La mayor geografía poblacional, de otra parte, ha moldeado mentalidades tendentes a la depredación. En lugar de sembrar en lo propio y cercano las fuentes de crecimiento de la abundancia, se ha recurrido, históricamente, a la apropiación forzosa de otras tierras; y al recurso de la violencia y del salvajismo cuando en éstas brotaba oposición y resistencia. Una riqueza arrancada, un espacio con doble vara de medir, unos territorios siervos de las metrópolis. Unas tensiones internas reforzadas por la desigual distribución de los frutos de la explotación y pillaje coloniales.

Tras la II Guerra Mundial, la descolonización se ha extendido rápidamente y la multilateralidad ha tomado el relevo parcial de lo que, con anterioridad, constituían acciones en las que el más fuerte sometía al débil mediante la brutalidad de las armas. Este cambio ha permitido que se abrieran nuevas vías de desarrollo favorecedoras de los pequeños países europeos. Los estados bálticos son ejemplo de una transformación que ha superado los límites de un clima y recursos naturales de alma fiera, adversarios formidables de la acción humana. Países que, de la proximidad histórica de las hambrunas y la emigración, han pasado a ser avanzadilla educativa, científica y tecnológica. Países que sostienen gobiernos plurales y Estados del Bienestar robustos.

Salvando las distancias ahora existentes, surgen, de inmediato, algunas preguntas: ¿por qué unos países de amplia población y dotados de diversos y fértiles recursos no han avanzado a un ritmo comparable, como mínimo, al de los pequeños países castigados por una naturaleza rácana y peleona? ¿Por qué aún sucede en un tiempo de globalizaciones y rápido despliegue del saber innovador? ¿Por qué Finlandia y Dinamarca sí, España no mucho y Argentina aún menos?

Foto: KERTTU/PIXABAY

La respuesta nunca será única ni simple, pero algo habrá importado que, en aquellos países, la universidad (entendiendo por tal el cultivo del talento, el conocimiento y la creatividad en un entorno libre) no haya estado sometida durante el mismo tiempo al poder de las catedrales. Algo tendrá que ver el hecho de que la necesidad de sobrevivir en un medio desfavorable haya acumulado un capital social tendente a la confianza mutua y un capital relacional que multiplica el efecto de esta última. Algo habrá influido la conciencia de las restricciones existentes y la inevitabilidad de superarlas acudiendo al poder de la palabra como vehículo para la comprensión compartida de los problemas sociales y de las soluciones que no son flor de un día, sino compromisos de largo recorrido.

Llegados a este punto, lo que se espera de quienes adoptan las principales decisiones, con efecto sobre la ciudadanía, es mucho más que la construcción de respuestas a los días marcados por la contrariedad. Lo que se espera es un proyecto de traje y no una acumulación de retales, por imprescindibles que éstos sean en circunstancias concretas. Un proyecto de convivencia que no se conforme con la coexistencia o la conllevanza orteguiana. Un uso de la palabra que erradique la búsqueda, -a priori, sin escuchar al otro-, de las peores descalificaciones, de los términos más hirientes, de los escozores rabiosos, como triunfo de la dialéctica más reconocida y mejor pagada pese a su tufo de mugre y basura.

Sí, no hubiese venido mal tener a un Messi, aunque sólo fuera para soñar que, aunque pobres y atrasados (en términos europeos), acaso exista algún dios al que todavía podamos recurrir para ahuyentar los malos humores y recoger píldoras de optimismo. Es posible que la principal función de las Navidades sea esa, sobre todo por la acumulación de buenos deseos que nos llegan de tantas direcciones. Aunque sólo sea por eso, sostengamos la esperanza en las fiestas que nos convocan y no la dejemos desfallecer cuando regresemos de este paréntesis.

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