Sigo sin encontrarle sentido a una estación del año cuya única ventaja evidente es que no hay que doblar calcetines. Detecto varios reportajes en diferentes medios de comunicación que hablan de los inconvenientes y las molestias de practicar sexo en plena canícula, cuyas conclusiones podrían resumirse en la palabra sudor, y sospecho que el verano solamente sirve para sentarse frente al cuadro que cuelga torcido en una pared de la cocina, para filosofar si se trata de una cuestión física o es simplemente un problema de astigmatismo. El horizonte cabecea hacia el sol, el bienestar vuelve a ser una cosa de ricos, la humedad agota hasta a los mosquitos y muere Olivia Newton-John. Con este calor no soy capaz de recordar si vi Grease, en su estreno en gran pantalla, en el Ideal o en el Avenida. La nostalgia no casa bien con las corrientes de aire. No, definitivamente, no estoy hecho para el verano.
Por suerte, ya hemos llegado a ese punto del año en que los buzones de correo de los medios de comunicación están copados por las noticias de Elche. Eso quiere decir que la esquina de agosto está al llegar y que en cuanto la Nit de l’Albà ilumine el firmamento irán bajando las horas de luz. A una velocidad de dos minutos diarios, lo cual, en años anteriores, corresponderían con dos minutos diarios de bajada de temperaturas. En este punto, se cuela entre las alertas ilicitanas un comunicado de la Agencia Española de Meteorología (AEMET) que disipa cualquier atisbo de optimismo. El fin de semana próximo volverá a ser muy caluroso, así que los calcetines aún están lejos de su reentrée. Aparece un pelo en Marte. Un estudio desvela que el verano nos enfurece. Me avisan por línea interna de que la gente se está hartando de malas noticias. Una avioneta sobrevuela la costa con la publicidad de un circo. Esta noche no se verán las Perseidas porque seguro que se nubla el panorama. De repente, me doy cuenta de que estoy soltando frases en píldoras, como Juan Carlos de Manuel, el Hemingway de la sierra de Espadán. Necesitamos la lluvia.
Nada nos salva del verano que hemos construido con ladrillo costero y frío artificial. En realidad, la única manera de sobrevivir al calor es escapar del calor. O bien nos damos un chapuzón en un Mediterráneo que cada vez se parece más a una sopa tibia o nos vamos de compras y al cine con los niños a un centro comercial. O salimos de noche cuando aún tenemos edad para mezclarnos con más gente sudorosa. Los proyectos de viaje de vacaciones alcanzan precios prohibitivos, con lo que una huida al hemisferio sur se convierte en un destino inalcanzable. El sueño de las noches tropicales (también) produce monstruos, querido Goya. Sigo pensando en qué cine vi Grease de pequeño y, frente al cuadro torcido de la cocina, comprendo que el verano es un ensueño infantil en el que tenemos depositadas demasiadas esperanzas. Ya ni siquiera se puede plantear mi viejo proyecto de que nos hibernen cada mes de julio hasta septiembre, porque la luz está carísima. Necesitamos volver a ilusionarnos con la mera búsqueda de cangrejos entre los guijarros de la playa. Necesitamos volver a encontrar el fresco en destinos del norte. Necesitamos salvarnos del verano que hemos construido.