LA CULTURA INVISIBLE / OPINIÓN

Ni el cartero ni Pablo Neruda

1/12/2018 - 

Acababa de regresar. Había estado más de un año y medio alejado de todo. Y luego, el silencio. El verano marchito sobre todas las cosas, sobre todos los minutos, los de la noche también, que son los más largos en verano, e incluso si uno le habla a sus perros también son los más largos. Los perros no responden, por suerte también. Todo es también, algunas veces. El dinero duró lo que unas rondas de cerveza contando batallitas entre amigos, y luego nada. Luego la dieta del infinito; comer y cenar lo mismo día tras día y desayunar y merendar tabaco. Si no la han probado a esta edad, ya no lo hagan, no se pierden nada.

Y de repente, el teléfono sonando en la otra parte del mundo, el ala este de un piso alargado, como aquellas horas de aquel verano, como un plástico derretido al sol. Como una despedida entre dos tontos, perdón… enamorados.

Se trataba de una oferta de trabajo. Yo ya había repartido cartas para la empresa estatal Correos. Lo había hecho antes de huir de aquí. Conocía el oficio de calle. Pero esto era diferente, me proponían estar solo al mando de una oficina modesta de pueblo cubriendo las vacaciones de verano. Solo. Sin experiencia alguna. Accedí porque no podía hacer otra cosa. Un mes comiendo bocadillos era suficiente. Había dormido poco, porque las noches las pasaba en el estudio de grabación Polka Waves donde estábamos dando forma a las canciones que traje en la maleta, pero eso es otra historia. Acudí a la oficina. Allí, un hombre me esperaba para explicarme cincuenta años de profesión en media hora. No me enteré de nada. Bueno, sólo de una cosa, en la que insistió: «Vivo cerca de aquí, pero pase lo que pase, no me llames. Estoy de vacaciones. Pase lo que pase».

El primer día fue catastrófico. No recordaba absolutamente nada. Al cerrar la oficina tras partir la conducción con todas las cartas y paquetes admitidos en ventanilla, pensé en no volver. Había cometido tantas irregularidades que creía que podrían imputarme varios delitos. Pero lo han adivinado… Volví. Los días pasaron. Cada día descubría algo que había estado haciendo mal hasta entonces. Pero prefería no pensar en eso. Cada día también se acercaba la vuelta de aquel hombre a su palacio de cartas, notificaciones y paquetes, y yo volvería a mi vida sin más. La vida sin más a veces es un tesoro.

Nadie debería no saber que lo quieren. Nadie debería no saber que es importante para alguien…

Uno de aquellos días, cuando ya conocía ligeramente la profesión y me permitía almorzar paseando entre casilleros y polvo, encontré una caja en lo alto de una estantería. Si existe un lugar desde donde nace todo el polvo que se esparce por la galaxia, era ése. Allí se reunían cuatro enseres olvidados en algún buzón, arrojados con maldad o picardía, o simplemente recogidos por un cartero años atrás. Y entre ellos, algo llamó mi atención. Era una carta. No llevaba sello. Bueno, llevaba un sello dibujado con colores, pero no era real. Era la obra de un niño. Me pareció enternecedor, pero un acto cruel por parte del cartero que no llevó aquella misiva a su destino por falta de franqueo, y la había depositado allí hacía siglos. Pero lo peor vino cuando leí el contenido, porque la carta era una hoja abierta sin sobre que la resguardara. Entonces recordé el: «¡Yo os maldigo, os maldigo a todos! ¡Maldigo las guerras… os maldigo!» del Planeta de los Simios. Y maldije a la humanidad en voz alta. En la carta, un niño que, por la letra no debía de tener más de seis años, le explicaba a otro cuánto significaba para él su amistad y cuánto lo quería. Y esa carta, ese mensaje puro y sincero, capaz de cambiar el rumbo de la humanidad nunca llegó.

Algunos se preguntarán si llevé la carta, veinte, treinta o cuarenta años después… La repuesta es… no. La casa estaba vacía. Llevaba cerrada mucho tiempo, creo recordar. O quizá lo he inventado, he inventado este final porque nadie debería poder dormir tranquilo después de no haber llevado esa carta a su destino. Nadie debería no saber que lo quieren. Nadie debería no saber que es importante para alguien, porque todos lo somos. O deberíamos serlo.

¿Quieren ayudarme? Háganme un favor. Díganle a alguien que lo quieren, que su amistad significa mucho para ustedes, quizá ustedes lo sepan, pero ellos no; quizá piensen que sobra decirlo, que sobra escribirlo en una carta, pero nunca sobra dibujar un sello en una carta con lápices de colores, créanme —yo voy a hacer lo mismo, hace días que necesito hacerlo—. Quién sabe, quizá alguno de ustedes mismos escribiera aquella carta hace una vida.

 

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