La luz declina demasiado pronto el 31, pasa en cualquier tarde invernal y, sin embargo, tiene algo diferente porque lleva cuenta atrás. Qué cosa es el paso del año, qué cosa es el tiempo. Abrimos fronteras imaginarias en nuestro avance por la vida y no nos podemos resistir a la revisión, la melancolía y la planificación que ayuda en esa huida hacia adelante que necesitamos. Andamos aturullados con listas de tareas, examinamos logros, nos ponemos nota.
Miro a mi perra enroscada a pie de cama y sé que volverá a plegarse mañana en el mismo sitio mientras yo la deje, su instinto no cambia, el mío tampoco. Me pregunto si ella ha revisado su desempeño en el 2023, si también la acosan listas de tareas crecederas como la mala hierba, si se vive bien lejos de la neurosis de escritura que a mí me hiere y el año entrante no habrá cancelado. Brindamos en nochevieja con la mitad de los amigos porque la otra mitad pasa el Covid en su casa y hemos repasado las copas de cóctel que llevaban años en el armario (Albert rompe una mientras la limpia con un trapo y me toca la nostalgia, son un regalo de boda y también un contador que nos recuerda la finitud de nuestro relato). Una nochevieja más soltaremos pitidos terribles con las puñetitas que la niña ha comprado en el bazar, rozaremos el bochorno con los antifaces cuya goma deja más marca en la piel cada año, nos abrazaremos como si volviéramos de la guerra. Alguien que despertara de un letargo de cien años y asomara a las campanadas diría a qué santo este jolgorio y bien, le contestaríamos, estamos vivos, ¿qué más quieres?
Cumpliremos el ritual de la alegría pero podría igualmente ser un ritual funerario porque se solapa una despedida y una bienvenida y hemos elegido esto último, optamos por el gozo de lo nuevo porque así es la convención pero es tan arbitraria como las fronteras, el consenso sobre la belleza, sobre el triunfo, sobre lo que separa y divide y clasifica a mayor gloria de los ordenados del mundo. Quién si no los hombres dibujaron líneas rojas por las cordilleras, señales al borde de los caminos, iglesias o embajadas donde refugiarse de una amenaza, listados de normas que dictaminan quién y cuándo y cómo ha de vivir en cada circunscripción o mes o ciclo virtual, conceptos y cacharros que otros animales ignoran. Vuelvo a examinar a mi perra dormida y envidio su condición inmortal, ella no sabe que un año suyo es como siete míos.
Hay quien no quiere celebrar que el año cambie en el contador, ¿qué hará la noche del 31? Cenar pronto y meterse en la cama con tapones en los oídos, posiblemente con un par de ansiolíticos en el postre. Mikel Munarriz, un buen amigo al que despedimos hace poco, no cruza este umbral porque la fecha de su muerte ya sella su tumba y no cae de este lado del calendario. En el tanatorio, dejándome sobrecoger por las palabras de su hija, me preguntaba qué cosa es uno porque el amigo que yo había tratado no era ese ataúd ni ese cuerpo que yacía dentro. El hombre no es su carne compacta sino la forma en que afecta a los suyos, me dije. Saludé a gente venida de las cuatro esquinas del mapa y pensé que él será memoria viva mientras vivan sus obras, el fruto de su trabajo, el resonar de sus acciones en los demás, su habla, su vida en quienes cerraron su perímetro (todos los enfermos mentales a los que les ayudará el nuevo Plan de Salud Mental de esta Comunitat, sin ir más lejos). Trascendencia, ¿tiene eso algún asidero acaso, algún borde por donde empezar a medir y trocear? Lo que más somos es el efecto en los demás y nadie puede magrearlo ni someterlo a la convención de una frontera.
Sin embargo, vivimos rodeados de calendarios, relojes, campanadas, plazos. Al tiempo lo sometemos a métrica y a categorías, a una música interna, lo tratamos como si fuera cosa o persona y aún nadie sabe qué es. Lo tuteamos, ¿lo tuteamos?, ¿alguien le llama de usted? Celebrar el año nuevo parece una cortesía y parece que nos dirijamos al tiempo como a un vecino al que se aguanta con educación en el ascensor. Pase usted primero que baja antes, no usted, no usted. En el contador vemos cambiar los números con una risita tensa o cobarde colgada en la cara, hacemos sonar el manojo de llaves, ya hemos hablado del clima y no quedan temas (hoy, dios mío hoy: veinte grados y despeje absoluto en el cielo).
El tiempo nos incordia, digámoslo ya de forma abierta, pero hay que aceptar que viaje con nosotros, que viva en la misma finca, en el 2º A, en el portal de al lado, siempre pegado a los talones. No puede gustarle a nadie, por eso le hacemos un ritual de exorcismo en nochevieja.
Si uno se detiene demasiado rato a mirarlo, el tiempo se hace destructivo, por eso nos abalanzamos al año nuevo sin mirar atrás, con la VISA en la mano y ansia de consumir colas y grandes almacenes. Me asalta la melancolía de Jep Gambardella cuando cruzo Colón estos días y me vienen sus recetas para resistir la falta de sentido. “Todo está resguardado bajo la cháchara y el ruido - dice en La gran belleza - , el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo, los demacrados e inconstantes destellos de belleza, la decadencia, la desgracia y el hombre miserable”. Este dandy romano, vitriólico y tierno, es ya un icono de la posmodernidad. Parece sólo un lúcido perdedor abandonado al reino de lo mundano pero es el pez más resistente de su acuario. Estaba hecho para escribir, buscaba la gran belleza en Roma, le dice a la Santa, que convoca una bandada de flamencos en su terraza y se alimenta de raíces. Albert y yo volvemos de vez en cuando a la película de Sorrentino como quien deja caer en un vaso una aspirina efervescente: nos baja la fiebre, nos magnetiza, es un bálsamo por lo fragmentaria y onírica, por la poca prisa que tiene de contarnos una historia, por la libertad y la poesía de sus estampas desordenadas. Estos días raros me la tropiezo y me cura porque entramos en casa como soldados derrotados y Albert le ha dado al play en el salón, nadie quiere cenar más que un vaso de leche, los niños se borran con sus móviles en su cuarto. Al escuchar la banda sonora debo dejar mi libro y alcanzar el sofá como si fuera sonámbula, enroscarme a su lado y dejarme ir como si me hundiera desnuda en una bañera gigante. Es una película que no envejece, retrata de maravilla este siglo que nos abre en canal y nos exige que recojamos solos nuestros pedazos: no hay una trama cerrada, nadie llega a ninguna conclusión y, mientras se camina detrás de las preguntas se asiste a la belleza, a gloriosas alboradas, a silencios vibrantes y cielos prodigiosos.
Quizá Albert se hubiera hecho la ilusión de ser un poco Gambardella este año, de que me emborracharía por fin con esos gin tonics que me había prometido (se hizo con una ginebra buena y quiso comprar unos vasos especiales para perder de vista los que gastamos todo el año). Nada de esto se ha cumplido pero igualmente me siento borracha cuando veo la peli de Sorrentino. La vida es demasiado compleja para que la entienda un solo hombre, le contestará el protagonista al suicida existencial, el pobre chico herido de muerte por el absurdo. Y ese instante es la quintaesencia del hombre del siglo XXI, un antihéroe hermoso y terrible que apuntala el desencanto y la perplejidad.
Hemos entrado de gala en el año en que el Covid ya no amenaza y estamos aquí, estamos juntos: el año es nuestro. Es muy latoso el tiempo, qué le vamos a hacer, pero seguirá pasando sin pedirnos permiso. Nos convertirá en extraños ante el espejo, ante los hijos, el peluquero, el médico. Nos acercará en silencio a lo aberrante, a la transparencia, pero también nos ofrecerá vida mientras discurra, nos abrirá puertas. Nos lo da todo, desde la artrosis, o la inclinación de increpar al telediario, a la oportunidad de ver culminar sueños, proyectos, de ver crecer a los hijos o nietos, de asistir al tiempo contenido en ellos. Se merece una conga como las que organiza Gambardella en su ático romano, frente a un paisaje fantasmal, con una sonrisa prendida en la cara y un vaso de tubo en la mano. Feliz 2023.