Hermida Editores cuenta en su catálogo con esta joya de la ciencia ficción distópica escrita hace cien años que anticipó tiranías y que le costó al autor reconocimientos mundiales y el exilio
VALÈNCIA. Yo. Yo, y lo que muestro de mí. Yo y mi storytelling (mi narrativa). Yo y mi proyección. Yo y mi laboriosa apariencia. Frente a cada uno de nosotros cuando apoyamos el dedo sobre el icono de una red social en una pantalla táctil, un megayó constituido por todos los éxitos de una masa amorfa de contactos: premios que no hemos ganado, vacaciones de las que no hemos disfrutado, parejas que no hemos consolidado, bodas por todo lo alto que no hemos protagonizado, hijos risueños que no hemos tenido, ascensos que no hemos logrado. Cuerpos en forma contra viento y marea laboral. Occidente es el centro comercial del yo. Si no eres tú, no eres nada. Lo anodino no existe: salta en paracaídas. Despierta en una cabaña en las Bahamas. Nada en aguas cristalinas. A nadie le interesa todo lo demás. Es normal.
¿Por qué tendría que interesarnos la rutina? Interesa el yo y el nosotros siempre que la estampa sea bonita. Interesa el yo en una postal. La nuestra, en estas latitudes, es la era del individualismo maníaco, del vídeoselfie con nuestra efigie luciendo morritos y detrás la obra de arte, el monumento. Esto no es una condena: solo una constatación. Hail a los cuerpos bonitos, a los músculos esculpidos por intensas sesiones de CrossFit, a las instantáneas de abrazos a niños morenos en países lejanos. A las sonrisas con el mar de fondo. En la era del yo no hay espacio para lo colectivo. Sí: el cambio climático quizás se nos lleve por delante, o si no tanto, seguro que nos lo pondrá difícil. Pero será a otros. Será a los que vengan después. El infotenimiento alarmista, lejos de generar conciencia, radicaliza el culto al yo. No salimos mejores. Separamos los residuos, pero más allá de eso, ¿qué? Está la inflación. Está el precio de la luz. Está la sequía. Cunde el desánimo puntual. Triunfa la respuesta: lo único que tengo es mi esperanza de vida. La política, para los míos. Prosperan los bandos. El nosotros, ¿podríamos afirmar que existe? Quizás en la teoría.
El nosotros, ciertamente, es peligroso. Por culpa del yo. Lo sabemos desde hace tiempo. Lo sabía Evgueni Zamiatin a principios largos del siglo pasado. Lo vio venir. Zamiatin confió en las promesas de un mundo mejor, pero pronto le vio las orejas al lobo, y pasó de una censura y una persecución, a la contraria. Zamiatin se encontraba en el cruce de caminos entre lo viejo y lo nuevo, de una hegemonía a otra. Sin encontrar su lugar. Zamiatin pasó del yo de los zares al nosotros revolucionario. Y entonces, tras varias historias, escribió Nosotros, que aquí figura en el catálogo de Hermida Editores con traducción de Alejandro Ariel González. Con una extraordinaria lucidez —corría mil novecientos veintiuno cuando esta novela vio la luz—, Zamiatin dibuja un paisaje que nos recordará a muchos otros que han venido después: una ciudad de cristal en la que la libertad individual se considera una aberración indeseable, un mal del pasado superado por la construcción de una sociedad perfectamente planificada y sincronizada, aislada del resto del mundo por grandes muros, al otro lado de los cuales, la naturaleza, ejemplo de todo lo malo que la libertad implica, sigue amenazante su curso. En la ciudad de cristal las paredes opacas no son necesarias porque no hay nada que esconder al vecino, pero sobre todo al Bienhechor, figura cuasidivina y todopoderosa que vela por el bienestar de su nación, en la que las pasiones son reguladas aritméticamente y en la que solo lo racional se considera bello:
“Todos nosotros (y a lo mejor también ustedes), cuando éramos niños, en la escuela, leímos el más grande de todos los monumentos conservados de la literatura antigua: el Horario de los ferrocarriles. Pero pónganlo incluso a él al lado de la Tabla - y verán grafito y diamante: ambos contienen lo mismo —C, carbón—, pero ¡qué eterno y diáfano es el brillo del diamante! ¿A quién no se le corta el aliento cuando recorre con estrépito las páginas del Horario? Pero la Tabla de las Horas - transforma despierto a cada uno de nosotros en el héroe de acero y seis ruedas del gran poema. Todas las mañanas, con la precisión de seis ruedas, nosotros, millones, nos levantamos como un solo hombre a la misma hora y al mismo minuto. A la misma hora comenzamos millones nuestro trabajo - y millones lo terminamos. Y, fundidos en un único cuerpo de millones de manos, nos llevamos las cucharas a la boca a un mismo segundo designado por la Tabla - y al mismo segundo salimos a pasear y vamos al auditorio, al salón de ejercicios de Taylor y nos vamos a acostar...”.
No solo las ideas de Zamiatin fueron innovadoras, también lo fue su forma de narrar, que aquí nos llega traducida del ruso y por tanto con una lógica pérdida, pero que aun así resulta muy diferente a lo habitual. Con este recurso el autor busca ubicarnos en un futuro lejano, lo suficiente alejado en los siglos como para que una sociedad como la de la ciudad de cristal pudiese haber llegado hasta tal punto partiendo de un punto similar al presente de Zamiatin. El protagonista de la novela es el constructor principal de una nave con la que el Bienhechor pretende llevar su verdad más allá de la Tierra a otras especies, una verdad lo suficientemente bien razonada por el genial Zamiatin como para hacernos, al menos, dudar y pensar en ello: "Hablemos como lo hacen los adultos cuando los niños ya se han ido a acostar: digamos todo, hasta el final. Pregunto: ¿a qué han rezado, con qué han soñado, qué han anhelado los hombres desde que llevan pañales? Que alguien les dijera de una vez para siempre en qué consiste la felicidad y después los encadenara a ella. ¿Y qué otra cosa hacemos ahora sino eso? El antiguo sueño sobre el paraíso... Recuerde: en el paraíso ya no conocen el deseo, no conocen la piedad, no conocen el amor; allí solo hay ángeles, dichosos siervos de Dios con la fantasía extirpada (y solo por eso dichosos)".
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