Confieso que en fechas como la de hoy se complica la elaboración de una columna de opinión. La celebración del Día Internacional de las Mujeres, el 8M, es un evento de extraordinaria magnitud del que resulta casi imposible escapar. Lo notarán en los medios de comunicación. Si no fuera porque Europa vuelve a sangrar por una guerra (hay otras guerras, pero no están en este continente), el cien por cien de las noticias de hoy girarían en torno a la mujer. Y me da la impresión de que eso no es buena noticia, porque indica que sigue sin resolverse el desnivel existente entre ellas y nosotros. Si ya se hubiera alcanzado la igualdad plena, o si apenas quedaran unos flecos, la trascendencia y la relevancia de los actos de hoy se aguarían como un whisky de garrafón. Occidente progresa adecuadamente, a mi juicio, supongo que porque la insurrección de la mitad de la población no es algo que pueda contener ningún gobierno, por muy cerrado que sea. Pero aún cuesta erradicar el machismo a ras de suelo, en la sociedad en general, en la que se tienen que descostrar muchos atavismos, muchas tradiciones que, desde algunos ámbitos, aún se siguen venerando como mandamientos de no se sabe qué religión, porque prácticamente se han impuesto con todas. Se perciben cambios, avances, sobre todo entre las muchachas más jóvenes. Pero los faros deben seguir permanentemente alertas, porque la costa de las igualdades sigue llena de escollos.
"aún cuesta erradicar el machismo a ras de suelo"
Como no puedo aportar más que lo que mis colegas, sobre todo las periodistas especializadas en la perspectiva de género, llevan publicando todos estos días, me permitirán que me aleje un tanto del centro gravitatorio y me arrastre hacia la nostalgia, que como es un sentimiento que me extirparon en la adolescencia, me resulta fascinante. Todo surge de la reapertura, por parte de un amigo que no estoy seguro de que me deje citar su nombre, de lo que en mi barrio, soy de San Blas, fue un mito en los 80 y 90. Se trata de la tienda La Mosca Tumasa, en la calle de Santa Felicitas, cuyo eslogan, 'Casi todo lo tiene', es suficientemente elocuente. Quienes zascandileábamos ya en 1983, fecha de su apertura, acudíamos a comprar todo aquello que pudiera poner nerviosos a nuestros padres, desde petardos y golosinas a artículos de broma, por lo que el éxito lo tuvo asegurado. Con varios centros docentes cercanos, sobre todo los institutos Jorge Juan y Miguel Hernández, era casi escala obligatoria antes de las clases. O durante. Fue cambiando de manos, se mudó unos metros de su ubicación original y se fue diluyendo hasta cerrar en 2016.
El pasado lunes la visité. La mencioné en Twitter y la respuesta de la gente de mi edad fue inmediata y entusiasta. Es el poder de la nostalgia. La insistencia de los padres en que sus hijos vivan todo aquello que una vez les hizo felices. Un sentimiento poderoso que activa los targets de las agencias de publicidad y la avaricia de los productores cinematográficos y que, en ocasiones muy puntuales, como en este caso, puede estar justificado. Lo que me molesta de la nostalgia es que tiende a borrar todos los aspectos negativos de nuestro pasado, haciéndonos creer que fue mejor. Y no siempre es así. Aquellos adolescentes, chicos, de los 80 y 90 teníamos comportamientos con las adolescentes, chicas, que hoy no superarían el menor de los filtros. Nuestras madres tenían mucho menor acceso al mercado laboral, las labores cotidianas estaban sin repartir, los sueldos entre ambos géneros tenían diferencias siderales y ni la legislación ni la atención a, por ejemplo, las víctimas de agresiones sexuales, tenían la entidad y el cuidado que tienen ahora. Parafraseando a Woody Allen, el feminismo debe ser como un tiburón y estar en constante movimiento, porque si no avanza, muere. Estamos mejor que cuando sorbíamos los flashes que comprábamos en La Mosca Tumasa, pero todavía queda mucho por lo que arremangarse.
@Faroimpostor