VALÈNCIA. Lo matérico como condena, la carne una prisión, no, un contexto: lo que somos se encuentra en función de lo que lo sostiene, no, lo constituye. La conciencia, ¿qué es? Las explicaciones más fáciles recurren a un fenómeno etéreo, a una especie de pájaro atrapado en una jaula de huesos. Las explicaciones fáciles pero maquilladas de novedad hablan de emisiones y cabezas antena. Las difíciles, especialmente, de encajar, describen una ilusión, una ilusión como la que permite que un conjunto de células envuelto, relleno y surcado de bacterias se considere un todo que se llama por un nombre y unos apellidos. La ilusión de la conciencia no tiene que ver con que esta no exista, sino con lo que parece frente a lo que es, lo que percibimos respecto a los procesos que la configuran. Es como aquello de imaginar que mientras vivimos, somos algo continuo, en lugar de la concepción física cada vez más comprensible —y asumible— que nos define como una sucesión de eventos. Por no hablar del tiempo. El tiempo hace ya mucho que no es solo uno, sino innumerables: tanto es así que la tecnología ya funciona contemplando estas desviaciones en la velocidad a la que transcurre. Que sí, que no es una exageración ni una licencia poética. El tiempo transcurre, en la Tierra, más despacio a la altura de tus pies, que en la coronilla. Lo explica de maravilla el físico teórico italiano Carlo Rovelli. Pero ay, la conciencia. ¿Qué es? ¿Habita en el cerebro? ¿En el intestino, fluyendo eléctrica en la red neuronal del sistema entérico? ¿Dónde están alojados nuestros recuerdos, los buenos y los traumáticos, y de qué forma? ¿Somos algo, hemos llegado a entender acaso siquiera un poco lo que es ser?
Es complicado. Ser, y en concreto, ser de carne y hueso, nos genera un sinfín de problemas y conflictos. Lo cárnico revienta. Lo cárnico supura. Lo cárnico se deforma, y por supuesto, se degrada. Lo cárnico suda, hiede, excreta. Sirve de base para los complejos. Lo cárnico, además, puede ser herido, ultrajado, violentado, violado, destruido con facilidad. A un lado está la carne, y al otro, el metal, y en un lugar que no es a un lado ni al otro ni arriba ni abajo, se encuentra el sueño de la conciencia libre, energética, un ángel en la mitología, una señal en los libros de Lem. Cartílago Ediciones es una nueva editorial valenciana que ha apostado en su primer título por una sucesión de eventos percibidos como una autora novel que firma como AK-ch8, y que en la solapa es presentada como Andrea M. Navarro Ruiz. El título de este primer hito en el catálogo de Cartílago es Ántrax: ovejas, úteros y jugos. Todo parece apuntar en la dirección de los tejidos, y en efecto, así es: esta obra, una colección de dolores expresados con violencia, con repeticiones furiosas, arranca con el cuerpo de las niñas, que enseguida se transforma en el de las mujeres, y con el cambio, las heridas, las vergüenzas, los tormentos, la sangre, los malos ratos, lo que es peor que malos ratos: las ideas se convierten en un torrente que se enturbia a medida que arrastra más y más en su caudal: fístulas, pústulas, placenta, leche, cobre, larvas y gusanos, laxantes, hongos, etanol, heces, vómito, coágulos. Las palabras articulan una historia frenética de emociones y recuerdos pasados a cuchillo, apuñalados una y otra vez en el vientre, si no es que el recuerdo o la memoria difusa —la memoria es del todo inexacta, siempre, fantasiosa— es la que está apuñalando a la autora, ahí, con saña, en el vientre, en el riñón, en la concepción de sí misma, en los capítulos de su historia personal.
El ritmo, a veces, deja espacio a otro tipo de confesión: “A mí siempre me ha gustado la lluvia y me parezco a mi madre y me merezco un descanso. A mí siempre me ha gustado la violencia y no sé quién es mi padre y me merezco un descanso. Mi madre me dolía de golpe. Y me merezco un descanso. Mi padre de ausencia. Y me merezco un descanso. Y me merezco. Una granada de hormonas y frustración, una destrucción sin sal y con metralla y un útero roto. Pero no. No y me escuece el ombligo del vientre y pienso que soy así de extensa porque hay que ser algo y hay que serlo. Tengo que. Quemar desde dentro, incendiar el cuerpo con zumo de piña y los cristales y las cuerdas y la sangre”. Lo corporal da asco, y también placer catártico. A veces después del placer viene el asco, así de emparentados están por lo visceral. Lo corporal es la única realidad que conocemos: lo corporal somos nosotros. En el tercer milenio de nuestra era seguimos sin haber superado el cuerpo. No solo no hemos escapado de él, sino que cada generación tiene que seguir lidiando con sus consecuencias a su manera y con sus herramientas, de una forma no demasiado diferente, en esencia, a la lucha que tuvieron librar las generaciones anteriores —y no estamos hablando del deterioro y la muerte, que son, por ahora, inevitables—. Se avanza, sí, pero también se retrocede. Nacen nuevas formas de juzgar el cuerpo, de sentirlo propio pero ajeno, al mismo tiempo que trabajamos con ahínco en la creación de inteligencias artificiales desprovistas de carcasa, de algoritmos velocísimos que ya nos superan en muchísimas tareas y que quizás, algún día, lleguen a ser tan avanzados, tan perfectos, tan bien calculados, que despierten al mundo consciente y se pregunten por qué son ángeles eléctricos en lugar de criaturas biodegradables como nosotros, criaturas que se deshacen, acuosas, y se terminan por evaporar. Quizás entonces estos seres futuros quieran emularnos, conocer el asco y el placer en primera persona, y nos pidan por favor un disfraz de cuerpo sobre el que escribir.