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LA MANO INVISIBLE / OPINIÓN

Pecado venial

Foto: COTTONBRO STUDIO/PEXELS
25/10/2023 - 

Yo: “Buenos días, padre. Vengo a confesarme”.

El sacerdote, entre aburrido y ansioso por que termine su turno de tarde, eleva los ojos al cielo en signo de fatiga: “Pasa, hija. Arrodíllate. ¿Cuál es tu pecado?”.

Yo, visiblemente incómoda, porque hay un verdadero arrepentimiento: “Verá, padre; Llevo dos años engañando a las buenas gentes que me leen”.

El eclesiástico, teniendo una embarazosa sensación de comunión y hermanamiento conmigo en esa frase, que intenta salvar como puede: “¿Qué? ¿Octavillas prometiendo utopías republicano-marxistas otra vez? ¡De esto ya hemos hablado!”.

Yo: “Que no, padre. Y, además, ¡el marxismo no es una mentira! Pero es que, además, no es eso…. Es que creo que, tal cual están las cosas, me adscribo a la escuela... Post Chicago en la aplicación del Derecho de la competencia y puedo haber dado a entender otra cosa”.

El cura, antes de que termine la frase y como activado por un resorte, se levanta con las manos alzadas al cielo o eso cree el espectador intuir por el golpe seco que se oye al dar su cabeza (es muy alto) contra el techo del receptáculo dentro del que la gente se desahoga y se hace perdonar por un señor celestial a través de señor carnal interpuesto: “¿Cómo es eso? Un milagro se ha obrado. Rápido, informemos al Vaticano”.

Yo, cada vez más marcadamente molesta: “No es tan sencillo. Ármese de paciencia que esto lleva lo suyo”.

Clérigo, inspirando profundamente resignado, piensa para sí que tiene que pedir el traslado de parroquia porque no puede tolerar durante más tiempo los lamentos sobre política económica de esta señora que ni siquiera sabe que se empieza con un “avemaríapurísima” y que lo usa como frontón: “No te guardes nada dentro, hija. Empecemos por el principio”.

Yo, como sé la que se viene, me aclaro la garganta y doy comienzo al soliloquio: “Yo sueño que estoy aquí destas indecisiones cargada, y soñé que en otra etapa más decidida me vi. ¿Qué es la economía?: un frenesí. ¿Qué es la competencia?: una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor operador puede considerarse pequeño, que toda la competencia es sueño, y los sueños, sueños son”.

Yo sé que en algún momento he insinuado que comulgo con el ordoliberalismo y la escuela brandeisiana, puestos a mantenernos en un modelo capitalista. Eso no es una mentira. Creo que una economía que funciona de forma deficiente y, sobre todo, que está concentrada, puede generar disfunciones a muchos niveles no estricta o directamente económicos, perjudicándonos no sólo en tanto que consumidores, sino como ciudadanos, en términos de reducción de la calidad democrática (tal y como hablamos en su momento cuando nos referimos a los problemas de prensa, pero también, a través de la vía clásica, la de los grandes lobbies y, claro, por qué no, la peligrosa pendiente fascista por la que nos deslizamos rápida y cómodamente cuando asoman la patita crisis profundas), pero también en materia laboral o de empleo (reduciendo los puestos de trabajo y empeorando sus condiciones), profundizando el cañón de la desigualdad social, dañando el medioambiente y un largo etcétera más de plagas sobre bienes públicos que deberíamos proteger con ahínco.

Dicho esto, ¿creo que han de ser las autoridades de la competencia sus patrocinadoras? No. En ningún caso. Voy a intentar explicar por qué y si no os convenzo, ya rezo las cosas que haya que rezar y me aprieto el cilicio un poco modo penitente on.

El resumen de lo que voy a contaros se reduce a esta idea sencilla: El Derecho de la competencia, aplicado por una sola autoridad independiente, no puede ser el único -ni el más importante- instrumento de política (económica) de un Estado con el que se pretenda garantizar la obtención de todos los bienes jurídicos (y más) a los que hemos aludido. Y no puede serlo en ninguno de estos dos escenarios: bien porque se piense que el buen funcionamiento del mercado es suficiente, bien porque se considere que las autoridades de competencia pueden y deben defenderlo todo, que es la idea presuntamente progresista que tenemos ahora, y de la que yo abjuro.

Foto: MART PRODUCTION/PEXELS

En el primer caso, no creo que sea la solución oportuna porque ésa sería la más liberal y desentendida de todas las posturas a la que, por supuesto, yo no me adscribo. No creo que el mercado funcionando correctamente sea quien pueda y tenga que evitar la hecatombe climática, igual que no creo éste pueda satisfacer las necesidades sociales que nos benefician a todos, sin ninguna intervención más allá de la garantía de su correcto funcionamiento, corrigiendo la desigualdad social y, mucho menos creo que pueda salvaguardar la Democracia. Por supuesto, su funcionamiento higiénico contribuye en cierta medida a que alguno de estos fines se cumpla, y por eso es una de las herramientas que tenemos a nuestra disposición y cuyo seguimiento se adjudica a las autoridades de la competencia. Pero ni es suficiente, ni puede con todos, ni mucho menos es democrático directamente.

Tampoco quiero que las autoridades de la competencia se erijan en garantes de Todo. Deberían, en cambio, limitar sus esfuerzos al estudio de las prácticas eficientes que benefician a los consumidores. ¿Esto quiere decir que la eficiencia y el bienestar del consumidor se ponen por encima del resto de intereses económicos y extra-económicos, que quedarían relegados o se dejarían inalcanzados? Me ofende esta pregunta a estas alturas. Evidentemente, no. Pero, hasta donde yo sé, los Estados tienen una batería de medidas a su disposición para poder garantizar que se cumplen los objetivos de otras formas, que son mucho más democráticas, que garantizan que el poder económico no se concentra (y que, si lo hace, no daña a los ciudadanos) y que no incluyen esquizofrenia teleológica dentro de una única institución.

Podría dejarlo aquí, apagar la luz e irme a casa (y probablemente sería mi mejor opción. Pero adoptar decisiones acertadas no es algo que me caracterice). No obstante, permitidme abusar de vuestra paciencia un poco más y aterrizarlo en concentraciones.

Este debate sobre los fines del Derecho de la competencia lleva mucho tiempo sobrevolando el Derecho antitrust y se ha recrudecido en esta última fase -porque USA está cambiando el paradigma hacia lo que se conoce como hipster antitrust- con la publicación de las nuevas directrices de concentraciones, que es la parte casi más de política económica de competencia, donde se han enfrentado dos formas de entender el Derecho de la competencia: los post o neo-chicagoan y los neo-brandeisianos.

La postura de los primeros, a la que he sugerido que me encontraría más próxima, sigue utilizando como criterio de aplicación el bienestar del consumidor (CWS), pero de una forma matizada. Si bien en la versión clásica éste se medía en términos de eficiencia estática (una concepción muy limitada y conservadora: precio a corto plazo y output), la fórmula remasterizada se amplía para incluir otras variables en la ecuación (innovación, calidad y visiones dinámicas del mercado). Sigue, no obstante, pivotando alrededor del consumidor y su bienestar económico, alcanzado de la mano de la eficiencia, los beneficios de la cual no se retienen por el empresario, sino que se trasladan. Se trata de un parámetro poco claro y exacto (y acojo todas las críticas de cómo se ha retorcido interesadamente hasta el momento), pero es una guía de instrucciones que permite, sin pecar de reduccionismo, ofrecer un camino más o menos despejado de enforcement. Se autorizará una concentración cuando se aumente el bienestar del consumidor en esa medida. Esto quiere decir que, *desde una perspectiva de eficiencia*, ser grande no es malo per se, siempre que se trasladen las ganancias (en precios, en innovación o calidad) aguas-abajo.

Aquí permitidme que haga un ataque defensivo preventivo, anticipándome a las hordas de contra-argumentos, y os recuerde que hay estudios económicos que prueban que, a partir de determinado número de operadores en el mercado, las cosas se ponen castaño oscuras para el consumidor. Algo que se ignora flagrantemente por parte de quienes ondean la bandera (post) Chicagoan que, por supuesto, son del liberalismo del que tengo aquí colgado (el liberalismo, en contra de lo que pueda parecer, no es un “me desentiendo de todo”. Es un “aquí hay que trabajar mucho para garantizar que el mercado no se me desmadra como una jauría de animales salvajes y rabiosos”). Se les atribuye la responsabilidad a los representantes de esta escuela de las altas tasas de concentración de la economía mundial. Y, para ser justos, sólo tienen razón en parte. Porque, aunque es verdad que, bajo su doctrina, la intervención de las autoridades de la competencia será menor que con el moderneo brandeisiano, nunca debería haberse relajado tanto. Hay concentraciones que, incluso bajo sus parámetros de intervención, deberían haberse frenado en seco. No por nada, sino porque midiendo el efecto que van a tener en los mercados, se puede prever que el precio va a subir y la innovación va a retroceder al nivel de “¿penicilina? Quita, donde haya un buen exorcismo, nos apañamos”.

Foto: MART PRODUCTION/PEXELS

El cura gruñe ofendido por el cuestionamiento de la utilidad de este procedimiento de medicina tradicional religiosa.

Los neobrandeisianos, que pretenden utilizar el Derecho de la competencia como un instrumento que permita alcanzar fines extra-eficientistas (mercado laboral, igualdad social, medio ambiente, protección del pequeño empresario) y, en algunos casos, incluso extra- económicos (incremento de la democracia), parten de un estándar distinto, o de muchos distintos.

Todos estos fines, por supuesto, yo puedo suscribirlos en mayor o menor medida. Ésa no es la duda ni el problema y que cada uno examine su conciencia en estos asuntos. La cuestión es si su protección tiene que mediarse por la autoridad de competencia como si fueran el chico para todo. Y la pregunta no es caprichosa y sus consecuencias jurídico-económicas y democráticas son potencialmente enormes. Para empezar: yo no quiero a una autoridad independiente, el escrutinio político de la cual es risible (no por su culpa, sino porque el diseño institucional es el que es; y sólo controlada por el poder judicial y muy restringidamente por un tema de discrecionalidad aplicada con mucha liberalidad) valorando qué política laboral o medioambiental o de igualdad social o de diseño de mercado debemos tener. Esas decisiones convendría adoptarlas democráticamente. Sólo por esto ya creo que la postura podría descartarse. Pero hay más: no quiero tener autoridades que lo hacen Todo, concentrando poderes omnívora y vorazmente. Si no es buena la concentración en la economía, tampoco lo es políticamente sin controlar. Y adicionalmente, aunque esto sea más técnico, también hay que tener cuidado porque los fines que pretendemos que defienda la autoridad son, en ocasiones, contradictorios o difíciles de armonizar entre sí, generando un nivel de seguridad jurídica en un órgano sancionador tendente a ninguno.

El gobierno es quien debe hacer política económica que ora se centre en la eficiencia, ora la considere y, sin embargo, decida primando otras cuestiones. ¿Quiere que se tenga en cuenta el medio ambiente? Proponga normas para que se aprueben por el legislativo en ese sentido. Lo mismo sobre el resto de bienes jurídicos, como la mejora de las condiciones laborales y el empleo, la protección del pequeño empresario, la desigualdad social, etc.

Pero, la legislación europea -tanto la doméstica como la comunitaria- tiene un problema con esta idea de base que acabo de esbozar: y es que, si queremos ser “puros” (centrándolo en la eficiencia que beneficia al consumidor) con el Derecho antitrust, tenemos que dejarle un margen al gobierno para poder maniobrar cuando haya objetivos más importantes que el bienestar del consumidor, que se vean comprometidos por la concentración o cualquier conducta antitrust. Y esta posibilidad, desgraciadamente, no la tenemos tan abierta. Nos hemos dotado de una legislación que sólo, exclusiva, única y meramente permite a los gobiernos autorizar concentraciones que hubieran sido prohibidas por la AC en base a cuestiones relativas al mantenimiento de la “competencia efectiva en los mercados” y no a la inversa. Esto es, no se pueden frenar concentraciones que sean eficientes. No hay forma humana. Y es curioso, porque muchas de las razones que se enuncian en la regulación (defensa y seguridad nacional, protección de la seguridad o salud públicas, protección del medio ambiente, promoción de la investigación y el desarrollo tecnológicos, garantía de un adecuado mantenimiento de los objetivos de la regulación sectorial), que permitirían desautorizar a la autoridad, más bien apuntan a la conveniencia de impedir la operación, no de convalidarla.

El diseño que tenemos no responde, por lo tanto, ni siquiera a un problema de estricta separación de facultades, otorgando el poder decisor al órgano más especializado y técnico, porque para permitir la concentración ineficiente sí nos podemos saltar su criterio. Revela, en cambio, una visión pro-concentrativa de la economía, donde probablemente todavía subyace la idea de que más grande es mejor, per se. Y esa asunción automática es errónea, no sólo desde un enfoque eficientista, sino, también desde otras perspectivas y protección de aspectos más importantes.

Yo: “Y esto es lo que quería contarle, padre; que se pretende curar todas las enfermedades de la sociedad con una única y sola medicina -el buen funcionamiento del mercado- que se administra, además, por una única autoridad, casi alcanzando niveles divinos”.

Vicario (abriendo mucho los ojos con esta última comparación): “Entiendo, hija. Tu alma está enferma, pero no tanto”.

Yo: “Gracias, padre. Ah… una cosa más”.

Confesor (oliéndose lo que viene a continuación): “Sí, sí, ya sé. La arenga republicana habitual”.

Yo: “¡chí!”.

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