VALÈNCIA. Resulta extraño pensar que cualquier cosa terrestre de la que nos rodeemos pueda resultar antinatural y enemiga del planeta: que algo tenga la capacidad de matarnos o de destruir nuestro mundo —es decir, las condiciones para que seamos capaces de existir, o aquello que nos agrada—, no significa más que eso, que se nos puede llevar a nosotros por delante. Incluso aunque acabe también con los perros, los gatos, los delfines, los capibaras o las supuestamente indestructibles cucarachas —sí, ese animal que sobreviviría blabla nuclear bla—, esa cosa exterminadora no dejará de ser una posible combinación de los elementos que la Tierra contempla. Otra cuestión sería una variable extraterrestre, un meteorito, una sustancia de otra galaxia, de otro universo con otras leyes físicas distintas. Quién sabe. Ahí sí podríamos, a punto de ser desintegrados, elevar un dedo acusador apuntando a la variable foránea, pero quitando eso, ¿qué más le da al planeta estar cubierto de océanos de agua o de metano? De hecho la superficie es una pequeñísima porción del planeta. La fiesta se está celebrando bajo nuestros pies, y todavía no sabemos mucho del cómo. Al planeta, que los mares estén a rebosar de plástico no le parece nada mal, en primer lugar, porque nada le parece o le deja de parecer ya que no dispone de esa facultad. En segundo, porque el plástico, con toda su artificialidad, ni siquiera es tan longevo. En un par de jornadas geológicas sería un recuerdo degradado del pasado. Pan comido. Lo que pasa es que el plástico, ese material que revolucionó nuestras vidas con sus maravillosas propiedades, se encuentra diseminado por todas partes fuera de control, y esto sí, nos puede poner las cosas difíciles (a nosotros y a muchas de las criaturas con las que convivimos) , además de hacerlo todo insoportablemente feo.
En la canción de Rubén Blades se cantaba a una chica plástica, a una pareja plástica, y a una ciudad de plástico de edificios cancerosos y corazón de oropel, donde en vez de sol amanece un dólar, y nadie ríe ni llora, y la gente tiene rostros de poliéster que escuchan sin oír y miran sin ver. En Plasticman, nuevo libro del profesor de química, escritor y editor Ximo Rochera —que publica Eolas Ediciones—, hay un narrador frío y desagradable como el roce de un plástico a la deriva cuando uno se encuentra en el agua en la playa. Ese narrador, que desde el principio se jacta de una determinación y una crueldad inhumanas, es la encarnación del material plástico al que antes reverenciábamos y hoy miramos con repugnancia, cuya única culpa es haber sido usado hasta la saciedad y luego abandonado de cualquier manera.
Plasticman nos revela sus planes para acabar con todo: el proceso ya está en marcha, y él, que no tiene miedo (ni cerebro ni dolor, no brain, no pain), simplemente aguardará a que el plástico lo haya cubierto todo, un film terminal que se adentra en nuestros organismos silenciosamente, que se extiende continente a continente y célula a célula hasta que algún día todo quede envasado y preservado en la muerte, un planeta entero protegido por una piel plástica, sofocado y detenido hasta la disolución de la polimerosfera al cabo de mil años. Pero, ¿quién es Plasticman, de dónde procede su odio? ¿Cuál es su historia? Su naturaleza va mucho más allá de la figura del antihéroe: tiene más que ver con un villano, con un Joker falaz que nos engaña con cada palabra que sale de su boca desgarrada. Plasticman es una historia viviente, pero no sabemos cuál. ¿Y quién es M, y quién J? ¿Por qué desapareció J? ¿A quién voló los sesos la escopeta de papá?
“Cuando M estaba embarazada tuve que acompañarla al médico, a clases de parto y a la piscina. No me quejé. Entendía que debía ser así —deesaformatanantinatural—; se lo debía. Recuerdo el agua caliente de la piscina. Imaginaba la cantidad de personas que se habían meado en ella. Cientos de niños, abuelos, mujeres, hombres, tarados, superdotados, guapos, feos, altos, enanos, gordos, raquíticos, lisiados, deformes orinando mientras movían sus brazos y sus piernas. Penes y vaginas esparciendo toxinas por sus finas uretras para que todos lo tragásemos sin saberlo. El ciclo de la vida. Pelos sumergidos en el agua a diferente profundidad: rojos, negros, castaños, rubios, largos, cortos, púbicos, del sobaco, del pecho, finos, gruesos, rizados, canos. Kilos de queratina buceando libremente, enredándose entre los dedos, acariciando tu rostro. Nunca más he vuelto a entrar en una piscina. Después de eso estuve un mes sin ducharme, incluso sin lavarme las manos. Hasta que el olor, mi propio hedor, me resulto insoportable. No sé si M llegó a quejarse. Ya hacía tiempo que no le prestaba atención. El mar es mucho más limpio. Los orines son como pequeñas alícuotas infinitesimales que no llegan a molestar”.
En Plasticman los medios líquidos juegan un papel esencial: el agua es ese medio del que venimos y en el que a veces nos ahogamos. Al agua maternal van nuestros desechos, el mar comienza en las alcantarillas de nuestras ciudades, en la mar océana se multiplican los plásticos como una nueva especie con la misión de heredar la Tierra: bajo la protección de las olas, flotando mecidos por su vaivén o su amontañarse furioso, descansando en el lecho marino; los plásticos se deshacen para dar lugar a bancos enteros de su prole microplástica. Plasticman desea ser también algo nuevo, el primero de una estirpe de heraldos de la extinción. Rochera le ha dado ese poder con el acontecimiento de un libro tremendamente bien escrito, con un estilo que se estira en filamentos donde se apelmazan las palabras o se fragmenta y se disuelve en la página; la historia de Plasticman, a la deriva, nos alcanza finalmente, se nos atraganta, nos intoxica. El libro termina, pero el recuerdo de una gran lectura queda depositado en nuestra mente, quién podría decir si cada vez más o menos plástica.