Lo mejor de este domingo, de ayer, ha sido un nuevo aroma en los patios interiores de mi casa. Un exquisito sofrito dejó entrever, desde el primer momento, que unos pequeños ramos de coliflor se iban rehogando en la paella, rociada de un buen aceite de oliva junto al tomate, dientes de ajos y un ramillete de ajos tiernos. Sublime y celestial, porque, además, pude intuir a pulmón abierto el olor del bacalao desalado y troceado.
Mientras el sol de invierno caía plomizo y con calor sobre la ciudad, los olores de las comidas de domingo recorrían las calles y la plaza de Tetuán, con nuestra esbelta Minerva Paranoica de Miquel Navarro, con sus terrazas y restaurantes a la brasa, con un Mesón Navarro que cumple esta semana 50 años de permanencia. Olores de revueltos de setas, pimientos fritos, alcachofas, berenjenas, torreznos, de longanizas, chorizos y butifarras a la brasa. Un festival dominical que reina en mi barrio y que nos devuelve la alegría de los domingos perezosos y cansinos.
El olor a coliflor y a repollo, o col, es, sin duda, uno de los matices más intensos que residen en la memoria. Ese olor adherido y permanente, en las escaleras de la infancia y adolescencia, transita en nuestras vidas como una marca de aquello que vivimos y que nos atormentaba. Era la precariedad, la ausencia de poder elegir otros productos, la necesidad de ahorrar a base de col, patatas, tocino, huevos y coliflor.
Somos una generación que llevamos impreso este olor a col en los pliegues de la piel. Como el olor a una interminable variedad de arroces cocinados con lo poco que quedaba en las despensas. Mi abuela Pepita de Gavarda era maestra en la magia de cuatro cosas convertidas en majar cuando posaba la paella sobre los troncos y brasas de madera de naranjos. Era la cocina de la pobreza y de la tradición pobre de tantos y tantos años de oscuridad. Era la mejor cocina.
Mi querida vecina octogenaria es la autora de la paella de coliflor y bacalao, además de sus hilos de azafrán y esos ajos tiernos que se descubren tímidamente entre los granos de arroz. Ha venido a casa a traerme un plato de este manjar. Pero me he ido con ella a su casa, junto con mi perro Pancho que parece una tortuga en su letargo invernal.
Intuyendo sus pretensiones, había preparado, como especie de trueque, una crema árabe de berenjenas, una receta palestina que a ella le encanta y que no entiende cómo no forma parte de nuestra dieta mediterránea. Hemos ascendido en el ascensor los pisos que nos separan, junto a mi Pancho perezoso y viejito.
Comiendo y gozando con lo cocinado, y sentadas en esa maravillosa mesa camilla, nos hemos sentido seres solitarios frente a una actualidad deprimente, frente a un mundo “que no quiero ni me gusta”, tal como ha descrito mi vecina.
En la mesa de los domingos, cuando teníamos familia reunida, los temas actuales eran trepidantes. Cada cual expresaba su opinión, cada cual se emocionaba o entusiasmaba con cualquier tema. Mi vecina, ella y yo, hemos hecho lo mismo. Solo dos personas contorneándonos con un quiebro común al comentar la barbaridad e inmoralidad del salario del presidente de la CEOE, de la Patronal de todas las patronales. 400.000 euros al año para quién debería dar ejemplo de solidaridad y modestia en los tiempos que corren. Mi vecina, viuda de un importante empresario venido a menos, comenta que quien contrata a trabajadores no puede permitirse ese insultante e desproporcionado salario. Es inmoral, apunta.
Es tan inmoral este tipo de decisiones, sumando los mega sueldos de directivos bancarios y de grandes empresas, que provoca la desolación e inseguridad de una sociedad mayoritaria que no llega a final de mes. Mi vecina pregunta si alguien es consciente de este momento de vértigo, si alguien ha evaluado las consecuencias de estos sueldos estratosféricos en un contexto de precariedad laboral y desencanto ciudadano.
Apuramos la comida rascando sus restos, pillando esos ajos tiernos que se quedaron adheridos en los bordes de la paella. Qué soledad le queda al recipiente cuando hemos terminado con todo. Qué pena, añade mi vecina, que estemos transitando hasta la destrucción de un sistema de valores que creíamos invencible.
Hemos decidido cruzar los dedos ante aquello que se nos viene encima. Si a las grandes empresas y empresarios no les importa la equidad, si no tienen un ápice de sensibilidad social y si nadie pone remedio a tanto abuso y despropósito, que nadie se sorprenda de que un día, en cualquier instante, a una hora concreta, salga toda la ciudadanía a la calle a reivindicar justicia y dignidad. Así no podemos seguir, es como una especie de bomba de relojería, añade mi vecina octogenaria.
Con los espirituales de la sobremesa hemos reído y soñado. Y hemos compartido lo bueno que nos dejó la ceremonia de la entrega de los premios Goya en Sevilla. Porque nos gustó todo, casi todo. Mi querida vecina decía que estuvo entusiasmada por la elegancia de la gala, la sobriedad y porque se reivindicó todo aquello que nos duele cada día. Más mujeres protagonistas y visibilizabas. Más inclusión con las personas con discapacidad que merecen todo el respeto y estima, igual que la reivindicación de los cuerpos diferentes, de los que piensan distinto, de quienes hablan lenguas distintas, de quienes se aman distinto. Decidimos, tras compartir tantas sensaciones, que ha sido la gala de los Goya que más nos ha gustado. Porque, sobre todo, nuestro admirado Carlos Saura recorrió con su arte cada pauta del evento.
Acabamos la sobremesa con mi ordenador, escuchando a todo volumen Porque te vas, aquella canción de Jeanette creada para la magistral película Cría Cuervos, de Saura. Emocionadas, nos pusimos a bailar, como aquellas niñas, como aquella escena con una increíble Ana Torrent, reviviendo a la maga Geraldine Chaplin. Mi vecina, y yo misma, volvimos a ver el maravilloso tarareo de esta canción por la genial Juliette Binoche. La tarde se nos fue cómo se van otras tardes, otros ratos y otros días, con esas sonrisas y esas miradas que quedan solas. Seguimos labrando caminos que no conocemos, ni sabemos cuáles serán sus cosechas y su destino. Pero no dejamos de sembrar semillas, nunca. Las semillas de la diferencia de los seres que sobreviven con toda la dignidad.