El próximo 27 de noviembre Raquel Aparicio y Eduardo Barba presentarán 'Una flor en el asfalto', un libro plagado de clorofila indómita, en el Jardí Botànic de València
VALÈNCIA. Lo suyo es brotar sin pedir permiso (ni perdón). En las grietas de ese muro por el que pasas de camino al metro cada mañana o junto al portal donde has hecho tantas promesas. Abriéndose camino por los adoquines de la acera o rompiendo la aridez de ese solar de futuro incierto. Sea la calle de la Escuela del Temple o la avenida Emili Baró. En Patraix y en Campanar. En las plazas de Orriols y en las del Cabanyal. Las plantas urbanas, aquellas que crecen espontáneamente en el hormigón, cohabitan con nosotros aunque apenas les prestemos atención. Doctoradas cum laude en eso de la resiliencia, cargan con el estigma de ser consideradas una molestia y contradecir la visión aséptica e insípida que algunos tienen de lo que debería ser una ciudad. Su misma existencia es una reivindicación de la belleza que surge sin preaviso en las rendijas menos halagüeñas y de la importancia de defender una biodiversidad que, sin grandes alharacas, hace de la vida en este planeta algo mucho menos horripilante.
Así que, hartas de ser tildadas de feas y sucias, estas ‘malas hierbas’ toman la palabra en Una flor en el asfalto (Tres Hermanas Ediciones, 2021). El volumen -- que cuenta con las ilustraciones de Raquel Aparicio y los textos de Eduardo Barba, jardinero, paisajista e investigador botánico en obras de arte-- reúne las peripecias de 50 especies diferentes con muchas ganas de contar su versión de la historia y sacudirse los prejuicios que les persiguen. Además de la información básica sobre cada planta y sus características, cada capítulo desgrana los usos tradicionales que se les han dado o las leyendas que circulan a su alrededor.
La obra se estructura en cuatro bloques correspondientes a los principales ecosistemas en los que brotan estos hierbajos heroicos. Así, encontramos un apartado dedicado a la flora de las calles, como la sagina, la lechuga, el silvestre, el lamio o el mastuerzo menor (que además de alguien poco brillante, es un amigo herbáceo). Tenemos los muros, por donde se cuela la vida en forma de cimbalaria, ombligo de Venus, celidonia o uva de gato. También los parques, en los que los setos perfectamente podados y los planteles de flores programados y presupuestados crecen junto a habitantes salvajes: pamplinas, verdolagas, dientes de león, verónicas… La publicación de Tres Hermanas se cierra con el capítulo dedicado a esos no lugares de la cotidianeidad que son los descampados. En ellos se dan cita el cardo corredor, la achicoria, el alfilerillo de pastor, la amapola o la olivarda.
Como tantas otras creaciones que están poblando últimamente nuestras geografías culturales, Una flor en el asfalto es también hijo de la pandemia. “Durante el confinamiento, veía esas hierbas y flores por las ventanas, al salir a comprar o en los primeros paseos. Las observaba brotar espléndidas y sin recibir pisotones y hasta me sentía un poco identificada con ellas por su capacidad de aguantar en momentos duros como los que nosotros mismos estábamos atravesando. Pero, a pesar de mirarlas tanto, no era capaz de identificarlas, de ahí surgió la idea del libro”, resalta la ilustradora, quien resalta el alma subversiva de estas especies: “me gusta llamarlas ‘plantas punkis’ porque escapan del ordenamiento paisajístico urbano”.
De igual manera, para Barba, la chirivita, la fumaria, o la lechetrezna constituyen “unas fieles compañeras de nuestro vagar diario por la ciudad. Están presentes prácticamente en cualquier espacio de la ciudad, es muy raro no tener alguna cerca. Además, se trata de especies que están denostadas desde siempre, de ahí lo de llamarlas ‘malas hierbas’. Así que queríamos dignificar a estas especies y su función en los entornos urbanos, que serían mucho menos habitables sin ellas”, sostiene Barba, autor del ensayo El jardín del Prado(Espasa), que recoge la flora representada en las piezas de ese museo.
En ese sentido, el libro se alza como firme defensor de las hierbas urbanas en sus variopintas vertientes. Para empezar, “nos aportan una biodiversidad indispensable. Por ejemplo, atraen a insectos responsables de la polinización y a algunos capaces de luchar contra las plagas que afectan a nuestros jardines. Además, sirven de alimentos para a los pájaros una fauna imprescindible en la ciudad. Es decir, luchan porque tengamos un mejor equilibrio natural en nuestro día a día. También ayudan a generar un suelo más rico con sus ciclos biológicos.”, expone Barba. Pero más allá de sus labores utilitarias, el experto defiende el rol estético de estos vegetales: “son plantas que adornan nuestros alcorques y aceras aportándonos mucha belleza en el caminar. Una amapola o una zamárraga que habiten nuestro barrio van a hacerlo más hermoso. Mirar de cerca un diente de león ya es un ejercicio de placer visual”.
Hay algo empapado de lirismo en esa planta que va abriéndose paso a través de la grieta de un muro, de esa flor que brota junto a un paso de peatones. Quizás, un stendhalazo express en un día de ajetreo inane; quizás una señal de que lo inesperado, de que la maravilla, es posible en los rincones más prosaicos. Como decía Pizarnik, “una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”. “Pensamos en las ciudades como un donde solo hay espacio para el adoquín y el hormigón. Pero cuando observamos esa planta que crece en la grieta de un muro, nos sirve como llamada de atención, nos recuerda que la naturaleza nos rodea y que es irrefrenable: no hay asfalto que sea capaz de tener el pulso y el ciclo vital de toda esa savia que bulle ahí abajo --reflexiona Barba--. Y creo que somos más felices cuando tomamos conciencia de esa belleza vegetal que nos espera si sabemos enfocar, si nos fijamos en ellas”.
El universo de las hierbas salvajes es extremadamente amplio y está repleto de primas lejanas, por lo que reducir la lista hasta llegar a 50 fue una de las tareas fundamentales a la hora de confeccionar este volumen. Como subraya su autor, se optó por elegir especies “muy habituales, que podían encontrarse en prácticamente todas las urbes españolas. Buscábamos que cualquier lector, al salir de casa, se las pudiese encontrar en su barrio, ya sea Cádiz, València o Toledo. De hecho, es muy probable que los lectores hayan visto alguna vez el 80% de las plantas que aparecen en esas páginas, que hayan pasado por su lado, pero sin darse cuenta”.
No en vano, la mayoría de protagonistas de Una flor en el asfalto, comparten leitmotiv: han echado raíces en todo tipo de latitudes. Así, podemos hablar de una flora urbana común en casi todos los confines del planeta. Según Barba: “al ser unas grandísimas exploradoras y contar con métodos de reproducción y expansión muy potentes, estas hierbas han sido capaces de colonizar con mayor o menor densidad prácticamente todos los continentes. Como los seres humanos. A la Antártida no han llegado por su clima extremo, sin embargo algunas están en islas cercanas como Campbell. Hablamos de hierbas acostumbradas a crecer, sobrevivir y resistir en suelos empobrecidos, con apenas fertilidad”.
De hecho, una de las claves en las ilustraciones de Aparicio para este volumen ha sido el trabajo de campo en València: “me he recorrido andando todos los barrios de la ciudad buscando todo tipo de plantas. Llegué a la playa y a municipios de la periferia urbana, como Burjassot, caminando, claro, porque es la forma de poder detenerte y mirar despacio. Y me parece fascinante su capacidad de aclimatarse a rincones en los que no pensarían que pudieran sobrevivir”. En esa expedición de anhelos herbáceos, la creadora destaca especialmente las ‘malas hierbas’ que crecen en el antiguo cauce del río Turia y sus alrededores: “esa zona es un vergel para las plantas urbanas. Hay de todo tipo. Se podría realizar un paseo botánico solo con los cientos de variedades que se pueden encontrar en sus muros y en los márgenes que dan a la calle”.
Hartas del menosprecio de sus conciudadanos bípedos, cada una de las 50 especies que desfilan por este volumen agarran el micrófono y deciden describirse y contar sus victorias y sus fracasos, sus miedos y aspiraciones. Las hay gamberras, presumidas, sentimentales, temerosas...“Desde el principio, quería que cada planta hablase de sí misma y tuviera su propia forma de expresarse, al estilo de la rosa de El Principito. Que cada una tuviera su propia personalidad o, como decimos en el libro, ‘plantalidad’. Llevo observando a estas especies desde que era muy niño, de hecho, con menos de diez años ya me fijaba en estas hierbas, las cogía de descampados y las plantaba en macetas en mi casa. Así, en mi terraza crecían malvas, cerrajas… Creo que era una manera perfecta para que la planta nos contara sus problemas vitales, sus procesos, sus inquietudes y métodos de supervivencia”, señala Barba.
El trabajo de Aparicio combina aquí las láminas botánicas de ecos preciosistas, que inciden en ese objetivo de ensalzar la dignidad del vilipendiado hierbajo común, con pequeños esbozos y bocetos más informales a tinta que recogen algunos de los detalles que las plantas confiesan sobre sí mismas. “Dibujar botánica es, en cierta manera, dibujar anatomía y puede resultar muy complejo porque hay plantas que yo confundía porque me parecían muy similares, pero al estudiarlas con detenimiento empezabas a notar todas sus diferencias. Me ha encantado ese proceso de comenzar a observar de otra forma. He recurrido, además, a los grandes dibujantes botánicos clásicos para descubrir qué soluciones habían empleado ellos para poder transmitir mejor los detalles de cada especie”, indica Aparicio.
Acabamos esta carta de amor a la maleza tratando de establecer algunas premisas básicas para la convivencia entre humanos y vegetación subversiva. No se trata tampoco de dejar que las plantas salvajes se apoderen de los edificios en una versión descafeinada de Jumanji, sino de apostar por una coexistencia con ciertos límites: “a veces aparecen en sitios que nos resultan perjudiciales, pero hay métodos de control que permiten respetar sus ciclos. No se trata de no arrancar jamás una hierba. El error sería recurrir a herbicidas, que empobrecen nuestro entorno y contaminan nuestros suelos y a otras plantas”, expone el jardinero. En ese sentido, Aparicio propone “abandonar concepciones desarrollistas arcaicas en cuanto al ordenamiento paisajístico y optar por modelos más integradores”. Concluye Barba: “una ciudad en la que no se dejan crecer hierbas y se utilizan biocidas en los parques es menos habitable para la población. Debemos pensar en esas plantas como unas colegas con las que compartimos el entorno. A fin de cuentas, el ser humano es un invitado más”.
Desde hace algunos años, la pasión por la jardinería doméstica se ha ido abriendo camino en los hogares valencianos hasta convertir algunos salones en junglas a pequeña escala en las que los tiempos y ritmos los marcan la fotosíntesis y las macetas. Puede que haya llegado el momento de poner el foco fuera de las paredes de nuestras viviendas y preguntarnos por esos tallos que brotan espontáneos en los paisajes urbanos y esas flores indómitas que cumplen sus ciclos ajenas al desdén con el que las tratamos los humanos.
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