Hay que agarrarse al arte cuando vienen mal dadas. Artistas como Bad Bunny nos hacen olvidar las miserias cotidianas. El genio puertorriqueño es el capo de la música popular. Me cuento entre sus fanáticos.
¿De qué escribir esta semana? El puñetero folio del que hablaba Umbral. Por respeto a mis lectores no lo haré del exdiputado Tito Berni, legitimo continuador de las orgías y los calzoncillos de aquel Luis Roldán de los años noventa. Igual de calvos y de fofos, igual de cutres. Es como si no pasara el tiempo para el partido que los promocionó. La cabra socialista siempre tira al monte: a las mordidas, los convolutos, las filesas, las putas y la farlopa. Y que siga la fiesta y que no pare la jarana. Porque son impunes; hicieron, hacen y harán lo que les apetezca sin pagar por ello. Lo saben y nosotros también.
Como suele ocurrir, el azar, la casualidad o la suerte, vaya usted a saber, me echó un cable. Al salir de comprar el diario del quiosco Baeza, en la calle María Parodi de Torrevieja, me dispuse a cruzar el paso de peatones. Una joven conductora tuvo la gentileza de detener el vehículo. Llevaba puesta la radio. Sonaba una canción y era Él. Reconocí su voz enseguida aunque no el título del tema. Él había acudido a mi rescate.
Hablo, por supuesto, de Benito Antonio Martínez Ocasio, conocido como Bad Bunny para la legión de fanáticos de su nueva religión musical en el que humildemente me encuentro, a pesar de mi edad y adusta apariencia.
Bad Bunny cumple 29 años esta semana. Nació en Puerto Rico el 10 de marzo de 1994. Hijo de un camionero y una maestra, tiene dos hermanos. Era reponedor en un supermercado antes de saltar a la fama. Todo esto lo supe hace cinco años, y se lo debo a un adolescente que me retó a saber quién era Bad Bunny cuando antes le había reprochado a él y al resto de sus compañeros que ignorasen el nombre de James Dean.
A raíz de aquel día me empapé, todo lo que pude, de la biografía y discografía del Conejo Malo. Se sumaba así a mi catálogo de ídolos musicales entre los que están los Stones, todo el pop español de los 80, Depeche Mode, Bowie, Michael Jackson, Mónica Naranjo, Alice Wonder, Prefab Sprout, Fangoria, Camela…
Pero ninguno de estos artistas me consume tanto tiempo de escucha como el bueno de Bad Bunny. Coincido con Jorge Drexler cuando dice que es un genio. De niño apuntaba maneras cantando en el coro de su iglesia. Pocos años después dio a conocer sus primeros temas en las redes sociales. Pronto se convirtió en un fenómeno musical en Puerto Rico antes de dar el salto al resto del mundo.
El trap había encontrado a su mesías. Hoy Bad Bunny, un millonario que lleva implantes de oro y diamantes, es el capo de la música popular, por encima de otras estrellas del reguetón como Jhay Cortez, Anuel AA, J. Balvin, Drake, Arcángel y Romeo Santos. Y además lo hace cantando en español; debería ser fichado por el poeta tristón y oficialista que dirige el Instituto Cervantes.
Es difícil que un adolescente no haya escuchado Diles, su primer éxito, Mía, Callaíta, Vete, Soy peor, Lo siento BB, Dákiti y Moscow mule. Estamos ante un artista muy prolífico del que sólo cabe esperar que no muera de éxito como Amy Winehouse y Elvis Presley.
Me diréis que sus letras pecan de simplonas y hasta vulgares. En efecto, a mi Bud Bunny no le darán el Premio Nobel de Literatura como al coñazo de Bob Dylan. Lo admito, ¿y qué importa? ¿Acaso el rapero puertorriqueño no representa, a la perfección, el espíritu de este tiempo inane y superficial? Al público hay que hablarle en necio si así lo desea, como aconsejaba Lope de Vega. Bad Bunny canta a los amores líquidos, al sexo sin soda, exalta los culazos de las chicas playeras (¿cuándo lo prohibiréis, perversa Irene?), hace odas a la marihuana y al alcohol, y todo así, ¿verdad, mamita?
“Los artistas como Bad Bunny nos proporcionan una tregua para descansar de las pequeñas tragedias cotidianas”.
Es extraño lo que cuento porque Bad Bunny podría ser mi hijo, pero me pasa como a John Malkovich en Las amistades peligrosas: que no puedo evitarlo, no puedo dejar de jalar su música. Me gusta, me entretiene, me asegura un subidón. Bad Bunny, a su manera, es un artista. Y los artistas, si son buenos en lo que hacen, son seres luminosos. Nos suavizan la vida. Nos proporcionan una tregua para descansar de las pequeñas tragedias cotidianas. Es el poder mágico que tiene un actor, un músico o un escritor: procurarnos un paréntesis en el tedio de los días.
Si tenemos la desdicha de que nuestras vidas discurran en España, gigantesco reino de la corrupción y la ineficiencia, donde los adolescentes se tiran por los balcones y hasta los penaltis están adulterados, Bad Bunny y otros artistas como él son imprescindibles para sobrevivir a la putrefacción de este maravilloso país de mierda, a la espera de que algún día no muy lejano nos concedan la nacionalidad portuguesa.