MEDIAFLOWS / OPINIÓN

¿Por qué la desinformación no se va a acabar a corto plazo?

1/10/2021 - 

Porque no interesa. Porque detrás hay rédito económico y político. Porque el estado de caos y confusión informativa permite que todo sea mentira y todo sea verdad; y eso siempre es un escenario perfecto para poder dirigir la opinión. Esa sería la respuesta corta (y quizá algo cínica, pero bastante realista).

¿Cómo se puede parar la desinformación? No hay una fórmula mágica, un protocolo estable que desarticule un relato alternativo disgregado y diseminado en la red. Pero si hubiera una voluntad real de controlar esta situación, habría una ejecución mucho más clara y rápida; como fue por ejemplo la famosa ley mordaza o el marco que permite la vigilancia para desarticular redes de organizaciones terroristas. En el imaginario colectivo -y en la realidad- está la creencia de que todo en internet es rastreable y que deja huella. Que si haces algo ilegal, te van a localizar. Sin embargo, más allá de los casos que descubre la prensa, no se conoce una desarticulación de una red especializada en diseminar desinformación -y las hay-.

¿Quién tiene en su poder la capacidad de cortar la transmisión de desinformación que de forma tan virulenta recorre las profundidades de la red hasta que consigue formar ya parte del imaginario colectivo? Pues podemos identificar cuatro grandes actores que tienen un papel esencial pero que también tienen sus circunstancias: el Estado, las plataformas de redes sociales, los medios de comunicación y la ciudadanía.

Con toda probabilidad, las soluciones propuestas por el gobierno van a ser criticadas y también temidas. Desde luego, no queremos el modelo de China, no es el Estado quien tiene que vigilar y censurar lo que “no es verdad”. Pero es necesaria una intervención mayor que la declaración de intenciones que hay hasta ahora, crear y dotar de forma institucional una organización independiente que pueda dedicarse a la detección y desarticulación de estrategias de desinformación.

Las plataformas, que son las que realmente tienen el poder y la información, pues son un elemento clave para la viralización de los discursos, han tomado también algunas medidas de cara a la galería, como limitar el número de destinatarios de un mensaje, colaborar con fact checkers -que ya se han quejado de la lentitud de respuesta de la plataforma para reaccionar-, o mejorar la seguridad para evitar la creación de cuentas falsas. Estas soluciones son meros parches. Tienen los datos -y con ellos los patrones de conducta e incluso la red de usuarios implicados- para poder actuar; pero también reciben beneficios económicos por tener ese tipo de contenidos, atención y actividad en sus redes.

Partidos políticos, gobiernos, instituciones europeas e incluso plataformas se muestran preocupados y desarrollan medidas insuficientes para intervenir realmente en la situación. Es lo que podríamos denominar greywashing, como analogía con mathwashing (echarle la culpa de las consecuencias de los algoritmos a la condición matemática desde la que se ejecutan). En este caso, todos se posicionan en contra de las fake news, todos dicen ser víctimas de ellas, pero todo lo que hacen para frenar esta epidemia es insuficiente e irrelevante para el poder que ostentan. Llegan a financiar investigaciones sobre ello, pero sin realmente establecer una colaboración fructífera en la que se les de acceso a los investigadores a los datos -anonimizados, por supuesto- que tienen para poder trabajar sobre realidades complejas.

Llegados a este punto, pensamos en los medios. Esos que deberían ser el portal de referencia donde contrastar y comprobar la veracidad de un hecho. De los que fiarse y tenerlos como brújula informativa. Pero llevan años en crisis de credibilidad -ganada a pulso y fomentada por otros actores-. De hecho, según un informe de 2021 del Reuters Institute for the Study of Journalism, en España, la confianza de la ciudadanía en las noticias en general es del 36%, siendo el nivel más bajo desde 2015. Y no es de extrañar, pues hemos permitido y entendido que la polarización de los medios de comunicación es aceptable porque cada uno tiene su audiencia, sin tener en cuenta qué consecuencias puede tener después en la sociedad. Y siendo conscientes de que esas posiciones sesgadas en ocasiones no están tan alejadas de las fake news.

¿Y qué pasa con la ciudadanía? ¿Qué herramientas tiene para discernir la información veraz? Está claro que la alfabetización mediática es muy importante, creo firmemente en que son conocimientos imprescindibles en la educación básica, sobre todo para poder sobrevivir al frenesí informativo actual. Pero también es cierto que no es la solución definitiva ni tan siquiera debería ser ético pensarlo así. Porque de este modo, la responsabilidad es individual: la desinformación triunfa porque hay analfabetos que la compran. Y no funciona del todo así. Yo no tengo por qué saber leer el código de un programa para saber si el antivirus funciona o no. No tengo por qué analizar la composición de un alimento que compro en el supermercado porque confío en la garantía de calidad que implica la venta de estos productos.

Cuando todo puede ser desinformación nada que ponga en jaque nuestras creencias tendrá suficiente legitimidad como para hacernos cambiar de opinión. A menos que el líder de opinión al que sigamos nos lo cuente, entonces sí que le daremos una oportunidad. ¿Y cuando claramente una persona pública dice mentiras o las apoya en redes, ¿qué pasa con su reputación? ¿acaso observamos que las urnas castiguen ese tipo de comportamiento?

Detener la desinformación no es una tarea fácil, ni por asomo, pero para querer llegar hasta ahí hace falta un compromiso real por parte de instituciones, medios y plataformas en el que antepongan la salud democrática antes que el beneficio propio. Y hasta entonces, el resto de nosotros lo único que podemos hacer es cuestionarnos aquello que nos convence y aquello que no. Estar siempre alerta, indagar sobre las fuentes de información que avalan la noticia y abogar por el pensamiento crítico.

Lorena Cano Orón, profesora de Periodismo de la Universidad de Valencia.

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