VALÈNCIA. “¿Por qué estaba sola a esas horas? ¿Seguro que en el fondo no quería que pasase? ¿Por qué no se defendió más? ¿Por qué no gritó más fuerte? Si se comportan así, no pueden quejarse de que les pasen ciertas cosas. ¿Qué llevaba puedo? ¿Había bebido? Ya sabía a lo que iba. ¿Seguro que no se lo está inventando para llamar la atención o vengarse?”. La manoseada retahíla de frases hechas en torno a los casos de violencia sexual está atravesada por esa creencia atávica de que las mujeres no son seres fiables; de que sobre sus testimonios siempre debe planear la duda. Son esos mapas misóginos los que cartografían Sarah Banet-Weiser y Kathryn C. Higgins en Credibilidad, el ensayo traducido por Daniel Esteban Sanzol que acaba de publicar Barlin. En él, se plantea la confluencia de dos fenómenos: la ola feminista del #MeToo (que ejerció como altavoz para hacer públicos múltiples casos de acoso y agresión sexual) y el auge de la ‘posverdad’. O dicho de otro modo, la paradoja de que precisamente cuando tantas mujeres alzan la voz para denunciar la cultura de la violación, se extienda el debate público sobre quién y qué es suficientemente creíble, sobre qué testimonios son fiables y cuáles deben quedar supeditados al recelo.
Para ello, las autoras toman como punto de partida la idea de que no creemos por igual a todo el mundo, sino que la credibilidad se construye a través de la identidad y la performatividad. En esta “economía credibilista” nos asomamos a quién es la persona que pide ser creída, un ámbito de poder (pues verdad y poder caminan juntos en la opinión pública) donde se entrelazan privilegios de género, raza y clase. Pero también ponemos la lupa sobre el comportamiento del sujeto en cuestión: “¿cómo de bien ha sabido interpretar su condición de víctima? ¿Ha sido lo suficientemente convincente?”, relata el volumen.
Así, llegamos uno de los mitos que cimientan la cultura de la violación: el imaginario de la ‘víctima perfecta’, una víctima que merezca ser creída precisamente porque, tanto por su comportamiento como por su identidad, encaje en los parámetros sociales adecuados para ello. Según cuentan a Culturplaza Banet-Weiser y Higgins, esas ‘víctimas’ ideales’ serían aquellas que pueden posicionarse “como personas que han sido dañadas y no merecen ese daño. Las supervivientes de violencia sexual enfrentan desafíos en ambos frentes: se duda de sus vivencias y la cultura de la violación las responsabiliza por ese daño, incluso cuando sus experiencias en sí son oficialmente creídas. En el libro encontramos patrones clave cuando se trata de quién ‘cuenta’ como una víctima creíble. Hay una política racial clara sobre quién y quién no puede posicionarse como ‘suficientemente inocente’ para ser una víctima. La cultura patriarcal construye la niñez y la feminidad blancas ‘ideales’ como inherentemente virtuosas y frágiles, y por lo tanto, como necesitadas y merecedoras de protección patriarcal. Aunque esto es una trampa para las mujeres blancas, les permite posicionarse como víctimas ideales bajo ciertas condiciones. Las mujeres racializadas, queer, trans y las trabajadoras sexuales rara vez son consideradas lo suficientemente inocentes como para ‘contarlas’ como víctimas. Como resultado, sus experiencias se invisibilizan o naturalizan”.
Por otra parte, las académicas señalan que la necesidad de ser vista como una víctima ‘ideal’ incita formas específicas de actuación en una “economía de credibilidad”. Parte de este trabajo, cuentan, es afectivo: performar el dolor y apelar a la simpatía de la manera correcta. “Esto lo vemos hacer cada vez más a los individuos acusados, pero el listón para ellos es mucho más bajo: estamos más dispuestos a aceptar su dolor como auténtico. Contra el mito de que las mujeres tienen algo que ganar con estas acusaciones, su sufrimiento (público y privado) debe ser inmenso para que se las considere víctimas creíbles. La credibilidad siempre tiene un precio. Cuando las supervivientes no parecen estar ‘sufriendo lo suficiente’ su credibilidad se tambalea”.
El arquetipo opuesto al de esa ‘víctima perfecta’ sería el de la ‘mala mujer’, la fémina mentirosa y retorcida que puede llevar a un ‘poble chaval’ a la perdición; otro mito que todavía cabalga veloz por los páramos de nuestra sociedad. Y es que, recuerda Alberto Haller, editor de Barlin, la misoginia se construye “sobre esas ideas tan arraigadas en el inconsciente colectivo e individual”. A este respecto, las autoras nos explican que las mujeres siempre han estado alejadas del concepto de ‘honestidad’ porque la cultura patriarcal “nunca ha necesitado preocuparse por la verdad de sus vidas. El mito persiste ya que las mujeres han sido construidas históricamente como mentirosas y manipuladoras, pero también por la forma en que sus verdades se han considerado poco importantes para la esfera pública. Muchas veces, la incredulidad hacia lo que las mujeres dicen sobre sus vidas es una forma de encubrir la falta de atención”.
Películas, juicios y apps
Para explorar los entresijos de la credibilidad, Banet-Weiser y Higgins se lanzan a recorrer distintas manifestaciones de la contemporaneidad. Así, analizan piezas de ficción que tiene en las agresiones sexuales parte de su eje argumental, como Creedme, Podría destruirte o The Assistant. Y se valen de casos mediáticos como el juicio de Jonhy Depp y Amber Heard o las acusaciones al nominado al Tribunal Supremo de Estados Unidos, Brett Kavanaugh, para ilustrar tanto las estrategias procesales que siguen algunos hombres poderosos al ser acusados como las conversaciones públicas que se generan a su alrededor (y que, en el caso de Depp y Heard alcanza unos apabullantes niveles de agresividad 2.0).
Estas investigadoras de la Universidad de Pensilvania realizan a través de este ensayo un inventario de artefactos y apps concebidos o bien para evitar esas violencias o bien para facilitar la obtención de pruebas que resulten creíbles. Entre los gadgets del pujante mercado contra la violencia sexual encontramos un coletero para evitar que echen droga en tu bebida, ropa digitalizada o un spray de autodefensa “bañado en purpurina”. También aplicaciones para dejar constancia del consentimiento antes de mantener relaciones íntimas, como Good2GO o LegalFling, o para filmarte ‘por tu seguridad’ mientras caminas sola por la calle. Un abanico de opciones que, supuestamente, buscan facilitar la existencia femenina, pero de cuyo reverso tenebroso alertan las académicas al señalar que dicha oferta insiste “en que tienen que ser ellas las que eviten ser agredidas”. Si estas mismas mujeres ignoran esos “trucos” o se niegan a utilizar ese tipo de dispositivos se muestran “más vulnerables” y no podrán, por tanto, sorprenderse de ser culpabilizadas de su propia desgracia. “La construcción y preservación de un mercado destinado a paliar la violencia sexual responde a una visión de estas agresiones que prioriza lo individual sobre lo estructural”, resumen.
Bajo un halo de emancipación, consideran Banet-Weiser y Higgins, estos productos y servicios “obligan a las mujeres a «demostrar por completo» que hicieron cuanto pudieron para que no las violaran. Solo cuando nos convencen de que fueron precavidas y son dignas de nuestra confianza, aceptamos lo que dicen. Este modus operandi ratifica un relato cultural que presenta la «verdad» de la violencia sexual -desde un punto de vista social e individual- como un tema irresoluble sin la ayuda de la tecnología”. Es más, como se da por sentado que la mujer ‘no es de fiar’, necesitamos artilugios “que nos permitan tratarla como un sujeto creíble”. En ese sentido, para las investigadoras, la justicia debe buscar "transformar las condiciones estructurales que dan lugar a la violencia sexual endémica: el patriarcado, la supremacía blanca y la explotación capitalista. Hacer que los perpetradores rindan cuentas solo nos permite llegar hasta cierto punto. El objetivo es que haya muchas menos agresiones sexuales, eso requiere tratarlas como un fenómeno con causas estructurales”.
Desde esta perspectiva, señala Haller, el volumen reflexiona de forma crítica sobre cómo el capitalismo “acaba absorbiendo cualquier movimiento social y político”. Banet-Weiser y Higgins subrayan también que los casos que más eco han tenido dentro del #MeToo son los de mujeres con mayor ventaja en las escalas de poder: blancas, famosas y bien posicionadas económicamente. Así, señalan los peligros de que prevalezca –como hasta ahora– un feminismo individualista y excluyente que se centra en los logros de figuras concretas, no en cambios transversales. El feminismo de la Girlboss que puede con todo mientras olvida el sufrimiento de las mujeres más oprimidas. Ese clásico ‘romper el techo de cristal, pero dejar que sean otras las que tengan que recoger los vidrios’. Un feminismo traducido en tazas y camisetas con eslóganes ‘empoderadores’, pero que no propone enmiendas al sistema.
¿Qué camino emprender, entonces, para alcanzar el horizonte de un feminismo más interseccional? Para las autoras las luchas por la credibilidad son competitivas: "quién gana depende tanto de contra quién compites como de quién eres. Cuando las mujeres blancas han competido por la credibilidad contra personas racializadas (de cualquier género), generalmente han ganado, sobre todo si la ‘verdad’ que pretenden afirmar conviene a la supremacía blanca”. En ese sentido, prosiguen, un feminismo que borra “la violencia de la blanquitud para posicionar a las mujeres blancas como víctimas ‘puras’ no es feminismo. Necesitamos historias que aborden lo que significa ejercer la violencia y que te ejerzan violencia simultáneamente. La solidaridad es imposible sin una comprensión mutua de en qué realidad política vivimos y cómo se conectan nuestras luchas”.
Dudas sin fronteras
Violaciones en campus universitarios, juicios a actores de Hollywood, destituciones de presentadores televisivos… Gran parte del libro se centra en el minuto y resultado estadounidense, sin embargo, la realidad que retrata se extrapola sin esfuerzo a muchos otros territorios. “Vivimos en contextos muy influenciados culturalmente por Estados Unidos, así que muchos planteamientos de Credibilidad son perfectamente válidos para el escenario español o, en general, occidental”, cuenta Haller.
Podemos hablar, pues, de una ola antifeminista internacional cuyos efectos son comprobables fácilmente asomándose a unas cuantas barras de bar y a unos cuantos resultados electorales. “Misoginia, homofobia y transfobia son el terreno común de innumerables movimientos reaccionarios. Incluso si no están de acuerdo en nada más, coinciden en odiar a mujeres y personas queer. Es imposible entender el resurgimiento global de ideologías fascistas y acciones violentas contra el progresismo sin analizar la importancia del género en estos colectivos”, explican a Culturplaza las investigadoras. Entre los argumentos retrógrados importados del otro lado del charco que vemos aflorar desde hace años en columnas de opinión, tertulias televisivas y redes sociales está la bandera de que “una denuncia falsa destruye la carrera de un hombre”. Ya se sabe, la temible ‘cultura de la cancelación’. Un razonamiento que bebe precisamente de esa duda sempiterna hacia la palabra femenina, ese escepticismo ante sus acusaciones.
Recurrimos de nuevo a Credibilidad, donde se señala, que para recuperar “una estabilidad hegemónica de género y raza, estos hombres asumen el manto de la victimización, y posicionan al «hombre blanco acusado» como un sujeto en peligro y como un «contador de la verdad» sobre la violencia sexual”. En ese proceso, se valen de herramientas retóricas como afirmar estar sufriendo una ‘caza de brujas’ o recurrir a la tradicional ‘histeria femenina’, mecanismos que les permiten situarse como diana de recriminaciones falsas y, a la vez, desacreditar “el sufrimiento público de las supervivientes, insistiendo en que su dolor no debe inspirar compasión ni confianza”. Según las autoras, el de la ‘vida arruinada’ es un mito que se niega a morir “a pesar de la abundancia de pruebas en contra. La acusación falsa es muy rara, pero, como sociedad parecemos mucho más preocupados por el escenario hipotético de un hombre ‘inocente’ que es acusado falsamente que por la realidad actual del 97 % de los casos de agresiones sexuales (al menos en Estados Unidos) que ocurren con casi total impunidad. A menudo, los hombres en estos discursos de ‘vidas arruinadas’ son los que, estadísticamente, tienen menos probabilidades de ser acusados y castigados falsamente: blancos, ricos y con poder institucional”. De momento, la sospecha sigue volando en círculos sobre las cabezas de las mujeres que deciden hablar.