Entre el estruendo del polvorín de la mascletà, un grupo de allegados comimos con una familia argelina. Había que hablar despacio para que a su subconsciente le diese tiempo a usar el Google traductor mental al que tiene que recurrir aquel que todavía no es bilingüe. Inmensamente educados, la cita trascurrió con tal fraternidad que al despedirse, como es habitual en su país, el cabeza de familia me dio dos besos. Mi desconocimiento protocolario y mi puritanismo provocaron que le hiciera una especie de cobra disimulada como la de Bisbal a Chenoa. Lo que más me llamó la atención de ese encuentro cosmopolita fue que en las cinco horas que duró el almuerzo ninguno me preguntó a qué me dedicaba. Aquella discreta característica es lo que más me chocó teniendo en cuenta que habitamos en un país en el que la vieja del visillo forma parte del retrato caricaturesco de los episodios nacionales. Tenemos una necesidad imperiosa de estructurar los perfiles que conocemos, de saber en qué trabajan, cuánto ganan o conocer los vínculos afectivo-románticos de nuestros interlocutores.
Todos los años, como cuando en Navidad vemos desfilar a los niños de San Ildefonso cantar los números de la lotería, en el veranillo de San Martín nos toca aguantar en los prolegómenos las notas que dan todos aquellos que vuelven a poner en el centro del debate la bandera arcoíris del orgullo LGTBI. Se encargan de enarbolar su patria emocional mientras censuran y persiguen a aquellos que perciben la sexualidad como un asunto propio de la esfera íntima de la persona.
Hay un rumor en el correveidile provinciano de una ciudad de la Comunidad Valenciana de que su alcalde es homosexual, dicen las chismorrosas lenguas que comparte su vida con otro hombre del que para más señas indican que es arquitecto. En los cenáculos y en las reuniones siempre surge ese dilema existencial de si le gustan los hombres o las mujeres. La pasada semana, instigado presuntamente por un sector de la izquierda, los mismos que acusan a ese regidor de estar despilfarrando el dinero en ornamentar la ciudad decidieron ponerle su propio toque pegando en el mobiliario urbano pegatinas homófobas contra el líder del gobierno municipal. Escuchando a uno de los concejales de la oposición calificando como colectivo a las personas homosexuales se descubre el pastel de la repostería posmoderna que despersonaliza a la ciudadanía diferenciándola con moldes. Por todos es sabido que el progresismo desorientado ante la crisis de la socialdemocracia no le quedó otra que crear sus propios nichos en los que amasar votos.
Crea causas aprovechándose del anacronismo de algunos y pagando el precio de airear en el visillo la intimidad de la gente. Sin esfuerzo ni ingenio sacan tajada del patio de la Rue del Percebe que con gran maestría retrató Ibañez. El español tiene una necesidad vital de contar su vida y de meterse en la de los demás, una inquietud chismosa que genera la fisonomía innata de realizar un tercer grado al que tenemos enfrente. A la vista está que un programa que pregunta a sus invitados por cuanto sexo practican a la semana o por la cantidad de dinero que tenga en el banco cosecha récord de audiencia en su franja.
Si el mediterráneo moral no tuviese como uno de sus vicios las peripecias ajenas, las revistas rosas no servirán más que para prender la chimenea en invierno, en cambio, lo que se enciende es nuestra curiosidad por conocer las miserias de los demás. En una sociedad curada del espanto morboso la identidad sexual de nuestros gobernantes pasaría desapercibida. Ahora que estamos en verano, recuerdo que en la urbanización de mi infancia, cada tarde una camarilla formaba un corrillo o una posición militar romana para deleitar sus tediosas mentes con las vivencias de sus vecinos mientras gozaban en el paladar comiendo pipas.
En el mundo de la polarización, de las causas encontradas y creadas todo el que no se asocia a un gremio ideológico concreto es señalado hasta que enseñe sus vergüenzas. A usted qué le importa cuantas veces follo, y más aún, a usted que le importa con quién uno se acuesta; quizá si cada uno estuviese pendiente de su propia alcoba no habría tantas enfermedades de trasmisión sexual.