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el interior de las cosas / OPINIÓN

Primer lunes de Pascua

13/04/2020 - 

 Este lunes nos esperaba la Pinaeta, el Hort de la Paloma o de la Viuda y la Batería de Gavarda, esa construcción de la defensa napoleónica que nos protegía de casi todo. Cargábamos con la longaniza seca del tío Daniel El Colegial, la lechuga, el huevo duro y las monas de Gavarda, de los hornos Bossa, de la tía Regina, y de Genaro, cuyas monas eran cocodrilos y dragones con el huevo duro de colores en su cola. Estrenábamos también las zapatillas pasqüeras, aquellas bambas, las inglesas de Victoria, de colores, que mi prima María Antonia siempre llevaba las de lona a cuadros rojos y blancos. Celebrábamos tres días de Pascua. En nuestras primeras pascuas volábamos cometas pero el cielo se nos iba quedando pequeño. Más adelante, organizábamos paellas y sangrías con exceso de azúcar y canela. Eran fiestas  felices, clandestinas y humeantes, fumábamos maría, bebíamos aquello que llamábamos ‘sangría’ y nos identificábamos e imitábamos a cada uno de los Rolling Stones. Éramos una banda, la mejor banda del mundo. El tercer día pasqüero solíamos viajar en el autobús, con parada en la Plaça Major, que nos llevaba hasta Tous, donde ya se había destruido el pueblo, donde se estaba construyendo el maldito pantano y donde se conservaba la iglesia y poco más, como el macabro símbolo que sigue recordando que allí hubo vida, pueblo y sueños ciudadanos. Ya éramos un grupo de reivindicación y resistencia.

El primer lunes de Pascua la rotunda primavera de la Ribera Alta nos regalaba el azahar de aquellos interminables campos de naranjos y del limonero del patio, el eterno árbol de aquella casa arrollada por la pantanada que se pudo trasplantar a la nueva vivienda de la muntanyeta. Aquella niña que venía de la gran ciudad, de esa meseta que ya mirábamos con recelo, era una cabra atrevida, gamberra y salvaje. Un animalito que cobraba libertad y era soltado en mitad de un pinar. Un año, un lunes de Pascua, lanzó tantas piñas al aire que una de ellas colisionó de lleno en la cara de un amigo, y Miguel Ángel sigue con esa marca en su tabique nasal. Aquella niña que venía de la ciudad vivía la pascua y las fiestas de Sant Vicent (del segundo lunes de Pascua) como si no hubiera un mañana, le iba la vida en aquel pueblo de río, de juncos y sauces llorones, en aquel lavador público y el croar de todas sus ranas y sapos.

Estamos heridos por dentro. Sumamos el dolor y el sufrimiento por quienes mueren solos, la tristeza ante las ausencias, la inseguridad ante un incierto futuro, el miedo a lo desconocido, la incertidumbre que golpea cada día

El tiempo nos ha ido dejando pascuas diferentes, diversas, colectivas, solitarias. En medio del confinamiento, elaboramos torrijas madrileñas para no perder la primera memoria, y repartimos entre hijos y vecinos. Mi vecina Carmen y sus casi noventa años sonríe agradecida. Cada día, cada tarde, cuando aplaudimos desde el balcón repite el mismo mantra, Mareee això quan acabarà… Nos miramos y pensamos que hasta la segunda quincena de mayo estaremos unidas por la mirada. Luego, cuando pase todo esto, celebraremos la vecindad. Este año no habrá monas de pascua morellanas, ni rosques, ni zapatillas pasqüeras, para el pequeño Biel y para Aimar que ya camina, las mismas bambas Victoria de colores que llevaran su tío y su padre. Este año todo es diferente, y así seguirá siendo. Cada día la rutina del vecino que hace estiramientos colgándose de la puerta del balcón de cuatro alturas, provocando el vértigo a quienes vivimos enfrente. Las bachatas y los merengues de las vecinas latinas. La rutina de las siestas del borrego del vecino que se sienta y fuma bajo el sol esperando la comida. La rutina del silencio, interrumpido por alguna sirena, el paso de uno o dos coches y las conversaciones en forma de ladridos que mantienen los perros del vecindario. Pancho disfruta de estas charlas ensordecedoras, ladra y parece feliz.


Mientras pasan los días, el teletrabajo nos salva, de alguna manera, del tedio y la soledad. Pero, no hay tablas de gimnasia, ni paseos por el pasillo, ni recetas gastronómicas sabrosas que nos curen estos estados de ánimo. Ni videos musicales, videoquedadas para el vermut, ni libros, películas y series. Estamos heridos por dentro. Sumamos el dolor y el sufrimiento por quienes mueren solos, por sus familias, la desconfianza que está generando una situación de malos augurios, la tristeza ante las ausencias, la inseguridad ante un incierto futuro, la rabia por quienes han perdido o van a perder su trabajo, sus ingresos, el miedo a lo desconocido, la incertidumbre que golpea cada día. El sistema, los gobiernos y los poderes están gravemente tocados. El filósofo francés Edgar Morin advertía hace unos días, en El País, que vivimos en un mercado planetario que no ha sabido suscitar fraternidad entre los países, alertando contra los peligros del darwinismo social y la destrucción del tejido público en sanidad y educación. La construcción de una nueva fraternidad colectiva nos está salvando del insoportable individualismo que practicamos. Debería ser una de las luces que ilumine la salida de este túnel. Nuevas aptitudes que deben recordarnos, por ejemplo, que la sanidad pública se defiende y no se vende. Los valores que ahora exhibimos deberían hacernos más fuertes como ciudadanía. Porque estamos viendo que el auténtico motor, poder y alma de la sociedad son, precisamente, las personas anónimas, profesionales y esa clase trabajadora invisible, esos balcones que vibran de vida cada día.

La construcción de una nueva fraternidad colectiva nos está salvando del insoportable individualismo que practicamos. Debería ser una de las luces que ilumine la salida de este túnel

Mientras pasan los días de confinamiento, el debate político de este país no cambia. Ni siquiera ante la terrible situación que sufrimos, ante el abismo económico, laboral y social que nos viene encima, ni siquiera ante la salud, la vida y la muerte de las personas. La ciudadanía se encuentra en el centro del cuadrilátero político, en medio del fuego cruzado. Nada cambia. La derecha, la ultraderecha, no ha modificado sus estrategias, mantiene su incapacidad para sumar y su capacidad para destruir y confrontar. Además, utilizando las terribles cifras de personas muertas, manipulando informaciones, presionado indecentemente desde sus escaños y domicilios, viendo cómo gestionan los demás esta crisis sanitaria, pensando solamente en ellas, ellos y su futuro político. Voces enlatadas que acribillan a quienes reaccionan, actúan y asumen responsabilidades. No hay solución ante tanta mediocridad, deslealtad institucional y ausencia de empatía. Varios organismos internacionales han exigido que no se politice este virus, si no se quieren tener más muertos, porque la unidad es la mejor defensa para vencer al Covid-19. 

Voces enlatadas que acribillan a quienes reaccionan, actúan y asumen responsabilidades. No hay solución ante tanta mediocridad, deslealtad institucional y ausencia de empatía

El diseñador industrial y de mobiliario, que fuera presidente de la ADCV (Asociación de Diseñadores de la Comunidad Valenciana), el valenciano Carlos Tíscar, ha diseñado nuevas gráficas de la muerte y de la esperanza, una forma de concienciar y sensibilizar a los gobiernos, organizaciones y sociedad sobre el alcance de esta crisis. Aunque el espíritu de la idea es positivo, la cooperación y ayuda, su forma se centra en la imagen más terrible y triste de la pandemia, las muertes por coronavirus. Así explica Carlos Tíscar su interpretación y su diseño. “Desde que vi las imágenes de Bolonia, donde cientos de féretros se almacenaban para ser trasladados, creo que una de las mejores formas para concienciar al sistema y a la ciudadanía de la magnitud e importancia de la pandemia es la visión de esa triste acumulación”. La idea es una imagen dura y provocadora, pero contiene eficacia en su mensaje, no deja indiferente y remueve las conciencias. Una realidad y una verdad sin filtros, mostrando la dureza del momento y la fuerza anímica que precisa este sistema y sus gobiernos para reaccionar contundentemente. 

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