El Plan General de la Contabilidad Pública de abril de 2010 es de aplicación obligatoria para las entidades integrantes del sector público y administrativo del Estado y, aunque el Plan presume de incluir información de costes por actividades e indicadores presupuestarios, financieros y de gestión, lo cierto es que dista de ser una Contabilidad Analítica al uso. Difícilmente permite conocer el coste de las variables representativas de los procesos, tanto desde un punto de vista orgánico, como funcional.
Esta debilidad operativa impide que las Administraciones puedan comparar con rigor sus costes con los de los operadores que ofrecen sus bienes y servicios como alternativa de provisión. Sin datos fehacientes, renunciar a concesiones públicas que funcionan excelentemente, bajo el pretexto de que el Sector Público puede proveerlas a menor coste, es pura ideología política. El mismo argumento sirve para evidenciar una clara aversión a todo lo cercano a la colaboración público-privada.
La revocación de una concesión supone un aumento del gasto público vía integración permanente de los trabajadores de la empresa proveedora en el nuevo patrón público. Es frecuente, además, que las encuestas de satisfacción ciudadana valoren menos la calidad del nuevo servicio respecto al precedente. Así las cosas, los principios de eficacia y eficiencia en la contratación pública quedan cuestionados por los corolarios de acciones poco meditadas, impulsadas básicamente por el fervor político.
No olvidemos que la colaboración público-privada se origina por la necesidad de los gobiernos de disponer de infraestructuras públicas, cuando carecen de presupuestos a corto plazo para acometer las inversiones necesarias. En estas circunstancias, negar esta necesidad, sin alternativa presupuestaria, equivale a suponer que la ciudadanía está suficientemente atendida y no requiere más colegios, residencias para mayores, hospitales, vías y medios de transporte, etc. Y no olvidemos, tampoco, que el pago del canon a la empresa prestataria se realiza con recursos públicos, con garantías de cumplimiento y con la reversión de los correspondientes activos a la Hacienda Pública cuando finalice la concesión.
El problema no radica, por tanto, en la provisión público-privada sino, en realidad, en la capacidad de encontrar un precio justo y satisfactorio para ambas partes, lo que implica un conocimiento de los mercados, no siempre evidente en la Administración, y en una adecuada formación de los funcionarios, con frecuencia ausente en ella. Aun así, si el canon inicial se evidenciase con el tiempo gravoso para el Erario, cabría la posibilidad de prever su renegociación hasta encontrar un equilibrio conveniente para las partes o, incluso, la resolución de la concesión. Las formas contractuales están más que probadas y contrastadas por la doctrina mercantil, la ofuscación ideológica no.
Por otro lado, resulta paradójico que la externalización sea, en ocasiones, la única fuente fehaciente de contabilidad de costes que tiene la Administración al permitir conocer el coste de un servicio a través de su precio de licitación, frecuentemente orientado por los oferentes de este. Esta paradoja ocurre, sobre todo, en contrataciones de nuevos servicios de base tecnológica en los que los costes deberían ser calculados bajo criterios homologables, tanto por la Administración como por las empresas.
La inseguridad en el coste real de mercado de algunas contrataciones públicas lleva, con excesiva frecuencia, a que los concursos queden desiertos por la imposibilidad de las empresas a presentar ofertas a los mismos. En otros casos, la insuficiente formación de los funcionarios involucrados en la implantación un contrato impide rentabilizar adecuadamente la inversión realizada. La tradición también nos enseña que el éxito de muchos programas de ayuda pública se ha fundamentado más en la velocidad con la que se han agotado los recursos disponibles que en la tasa de retorno de la inversión. Es decir, la abundancia de incomes no se traduce necesariamente en los outcomes perseguidos, sobre todo sin métricas de comprobación.
En suma, no parece que algunas decisiones políticas en este campo estén guiadas por el interés general que consagra el artículo 128 de nuestra Constitución. La demonización, per se, del beneficio empresarial derivado de una concesión administrativa supone, entre otras cosas, renunciar a ingresos fiscales necesarios para la ejecución presupuestaria. Implica negar la evidencia de un mayor multiplicador de la inversión privada sobre la pública, así como de sus superiores efectos de diseminación de la riqueza en el sistema económico (spillovers).
Todo lo anterior aconseja introducir en la Administración empleados con perfiles y remuneraciones nuevas. La carrera funcionarial tradicional, que se inicia con unas oposiciones, y la multiplicidad de grupos y categorías profesionales negociadas con los sindicatos, debe ser completada por personal que, proviniendo directamente del sector privado, tenga conocimientos apropiados de los bienes y servicios que demanda una sociedad moderna, de sus costes orientativos en el mercado y de la dirección y puesta en marcha de los proyectos resultantes. Los consultores, los empresarios, deben tener como interlocutores perfiles homologables en la Administración, de lo contrario la relación profesional será desigual y gravosa para el Erario.
La estructura y organización de los gobiernos tiene una importancia capital en el proceso de toma de decisiones de este tipo. Tomando como ejemplo la Comunitat Valenciana, la Ley 5/1983, de 30 de diciembre, de la Generalitat Valenciana sobre el Gobierno Valenciano, desarrolló el perfil de los distintos órganos del Consell según las líneas maestras establecidas en el Estatuto de Autonomía, aprobado por Ley Orgánica 5/1982, de 1 de julio. Se trataba, en definitiva, de desarrollar las características de los órganos, la atribución de competencias a los mismos y, finalmente, establecer las relaciones interorgánicas resultantes de su actuación y funcionamiento.
Difícilmente una organización compleja como la Generalitat puede mantener su estructura operativa en fundamentos anclados hace cuatro décadas. Cualquier organización de tamaño equivalente (190.000 empleados, 28.000 millones de euros de presupuesto, de los que el 28% son gastos de personal, y más 5 millones de clientes) que hubiese mantenido su estructura prácticamente inamovible durante ese período de tiempo, se encontraría, indefectiblemente, alejada de la realidad que le dio origen y, por supuesto, del mercado.
Esta estructura organizativa, condicionada por la legislación básica, es escasamente relevante para el ciudadano y, lo que es más importante, es opaca socialmente. Por ello, es preciso establecer los cauces necesarios para encauzar el modelo organizativo, que si es competencia autonómica, hacia una estructura en la que el ciudadano pueda identificar con mayor claridad el comportamiento de la mayor entidad de servicios de la Comunidad Valenciana.
Siguiendo con el ejemplo valenciano, sería de interés, respetando, una vez más el ordenamiento básico y de forma deliberadamente resumida, apostar por un modelo organizativo alrededor de tres áreas funcionales. En primer lugar, el sector de "Función Pública, Justicia y Seguridad", encargado de la gestión de los actos administrativos, judiciales y de orden público. En segundo término, la de "Atención al Ciudadano" bajo el que deba encuadrarse aquellos empleados públicos con trato directo con el ciudadano como sanitarios, docentes, sociales, PROP, etc. Finalmente, es necesario posibilitar otra de "Servicios Generales" que facilite la gestión, el control y la supervisión de los dos grupos mencionados y que cuente, también, con personal con el perfil esbozado anteriormente.
La formación continua es esencial como motor de la gestión de este cambio, con cursos más cortos, orientados a mejorar la gestión y al conocimiento de nuevos productos, procesos, plataformas y herramientas ya utilizadas con profusión por el sector privado. La Administración debe ir en paralelo a la sociedad y no a remolque de ella. El papel proactivo, y no reactivo, de los sindicatos en esta tarea sería bienvenido, pero sin olvidar que quien tiene la responsabilidad de gobernar ante los ciudadanos es el Consell. Las nuevas demandas de la sociedad no se solucionan siempre con la incorporación de nuevas unidades administrativas, lo que exige orillar el mantra de que la Administración siempre suma, nunca resta.
Todo lo anterior nos lleva a la necesidad de transitar hacia un modelo de gobernabilidad (estructura de gobierno, no contemplada en este artículo) y de Administración (estructura de la organización operativa) que permita que el presidente de turno acomode, con agilidad y diligencia, su gobierno y la administración a las grandes mutaciones que se producen en la sociedad. Parece, pues, aconsejable diferenciar operativamente los órganos de elaboración de las políticas y las unidades de prestación de los servicios públicos, sean propios o de terceros. Finalmente, conviene una estructura de Gobierno compatible con la posibilidad de una reorganización inocua si se modifican sus objetivos o prioridades y, por ende, el número de órganos gubernativos. Aun así, suprimir, o adicionar, una Conselleria no debería ser frecuente, sino excepcional durante la legislatura. Bautizarlas con títulos rimbombantes no impresiona ya a los ciudadanos. A título de ejemplo, el número y el nombre de las Secretarias de los gobiernos de los Estados Unidos o del Reino Unido permanecen inmutables durante décadas, con independencia de la permanente actualización de sus políticas y proyectos.
Los nuevos retos políticos deberían ser afrontados por quienes dirigen los órganos gubernativos con objetivos claros desde el inicio de la responsabilidad de gobierno, utilizando todos los medios, internos o externos, que sean requeridos en cada ocasión. Uno puede aprender al comienzo cómo funciona la Administración, pero no lo que necesitan los ciudadanos. La desorientación total desde el inicio es un grave perjuicio para todos y la misión de un gobierno no puede ser objeto de transacción por mor de coaliciones no votadas por los ciudadanos.
En fin, un país no necesita perder la última colonia para que el gobierno suprima el "Ministerio de Ultramar".
José Emilio Cervera. Exconseller de Sanitat