As Bestas, la última película de Rodrigo Sorogoyen, plantea como punto de partida un conflicto de actualidad: la oferta de una empresa de energía eólica para hacerse con unos terrenos en una aldea envejecida de Galicia. La propuesta desencadena el desencuentro entre dos realidades, la de aquellos locales que ven la opción –intuimos que no demasiado bien pagada– como una última oportunidad de sumarse al progreso, y la de unos habitantes neo-rurales que se oponen a ella, convencidos en el potencial de futuro de aquella zona como espacio de vida y producción.
El conflicto es solo una excusa para contar una historia, pero nos hace reflexionar sobre los cantos de sirena que llegan a las geografías vaciadas en forma de plantaciones solares o granjas eólicas. Son cantos de sirena que nos recuerdan muy mucho a las viejas canciones seductoras del desarrollo inmobiliario que destrozó nuestro territorio, gran parte de nuestros espacios de cultivo, y que de alguna manera, también, alteró el frágil darwinismo agrícola por el cual las terrenos más fértiles eran aquellos de más valor.
Nos sabemos la música de sobra: dinero de fuera llegado al campo para repartir miseria, generando conflictos y fragmentando los imaginarios rurales sobre los futuros posibles. Lo hemos visto en forma de PAIs igual que lo vemos ahora en forma de molinos tecnológicos.
Sin duda es importante apostar por las renovables, aunque pienso que nunca deberíamos hacerlo en contra del territorio donde se vayan a implantar. Substituir espacios verdes, cultivados o naturales, por infraestructura, en la búsqueda de la sostenibilidad, es tan contradictorio como absurdo. Además, la producción sostenible de energía tiene que estar lo más cerca posible de su consumo, debiéndose aprovechar su potencial para contrarrestar el oligopolio productivo existente.
Como hay ciertas actividades económicas que no pueden ser climáticamente neutras, desde la construcción al comercio, estas emisiones se tienen que compensar. Uno de los horizontes posibles del mundo rural es medir su capacidad de absorción de CO2 a través de las superficies boscosas y cultivadas, y ser compensado por ello. Es decir, sacar provecho económico de ser un gran sumidero de carbono.
La compensación directa de las emisiones podrá proveer a las zonas rurales del dinero necesario para su sostenibilidad económica, social y cultural, garantizando su capacidad productiva, las infraestructuras necesarias y el mantenimiento de sus espacios naturales.
Pero si la compensación es esencial para su futuro, todavía lo será más la generación de una sistema de gestión de esas inversiones gobernado desde los propios territorios. La compensación no funcionará bien si vienen desde arriba a decidir cómo gastar el dinero.
Los propios agricultores y habitantes deben decidir si invertir en educación, investigación o renaturalización (o en las mismas renovables, ¿porqué no?). Tenemos precedentes de gobernanza de los comunes rurales: del Tribunal de les Aigües a los bosques comunales gallegos. Aprendamos de ellos, que ahora es el momento.