Durante semanas, desde el Gobierno y medios adláteres nos ha llegado, con insistencia, el siguiente mensaje (adaptado con propósitos narrativos para esta columna): "vale, puede que la inflación interanual ya haya superado el 10%, que la guerra de Ucrania no tiene visos de finalizar pronto, que Argelia nos corta el gas y el presidente del Gobierno va diciendo por ahí que muy bien la policía marroquí conteniendo la "invasión" de inmigrantes por la vía de matarlos, vale que puede que las cosas se pongan mucho peor aún a partir del otoño, cuando se combine el fin de la resaca veraniega con la persistencia de la inflación y la crisis energética y con la enésima ola de la pandemia, y vale, puede que todo ello suceda en un contexto de erosión electoral implacable que ha propiciado que el PP se consolide en Andalucía y se convierta en favorito indiscutible para ganar las próximas elecciones generales... ¡PERO AQUÍ ESTÁ LA CUMBRE DE LA OTAN!".
En efecto, por misteriosas razones, desde el Gobierno se depositaron grandes esperanzas en dicha cumbre para paliar los efectos electorales de todo lo que antecede. La cumbre, nos decían los apologetas del Gobierno, servirá para "poner España en el mapa", argumento que nos suena (hombre, si se refieren al mapa de objetivos nucleares estratégicos de Rusia, entonces sí). En el Gobierno están eufóricos de lo bien que ha ido todo y de las buenas palabras que los líderes mundiales han dedicado a Pedro Sánchez y a España, país acogedor en el que se come muy bien. Todo buenísimo, Pedro. Me llevo en el corazón los momentos íntimos en el Museo del Prado y en el tupper la paella que ha sobrado, it's great! Muchas gracias y hasta la próxima.
A decir verdad, resulta difícil saber cómo este evento, por mucho que nos ponga en el mapa, va a convencer a los españoles de redepositar su confianza en el PSOE y en Pedro Sánchez. Por un lado, porque el impacto efectivo de este tipo de eventos, salvo los más luminosos (unas Olimpiadas, pongamos por caso), es discutible: a la prensa le han encantado esas fotos de los líderes mundiales viendo cuadros en El Prado y haciéndose selfies delante del Guernica como una top model sosteniendo a un niño congoleño delante de la cámara mientras pone cara de pena o de extrema felicidad, como en las otras 5000 fotos; pero a la gente está por ver que le haya entusiasmado tanto. Sobre todo, cuando caigan en la cuenta de que las fotos nos van a salir por un precio muy elevado.
Y no hablo de los 50 millones de euros que ha costado la organización de la cumbre (¡todo es poco para satisfacer los egos y las ínfulas intelectuales de nuestros líderes!), sino de los aproximadamente 10.000 millones de euros que implica cumplir los compromisos militares con la OTAN, lo que conlleva duplicar el presupuesto destinado a Defensa. Y 10.000 millones no de una sola vez, sino cada vez. Cada año. Nos viene genial ahora, porque precisamente nos sobraba el dinero para afrontar la inflación, la sostenibilidad de las pensiones, el coste del suministro energético y la previsible crisis económica que se nos viene encima. Y todo ello en año electoral.
Es evidente que el margen de maniobra de España en todo esto es muy escaso, por no decir nulo. España pertenece a la OTAN y la criminal invasión rusa de Ucrania ha puesto en primer plano la política de bloques, el rearme y, en resumidas cuentas, el retorno, adaptado y ampliado, de la lógica de la Guerra Fría. Todo eso es cierto, pero como mínimo que haya que duplicar el presupuesto es algo que debería debatirse. Y por favor, que al menos no se prodiguen demasiado explicándonos la suerte que tenemos por ampliar el presupuesto militar con un incremento de ese calibre y en el contexto que estamos padeciendo, porque a veces da la sensación de que a algunos, como a nuestro amado líder en La Moncloa, le compensa dicho incremento si es a cambio de sentirse importante y bienamado también por los líderes occidentales, encantados de lo buen anfitrión que ha sido el presidente.
Tampoco es que sea algo excepcionalmente raro, por otra parte, que Sánchez se vuelque ahora en la política exterior (algo que, como hemos incidido, por otra parte le viene dado desde que estalló primero la pandemia y después la guerra en Ucrania). Es común que a partir de cierto momento los presidentes del Gobierno se aburran de los tristes y pacatos asuntos domésticos, la inflación y eso, y se vuelquen en las luces de neón de la política exterior. Le pasó a Felipe González, le pasó a Aznar, le pasó a Zapatero (no le pasó, en cambio, a Rajoy, que planeaba estar siete u ocho legislaturas más regentando plácidamente España como una mercería) y le está sucediendo ahora a Sánchez, que sólo lleva cuatro años en el cargo, pero quizás no le quede mucho más en él, así que, total, para lo que resta, mejor disfrutarlo.