En 2002, el expresidente de IBM Lou Gerstner publicó un espléndido libro de gestión empresarial (Who says elephants can´t dance?, Harper Business) en el que describía su estrategia para que Big Blue transitase desde la decrepitud empresarial a la cima, entonces, del mercado tecnológico mundial. El título de su obra ejemplificaba como una empresa elefántica como IBM podía empezar a moverse en la dirección correcta, potenciada por una potente base de servicios empresariales, un adecuado mix de productos e, incluso, llegar a bailar con el éxito a través de organización, dirección, gestión y, sobre todo, starting with the end in mind, es decir, sabiendo a dónde se va.
Este prólogo sirve para hacer algunos comentarios sobre el anteproyecto de 'Ley de Función Pública para modernizar la Administración y reformar el empleo público', anunciado por el gobierno de España en diciembre último. Dado que este cometido parece más ambicioso que el emprendido por el Sr. Gerstner, entiendo que domar el baile de un hipopótamo debe ser más laborioso que el del elefante.
Parece, no obstante, que el momento elegido no es el más apropiado para esta ardua misión en tanto que el Ejecutivo de la nación, y sus allegados parlamentarios, están plenamente focalizados en la voladura de la Constitución de 1978 y en emular al padre Ángel y a Cáritas Diocesanas con medidas tan onerosas como ineficaces para las clases baja y media. Los errores cometidos por el Plan E de Zapatero durante la IX legislatura están sirviendo de espejo a Sánchez durante la presente. Tampoco parece que el tórrido coqueteo gubernamental con UGT y CCOO vaya a romperse por iniciar un proceso que, con toda certeza, contará con su oposición. El CSIF, jugando en su terreno más tradicional, también evidenciará una férrea resistencia al cambio y denunciará su marginación en las negociaciones, como ya ocurrió en el Acuerdo Marco para una Administración del S.XXI. Por ello, el debate se planteará, como es costumbre, por la parte sindical, reclamando mejoras salariales y mayor empleo público, y, por otra, por la del Ejecutivo, dilatando las concesiones reivindicativas, archivando la reforma o retrasándola sine die. Un gobierno plenamente complaciente con los llamados sindicatos de clase siempre antepondrá la tranquilidad a la reforma de la organización de la función pública y, por ende, a la calidad de los servicios que el ciudadano obtiene de ella. Por todo ello, éste no parece el gobierno apropiado para acometer cualquier reforma, más allá de las encaminadas a agotar la legislatura.
Lo cierto es que, si el ejecutivo ha sido capaz de poner patas arriba el Código Penal, con los resultados catastróficos conocidos, resultaría más factible cambiar los aspectos inhibidores de cualquier reforma incluidos en las leyes de Función Pública y del Estatuto del Empleado Público, condición inexcusable para que los españoles tengamos una administración moderna, como proclama la publicidad política. Solo partiendo de una visión de una organización de servicios eficiente, flexible, centrada en el ciudadano y que ofrezca seguridad administrativa, podemos abordar las reformas legislativas de las dos normas precitadas. A partir de un modelo de Administración definido, la tarea primaria es, como se ha dicho, reformar el corpus legislativo que impide alcanzarlo con seguridad jurídica y, en paralelo, aportar medios y mecanismos para gestionar dicho modelo. El camino inverso está destinado al fracaso, como la experiencia nos ilustra con abundancia. Nuevas reformas, a partir del mantenimiento del statu quo, imposibilitan la solución final.
Tomemos, como ejemplo, los grupos de funcionarios y niveles existentes en España. Los siguientes intervalos son los correspondientes a los diferentes grupos:
Grupo A-Subgrupo A1: del 20 al 30
Grupo A-Subgrupo A2: del 16 al 26
Grupo C-Subgrupo C1: del 11 al 22
Grupo C-Subgrupo C2: del 9 al 18
Grupo E-Sin subgrupos: del 7 al 14
En el Estatuto Básico del Empleado Público también se determina la existencia del Grupo B, pero hasta la fecha no hay funcionarios incluidos dentro de este grupo.
Con esta panoplia de grupos y subgrupos, cuerpos y escalas es imposible gestionar eficientemente los recursos humanos de una organización que, además, dispone de un sistema de promoción basado en la antigüedad por el mero desempeño del puesto, y otro salarial, que incluye los trienios, el complemento de destino, el complemento específico, diferentes tipos de productividad y algún tipo de prima subjetiva. Por si fuera poco, el anteproyecto de Ley de la Función Pública anunciado por el Gobierno incluye la creación de dos complementos salariales de nuevo cuño, por evaluación de desempeño y por evolución profesional. Es decir, la nómina de un funcionario es un galimatías más complicado que la comprensión del recibo de la luz para la ciudadanía, aunque, ciertamente, no para los propios funcionarios.
Por citar un segundo ejemplo referido, esta vez, al acceso a la Función Pública, es ocioso abundar en el anacronismo de un sistema de oposiciones que es interpretado socialmente como un agravio comparativo para tener un empleo seguro de por vida, cuando el resto de los mortales son evaluados en sus trabajos permanentemente. Con estos antecedentes, el anteproyecto no duda en introducir cínicamente la figura del Directivo Público Profesional, irresistible al más mínimo análisis sintáctico. Estudiar una oposición durante dos o tres años supone un esfuerzo que te califica para acceder a la Administración y permanecer en ella el resto de tu existencia, salvo que infrinjas gravemente algún código legislativo. Un esfuerzo personal que, por cierto, también sufren los jóvenes cuando son rechazados una y otra vez hasta que encuentran su primer empleo precario. O los mayores de 45 años que ven muy difícil reingresar en el mercado laboral al haber cerrado su anterior empresa o haber sido despedidos por la razón que sea. O los que hubieran tenido algunos empleados de grandes empresas, de no haber existido un vergonzoso, y opaco, sistema de jubilaciones anticipadas.
Y hablando de acceso, si el Gobierno tuviese tenido desde el principio un modelo de Función Pública al servicio de los españoles debería haber previsto, como ejemplo, entre otros muchísimos, una Administración a la que pueda acceder fácilmente una población aceleradamente envejecida, con nueve millones de pensionistas, que sienten una total frustración al acercarse a una ventanilla administrativa que, además, no es única. Nadia Calviño enrojeció ante la protesta de Carlos San Juan por la dificultad de acceso a los servicios bancarios de los mayores; es posible que a María Jesús Montero le ocurra lo mismo en el ámbito de la Administración Pública.
Todos los partidos quieren reformar la Función Pública y, consecuentemente, el funcionamiento de la Administración. Se ha perdido tiempo y dinero en comités, grupos de expertos, task forces, borradores de todos los colores, presentaciones, ruedas de prensa; en suma, como denunciaba Blasco Ibáñez todo Arròs i Tartana. Visto lo visto, el hipopótamo podrá bailar algún día, pero no será al son de la orquesta Frankenstein.
La Ley 8/1980 de 10 de marzo del Estatuto de los Trabajadores fue aprobada siendo ministro de trabajo Rafael Calvo Ortega, posteriormente compañero mío en el CDS y en el Parlamento Europeo. Entonces prevaleció el espíritu constitucional que tan sabiamente habíamos conseguido los españoles bajo el liderazgo político de Adolfo Suárez. Ahora estamos inmersos en un proceso opuesto, el de su demolición. Mientras tanto, España varada y los españoles en vilo.
José Emilio Cervera es exeurodiputado por el CDS