Los apartamentos turísticos, sean legales o no, se han convertido en un problema que desborda la cuestión meramente económica. Se ha convertido en un problema social, pues fruto de su proliferación -por la elevada demanda del turismo internacional- está expulsando a personas de sus viviendas de toda su vida, sobre todo, si tienen una renta antigua, y está elevando el precio y la dificultad de acceder a una vivienda con alquiler de larga temporada. Guste más, guste menos, esto ha pasado en muchos sitios, merced a que esa mancha del alquiler turístico ha crecido sin control y, además, en zonas que posiblemente no debiera.
Otro debate es si la reciente Ley de Vivienda del Gobierno del PSOE y Podemos, aprobada a bombo y platillo, antes de las elecciones del 28M -con el advenimiento de Bildu- es/era el instrumento válido para hacer frente a ello.
Pero lo que está claro es que aquí hay un problema, sobre todo, en las grandes ciudades -no todas-, en zonas del litoral, y nadie quiere ponerle el cascabel al gato. El ejemplo se vio el jueves en la Jornada de Turismo de la Asociación Valenciana de Turismo. Su presidente, Vicente Boluda, fue muy explícito. Dijo que el turismo va como un tiro, que debe existir en masa, que toda la economía de la Comunitat Valenciana debería girar a su alrededor y que la actividad no debe crear malestar ni ahuntar a los vecinos de sus barrios. Pero, entonces, ¿qué hacemos? ¿Dejar que esto crezca hasta que los propios vecinos se conviertan en figurantes? ¿Quién toma las medidas? Boluda lo resumió en fijar unas en reglas claras y, a la vez, no prohibir algo tan amplio como confuso que no aporta nada: ni conmina a los políticos, sea de la administración que sea, ni les pone ningún ejemplo al que seguir. La moderadora del acto, la periodista Maribel Vilaplana, quiso buscar respuestas entre los conferenciantes, pero tampoco logró la medida perfecta. Sólo Óscar Perelli, de Exceltur -por cierto, lobby empresarial que sí muestra su preocupación por este fenómeno en sus informes- dio algunas pinceladas, pero difusas, entre una responsabilidad que recae en las varias administraciones que deben actuar para mitigar el problema. No sólo las de aquí, sino también Bruselas ante los gigantes de la comercialización que incorporan a sus plataformas toda vivienda que se mueva sin reparar en su legalidad, habitabilidad o contribución al fisco. Sin olvidar a todos los suplantadores de identidad que, con el buen nombre de esas plataformas, dejan a muchos turistas tirados y sin vivienda a kilómetros de sus casas y rompen el sueño de sus vacaciones.
La burbuja que viven los apartamentos turísticos, más allá de que siempre han sido un producto de la oferta turística, es comparable, en su modus operandi, a los años previos al boom inmobiliario, cuando los listos de turno hacían dinero con los denominados pases. Por aquella época, cuando se construían viviendas como champiñones, era común ver a los espabilados reservar viviendas de nueva construcción a un precio cerrado, dar la señal y a los meses revender esa misma vivienda por mucho más dinero. El comprador final no tenía dificultad para optar a una hipoteca, los bancos te la daban solo con pasar por la puerta de la oficina y el listillo se ganaba entre 12.000 y 18.000 euros sin pestañear: el negocio era rápido y redondo.
Ahora, en este nuevo boom, por un lado, están las grandes empresas o fondos de inversión que bien compran viviendas, rehabilitan y las ponen en alquiler dentro de las plataformas. Otra cosa es que estén legalizadas para esa actividad económica. Y por el otro, los particulares que ven en el alquiler turístico una oportunidad para invertir en una vivienda y sacarle provecho a este mercado a sabiendas de que los rendimientos son elevados, rápidos y están garantizados por esas plataformas. Destinarlas al alquiler de larga duración tiene ahora más resgos: impagos, posibles daños en la vivienda, la dificultad de desahuciar y un rendimiento no tan oneroso como el alquiler turístico.
Sea en un caso o en otro, la cuestión es que todos se están aprovechando del negocio rápido y fácil que está generando la gran demanda, sobre todo, del turismo internacional, con capacidad para pagar cantidades elevadas por noche, y ninguna administración hace nada por controlarlo. Bueno, sí, algunos ayuntamientos han aplicado moratorias, con las que podrán aplacar el ímpetu del sector privado y de los espabilados, pero dudo de si podrán solventar los problemas de acceso a la primera vivienda.
Y todo ello ante una Ley de Vivienda que se ha demostrado que no funciona: la promoción de vivienda pública es eterna -como la mayoría de las obras públicas- y nadie le pone el cascabel al gato. ¿Qué se podría hacer cosas mientras? Claro que sí. Pero los gobiernos progresistas siguen inmóviles pese a que son mayormente sus votantes (aparentemente, las clases bajas) quienes lo sufren, y a los liberales les pesa demasiado intervenir; perdón, ordenar, que es lo que se dice ahora. Y mientras, las consecuencias las paga no solo el pueblo en general, sino también el propio sector hotelero, que no tiene viviendas en las que alojar a sus trabajadores y, por tanto, más dificultad para encontrar mano de obra. Un círculo vicioso que se mantiene porque el turismo sigue desmadrado, pero que lamentaremos cuando Europa deje de enviar a tantos visitantes, si no se toman medidas antes.
Admito que tampoco es fácil hacerlo, más allá de las moratorias. Quizás el momento fue antes: haber acotado zonas del municipio específicas para este tipo de alquiler y dejar los barrios tradicionales. Y dentro de los barrios, también en zonas seleccionadas, para evitar el efecto contagio que se da ahora. Ya sé que es fácil decirlo al toro pasado. La ciudad de Alicante, al menos, las acota a edificios enteros, aunque seguro que hay que las comercializa de manera aislada.
La primera medida a aplicar y a controlarse sería considerar al alquiler turístico como actividad económica. Y cómo se pide a hoteles o empresas que ejerzan su actividad en determinadas zonas -parcelas- y cumpliendo con una serie de condiciones. Si es una actividad, que cumpla con sus obligaciones, como cualquier otra. Que tenga unas condiciones, que se comercialice de una manera, con unas garantías... Lo que no puede ser (o no debería ser) es lo que sucede, por ejemplo, en el municipio de Calp, donde el 80% de los edificios tienen la compatibilidad para ser alojamientos turísticos, con lo cual el problema se multiplica.
Ahora, cualquier medida que se tome -más allá de la posible moratoria- se debe hacer con bisturí para no provocar demandas, que además provoquen indemnizaciones y más agujeros en las arcas municipales. Cabe recordar que los ayuntamientos solo reciben el IBI y la tasa de residuos por cada una de estas viviendas. El IVA lo recauda el Estado. Es decir, que el ayuntamiento es quien soporta la actividad, pero no ingresa todo lo que se genera en ella.
Lo ideal hubiera sido planes generales con zonas para el alquiler turístico bien delimitadas y que los ayuntamientos tuvieran que promover, con la colaboración de las administraciones superiores, vivienda pública. O incorporar segundas residencias de particulares con la garantía del cobro y el mantenimiento intacto de los inmuebles para ofrecer una mayor tranquilidad a los propietarios. Pero no se da ninguna de las cosas: ni zonas delimitadas; ni hay promoción de vivienda que sea una realidad ya, ni se incorporan inmuebles y se ponen en el mercado del alquiler con garantías (los casos son excepcionales).
Así que vivimos las consecuencias del descontrol, que está generando un problema social. No es de ahora. El buenismo de dejar hacer a veces tiene estos riesgos. Por lo que la tan cacareada sostenibilidad turística que predican nuestros gobernantes no se da en sus tres vertientes. De momento, sí, en la vertiente económica, porque las empresas son sostenibles y ganan dinero; la medioambiental, me atrevería a decir que la aplica con más ímpetu la iniciativa privada -porque así lo demanda el nuevo turista-, y la social, falla como es evidente por el problema de convivencia y de acceso a la vivienda que se está generando. Y a todo ello, los ayuntamientos ven cómo los ingresos de los alojamientos legales los ingresa el Estado, que deja a los grandes núcleos turísticos con un palmo de narices. Tiene esto una difícil solución. Pero lo peor es que muy pocos se atreven a intentarlo. También se puede quedar bien, como hizo Vicente Boluda el jueves: no prohibir ni molestar a los vecinos. Que siga la fiesta.