El 23-F, golpe con muchos cabos sueltos, fracasó por decisión de Juan Carlos I. El pueblo no salió a la calle a defender la democracia. Como ahora, los golpistas no cumplieron la integridad de sus penas.
En casa mi hermano y yo hacíamos los deberes en el comedor después de merendar. Ese lunes, 23 de febrero de 1981, estaba puesta la radio. Retransmitían la votación de la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno en sustitución de san Adolfo Suárez, que había arrojado la toalla cuando fue consciente de que lo habían abandonado todos: la banca, el Ejército, los empresarios, la Iglesia, la prensa y el Rey de España.
Yo debía de estar con algún ejercicio de matemáticas, que nunca se me dieron bien. A las 18:23 horas un miembro de la Mesa del Congreso pronunció el nombre del diputado Manuel Núñez Encabo para conocer el sentido de su voto. Entonces se oye un tiro, lo que siembra el desconcierto entre los diputados. Hemos visto muchas veces esta escena grabada. ¿Qué pasa? Sube a la tribuna de oradores un señor bigotudo que empuña una pistola. Va vestido con uniforme verde y lleva tricornio. Es el teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero. “¡Quietos todo el mundo!”. Esa enorme patada a la gramática no hace presagiar nada bueno. Quien patea la lengua tiene, por lo general, una cabeza desarbolada. La sintaxis, decía Valery, es una facultad del alma.
“¡Al suelo, todo el mundo al suelo!”. José Bono se encoge en su escaño de la Mesa del Congreso. Los guardias —la mayoría jóvenes— disparan a la cúpula del hemiciclo. Los diputados, aterrorizados, se esconden tras los escaños, salvo tres traidores: Adolfo Suárez, impasible, memorable protagonista de la novela Anatomía de un instante, de Javier Cercas; Santiago Carrillo, que ve cerca su paracuellos particular, y el vicepresidente Manuel Gutiérrez Mellado. Este se levanta y forcejea con Tejero. El guardia civil intenta tirarlo al suelo pero no puede. Felipe y Guerra siguen escondidos. Hay tres taquígrafos tumbados: dos mujeres y un hombre. Un guardia civil vigila que los fotógrafos no cumplan con su trabajo. Blas Piñar, diputado de Fuerza Nueva, oye cómo una voz le susurra: “Acuérdate de nosotros cuando estés en el paraíso”.
Al cabo de diez minutos los parlamentarios vuelven a sus asientos. Las manos a la vista, ordenan los guardias. Y así lo hacen, incluidos los ministros. Uno de los asaltantes sube a la tribuna de oradores e intenta calmar los ánimos: “Buenas tardes, no va a ocurrir nada, pero vamos a esperar un momento a que venga la autoridad competente, militar por supuesto, para que determine lo que tenga que ser”. Anticipa que será cuestión de media hora, a lo sumo. Pero esa autoridad militar no aparecerá, y los diputados permanecerán secuestrados diecisiete horas.
A mi casa acaba de llegar mi padre, nervioso, porque ya conoce la noticia. En la radio han puesto marchas militares y música clásica. TVE y RNE están ocupadas por militares. Mi padre llama por teléfono a familiares para comentar lo sucedido. El país está a verlas venir. A ver qué pasa. El pueblo no suele contar nada en estas circunstancias. Lo que decidan los señoritos. Nadie sale a la calle a defender la democracia. Algo se veía venir. Los militares estaban disgustados. ETA —la ETA del exsecuestrador y futuro lehendakari Otegi— había matado a un centenar de personas en 1980. En los cuarteles había un malestar creciente por la implantación del Estado de las autonomías. Veían que se disgregaba España. En Madrid la división Acorazada Brunete sale en dirección al Congreso pero el capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, luego asesinado por la ETA de Arnaldo, consigue que dé marcha atrás.
Se constituye un Gobierno provisional, formado por secretarios y subsecretarios de Estado. Lo preside Francisco Laína. Desde la Carrera de San Jerónimo José María García retransmite el golpe como si fuera un Madrid-Barça. La autoridad competente sigue sin aparecer. ¿Quién es el Elefante Blanco? Demasiadas sombras, dudas y misterios en este 23-F. El Palace es el de las grandes ocasiones. Alfonso Armada —que curiosamente había comido con el socialista Enrique Múgica en Lérida, en octubre de 1980— se postula como presidente de un Gobierno de concentración nacional con presencia de todos los partidos. La propuesta enfurece a Tejero.
El Rey sigue sin dar señales de vida. Sabino Fernández Campo, jefe de la Casa Real, pasa a la historia con una sola frase: “Ni está, ni se le espera”. Los capitanes generales de las regiones militares se ponen a disposición del monarca para lo que disponga. Si hay que ir se va. Al final, pasada la una de la mañana, el Rey aparece en televisión con su uniforme de capitán general de los Ejércitos. Declara que ha transmitido órdenes para “mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente”. Mis padres respiran con alivio, como millones de españoles. El golpe ha fracasado. Milans del Bosch retira los tanques de las calles de Valencia. Me voy a la cama pero no me puedo dormir.
A las diez y media de la mañana siguiente, un grupo de guardias civiles escapan por las ventanas del Congreso y se entregan a la Policía Militar. Se sienten engañados: les habían dicho que iban a impedir un golpe de la ETA. A las doce y media, el teniente coronel Tejero, después de despedir a sus guardias civiles, es el último en salir del Congreso. Los asaltantes fueron juzgados meses después en el barrio madrileño de Campamento. El Tribunal Supremo condenó a treinta años de cárcel a los principales responsables del golpe: Tejero, Armada y Milans del Bosch. Ninguno cumplirá íntegra la condena. Armada será indultado por Felipe. Esto es costumbre muy arraigada en España cuando das un golpe de Estado.
Parecen muchos, pero 40 años no son nada, como diría Carlos Gardel en su canción Volver, aunque solo fuera por 20