LA MANO VISIBLE  / OPINIÓN

Rebelión en la granja: de la carne y otros menesteres

26/01/2022 - 

No iba a resistirme yo a comentar (un poco tarde, pero el debate, locamente, perdura), al hilo de la procesión de las noticias y los discursos políticos más absurdos de este tiempo sobre las granjas y la procedencia y repercusión que tiene la carne que ingerimos, mi rollo sobre la competencia y los consumidores. Y esta vez va a sorprender porque, a veces, los problemas vienen causados por la competencia en su versión más radical y descontrolada en ausencia de regulación que mitigue sus externalidades negativas.

La cadena (agro)alimentaria siempre ha sido una cuestión delicada. Las razones, como siempre, son bien complejas: temas de soberanía alimentaria, de sostenibilidad, de precio (ya que estamos hablando de productos necesarios, que los consumidores quieren consumir al coste más bajo posible), el tratarse de una cadena inestable y las propias características del mercado español hacen del sistema un modelo muy complejo y, además, porque… bueno, hemos diseñado determinadas políticas dentro de las fronteras europeas que han tenido resultados complicados de manejar. Pero nada de lo anterior justifica cómo se han resuelto algunas situaciones.

Los problemas anteriores, de la mano de una intensa política de competencia, han traído escándalos sonadísimos como el de la carne de caballo, pero también el de las vacas locas, por ejemplo y, cómo no, la cuestión de las macro-granjas. La máquina de la competencia no es sólo que a veces no sirva para solucionar determinados problemas, sino que, en ocasiones, nos mete en otros.

Las tres crisis anteriores son un efecto colateral negativo del poder de mercado y la intensa competencia que ejercen los supermercados en segmentos de la cadena aguas arriba (esto es, frente a proveedores), quienes fuerzan la maquinaria para atraer consumidores con precios más baratos.

Veréis, el segmento de distribución minorista (de supermercados, por simplificar), pese a lo que aparente, acoge una competencia brutal entre cadenas: son pocas, pero la realidad es que compiten, en la mayor parte de ocasiones, fuertemente entre ellas por captar consumidores. A veces, de hecho, se pasan, si es que se puede decir. Precisamente, estos escándalos son el fruto de un *exceso* (y esto está muy feo que lo diga yo, pero, bueno, es que también hay que reconocer los fallos de las herramientas que uno mismo maneja) de competencia.

Los supermercados (sin tener en cuenta los de nicho de calidad, km0 o eco, que también hay), porque eso es precisamente lo que se espera de ellos, para atraer consumidores optan por la estrategia más sencilla: reducir los precios al máximo posible, recortando en los costes de sus proveedores. Esto les permite vender más barato y posibilita que más consumidores accedan al bien, incrementando su consumo. El aumento de la demanda debería determinar que los precios subieran naturalmente. Pero los supermercados actúan como cortapisa ejerciendo todavía más presión aguas-arriba.

Esta situación que enfrentan los productores/proveedores de supermercados puede explotar por varios sitios o por una combinación de ellos. La más dramática es la que los obliga a desaparecer del mercado por no poder soportar la competencia en precios bajos. Esta primera vía conlleva una concentración de la oferta y, en el mejor de los casos, incremento de la eficiencia (conduciendo a las macro-granjas). Otros escenarios posibles pueden resultar en una rebaja de los costes, ingeniería de recortes que a duras penas pueden hacer porque el sector primario, el que está todavía más aguas arriba, también tiende a estar más concentrado, estrangulando a algunos productores (ahorrando en calidad de inputs, como el pienso, en el caso de las vacas locas). Finalmente, pueden optar por engañar a los consumidores o defraudar directamente la competencia con prácticas desleales (mezclando el producto en cuestión con otro de relleno, de bulto, como carne de caballo o de cerdo).

Nos quejamos mucho de que no nos hablen como adultos cuando se trata de enunciar cuáles son los problemas del presente. Pero, a la vez, también nos fastidia que nos traten como adultos cuando hablamos de soluciones, porque no son fáciles de oír y exigen profundas renuncias.

Os enuncio el problema: ninguna de los escenarios que producen carne al precio más bajo posible y para todos es óptima. Las macro-granjas contaminan por encima de nuestras posibilidades -dejando de lado la calidad de vida de las vacas y de su carne-; enfermamos y morimos por la transmisión de enfermedades que hemos causado nosotros mismos al tratar de optimizar las explotaciones ganaderas; y/o nos engañan respecto del producto consumido, algo que, como demostró el escándalo de la carne de caballo, no somos capaces de detectar los consumidores (que tan listos no somos), sino que se descubrió en análisis de autoridades alimentarias rutinario.

La solución que se nos da normalmente es la siguiente: deja de comer carne, que no puedes pagar la decente y eco-sostenible. Tofu, te presento al consumidor pobre. Consumidor pobre, tofu.

Yo, en general, soy contraria a hacer depender la solución del problema *otra vez* del consumidor y su concienciación (de que es demasiado pobre). Creo que ni la responsabilidad de la auto-regulación ni la carga de la renuncia se pueden depositar en personas cuyo salario es el mínimo y, en realidad, nunca tuvieron una verdadera opción entre comprar carne de baja calidad y contaminante o de granja sostenible y saludable. Pero a la vez, es el hecho de que tanta gente coma tanta carne lo que nos ha llevado a esta situación. No se puede engañar a la gente: eliminar las macro-granjas y mejorar la calidad de la carne a través de regulación y controles hará que el precio se incremente -porque los niveles actuales no son fruto de la eficiencia, sino de trampear al sistema y de socializar los costes- y eso convertirá este bien normal en un bien de lujo al que solo pueda acceder determinada clase social.

Qué queréis que os diga; la solución, con el modelo económico que tenemos, es jodida.

El sistema del que nos hemos dotado tiene este problema. Imaginad un cúmulo de necesidades y miserias. Muchas de ellas están cubiertas por el mercado, una tela que se tiende sobre ellas. Para poder llegar a todas, esa tela se tiene que estirar. La fuerza que estresa el tejido del mercado es la competencia. Sin embargo, ese tejido es el que es y las costuras ceden en algún momento, normalmente, por donde más débiles son, sacrificando la cobertura de ciertas necesidades o las necesidades de ciertas personas. Para evitar que se sacrifique por el lado más vulnerable -normalmente la calidad, pero también, por qué no, el medio ambiente, la sostenibilidad-, tenemos la regulación. Asimismo, para evitar que se dejen de cubrir las necesidades de determinados colectivos, tenemos el Estado Social. Porque tampoco parece justo que como resultado del elevado precio de la carne resultante de esos mercados con alta calidad y ecológica ésta sea exclusivamente consumida por los pudientes de la sociedad.

Ninguno de todos los parches, no obstante, cambia la naturaleza imperfecta del tejido o elimina las necesidades, que son muchas, de la población. Y por supuesto hay que hacer hincapié en la insuficiencia de los recursos, esto es central. Vivir como si tuviéramos derecho a todo es un espejismo que nos han vendido. Pero es más importante, porque normalmente queda en segundo lugar, incidir en cómo distribuimos, en idear fórmulas que hagan un reparto o distribución de los pocos bienes producibles de forma sostenible equitativamente.

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