VALÈNCIA. Una de las pocas verdades axiomáticas que, para mí, rigen el siempre absurdo universo de la música pop es que lo que entra rápido, sale rápido. Es decir, una canción que te gusta instantáneamente suele dejar de hacerlo a la misma velocidad. Yo a Nirvana llegué con In utero en 1993. Canciones como Serve the servants -nada que ver con Zelenski supongo-, Heart-Shaped Box o Rape me supusieron un enganche en el acto. Muy poco después, me imagino que tras la universalización del grupo con el lanzamiento del MTV Unplugged in New York solo un año después y la explosión de lo llamado alternativo, les cogí gato rápidamente. Entró y salió todo en año y medio. Un fenómeno a estudiar es cómo quedó dañada para siempre la generación adolescente de los 90 cuando lo alternativo se hizo mainstream, una contradicción en términos.
Ahora me gustan Nirvana mucho más que cuando dejaron de gustarme en los 90. Miles de grupos de chavales era de lo primero que hacían versiones. Tenías que ver muchos conciertos de amigos ejecutando pobremente Nirvana y For whom the bell tolls. Hacía falta saber tocar muy bien para poder tocar supuestamente mal como Nirvana. En mi opinión, aunque las canciones fuesen asequibles, paradójicamente, no eran nada recomendables porque quedaban de pena presentadas por amateurs. Lo fácil del pop no es tan fácil, esta podría ser una segunda verdad axiomática.
Nunca olvidaré en un concierto de este estilo, para amigos de clase prácticamente, que el batería de un grupo heavy tenía su momento como Peter Criss al taburete con Beth. Todos paraban, se bajaban las luces, el chaval dejaba las baquetas y enganchaba la guitarra, llamaba a su novia a primera fila y, delante de todo el mundo, le cantaba un muy íntimo Polly con voz tenue, susurrante, más propia de Alejandro Sanz que de criaturas del metal. Cuando acababa, todo el público aplaudía a rabiar el gesto romántico y aullaba dulcemente. La chica estaba a punto de llorar de la emoción y el otro volvía a su batería orgulloso para seguir con la descarga de metal dejando claro que los heavies también tenían su corazoncito y ellos también necesitan amar cual Ana y Johhny.
Ese recuerdo me acompañó con mucha grima toda la vida, lo que yo no sabía es que mi dentera había sido poca. Todavía podía ser mucho más y, por culpa del inglés de la EGB, posiblemente la mayor desgracia que se haya ensañado con nuestro pueblo después de la Guerra Civil, no me había percatado. He caído en la cuenta ahora, cuando ya he hecho las paces con el grunge y soy un anciano. En el libro 20 Canciones, de Jorge Decarlini, editorial Libros del KO, se comenta el tema y resulta harto curioso. Polly va de una violación con torturas narradas en primera persona. Según cuenta el autor:
"En junio de 1987 una joven de catorce años abandonó a pie el Tacoma Dome después de asistir a un concierto de rock. En las inmediaciones del recinto, un desconocido le propuso llevarla en su coche. Ella aceptó. Cuando quiso escapar, el hombre, de 49 años, la secuestró a punta de cuchillo y la llevó a su mobile home [caravana estática]. Allí comenzó el calvario: fue atada y colgada del techo, bocabajo, y torturada con un látigo de cuero, cera caliente, una cuchilla, un cuchillo y un soplete de propano. También fue violada repetidamente. Así transcurrieron varios días".
La canción, evidentemente, es contra las violaciones, pero la letra asumía el riesgo de ser contada en primera persona, desde el punto de vista del agresor. La idea "resulta temeraria", dice Decarlini. En cierto sentido, me recuerda al "estás asustado, tu vida va en ello, pero alguien debe tirar del gatillo" de Barricada sobre lo que se le podía pasar por la cabeza a un terrorista antes de cometer su crimen. En cambio, como el tema fue elegido single del MTV Unplugged, se tomó por balada romántica, al menos en ese concierto de chavales de mi círculo. De inglés oral, ni papa; de dobles sentidos en inglés, menos.
Sin embargo, en Estados Unidos, como explica el libro, lo que no se entendió fue la ironía. Hubo casos de violaciones en las que los agresores ponían esa canción. Estos eran los detalles que escandalizaban a Kurt Cobain y le impedían lidiar sanamente con la fama. Lo que yo me pregunto, mi conclusión, es que si hubiese visto cómo Polly era interpretada como si fuese Be my baby de las Ronettes en un rincón de España, igual se hubiese reído tanto que habría relativizado un poco sus problemas con la celebridad. Sea como fuere, un Berlanga 2.0 hubiese podido sacar petróleo del momento sentimental del grupo heavy de mis amigos.
Con las folclóricas nunca mostré gran afinidad. Solo de niño, cuando bailaba y cantaba, podía ejecutar alguno de sus estribillos, aunque lo que me iba más era la rumba. Esa música, que hay quien se atreve a decir que permanecía oculta, estaba permanentemente en la televisión. Si algo tuvo la tele de los ochenta es que satisfizo las necesidades sonoras de todas las capas de la población. Los heavies, que también se quejan de haber sido eclipsados en esta época, que busquen en YouTube dónde salen los grupos heavies españoles de los 80: todos en platós de la televisión pública.
No obstante, aunque de niño, como cualquier otro niño de esa época, fuese una audiencia cautiva de la Pantoja y compañía, no llegué a apreciar realmente sus canciones hasta que empecé a acercarme peligrosamente a los 30 años. La inmensa mayoría de todas esas letras tienen mucho más talento e interés que la de la mayoría de la música anglosajona del momento que había consumido con embudos incrustados en los pabellones auditivos.
Ahora ya son conocidos porque se les ha dado mucha tralla en las redes sociales, pero Rocío Jurado cantando a la masturbación en la playa, que ese tema circulase en vinilo por tantos hogares, son fenómenos de música pop mucho más interesantes que Roxette, qué duda cabe, o la joya escondida cualesquiera del indie ruidoso de meñique levantado que te insultaba por no escucharlo el típico crítico que ahora dice todo lo contrario que ayer y también que de mañana. Mención aparte, también en ese elepé Señora, la letra de Ese hombre sobre la relación cotidiana entre departamentos del entorno académico.
En el libro de Decarlini se dedican unas páginas preciosas a Qué no daría yo. Es un tema que pone de manifiesto el vínculo que Rocío siempre quiso tener con sus raíces y la música más tradicional, aunque con lo que triunfara fuese con sus artefactos destinados al consumo de masas de toda la comunidad de habla hispana. Aquí se cuenta cómo fue la producción de Azabache, el famoso concierto allstar de tonadilleras para conmemorar la Expo del 92.
El Estado se gastó 800 millones de pesetas. Rocío insistió en interpretar su parte flamenca con ese tema sobre la infancia perdida, la pérdida universal de toda persona que llega a ser adulta -algunos con 60 y tantos no lo consiguen-. Es realmente bonito, aunque para llegar al verdadero relieve de la artista, me quedo con otros detalles que aporta Decarlini. Cuando murió su padre y la familia se quedó sin sustento, Rocío Jurado recogía fruta siendo menor de edad. En ese contexto hizo su apuesta por cantar y, maquillada para que no se viera que era una niña, logró destacar en Madrid e iniciar su carrera. Después la fama, como a Cobain, también le supo agridulce. De ahí quizá su insistencia en Qué no daría yo.