VALÈNCIA. El volcán expulsa fuego con una furia moderada que resulta devastadora para la isla de La Palma: las coladas de lava se arrastran como gusanos ancestrales y perezosos en su camino hacia el océano. A su paso, viscoso y agónico, la roca incandescente integra en su negrura las casas, negocios y cultivos de los isleños: parte de sus vidas es demolida, fundida y sepultada bajo la concreción de una posibilidad muy presente en el archipiélago, que no por ello resulta menos trágica y deprimente. El personarse del manto en la superficie ha conseguido desalojar de los telediarios al SARS-CoV-2, e incluso a la omnipresente Isabel Díaz Ayuso: las barrabasadas y descalificaciones más groseras del Congreso han sido sustituidas por el rugido gutural de las bocas magmáticas, por el tremor de la tierra, y por una cobertura mediática de la destrucción de tipo minuto y resultado que ha ido rebajando su euforia inicial ante las primeras reprimendas de vecinos desahuciados, que con lo puesto y cara de espanto han explicado en directo que el espectáculo puede ser fascinante, pero que ellos lo han perdido todo, y que por favor, que no venga más gente de la Península de turismo de erupción, porque se están quedando sin opciones para realojarse, y algunos propietarios ya han comenzado a especular. Por lo demás, el sistema métrico sigue sufriendo en los medios nacionales: a los canarios y al resto de paisanos de provincias se les pone cara de tonto o de tonta cuando la extensión de la destrucción se mide en parques del retiro o en bernabéus, y además ha caído algún que otro selfie demasiado sonriente para lo que exige el decoro protagonizado por primeras espadas del periodismo patrio desplazados hasta la línea de fuego. El avance de la lava, lento pero inexorable, ha llevado hasta allí también al presidente del Gobierno, al líder de la oposición y al rey, que han pedido y prometido, y han hablado de las necesidades específicas de las regiones ultraperiféricas, sobre todo en escenarios de desastre. El tono político, al menos durante los primeros días del volcán de Cumbre Vieja, está siendo sorprendentemente sereno para lo que cabría esperar.
Ha pasado mucho —no tanto en años como en acontecimientos— desde que La España vacía. Viaje por un país que nunca fue (Turner) del escritor Sergio del Molino tocó tierra en librerías, en el año dos mil dieciséis previo a la pandemia. Desde entonces, han sido muchas también las capas de interpretaciones que se han adherido al libro, que en esencia habla de la relación entre la España menos poblada y la España de las capitales que han acogido históricamente a los emigrados del campo, especialmente desde lo que el autor define como Gran Trauma, la urbanización en un instante de veinte años comprendido entre 1950 y 1970, durante el que las ciudades duplicaron y triplicaron su tamaño, mientras vastas extensiones del interior recibían un golpe demográfico letal del que nunca se han recuperado. Muchas de estas capas han consistido en un barrer para casa desde diferentes sesgos ideológicos, que el autor ha querido desactivar en Contra la España vacía (Alfaguara, 2021), obra que retoma la narración del país desde una perspectiva menos aérea, que plantea una lógica crítica al nacionalismo vacío, así como al populismo tóxico que la periodista turca exiliada Ece Temelkuran ilustra en Cómo perder un país (Anagrama, 2019) diciendo que convivir con él es como jugar al ajedrez con una paloma, que defeca sobre el tablero, y en su aleteo para despegar derriba todas las piezas, quedando al oponente la tarea de limpiar la mierda con la desagradable sensación, para colmo, de haber perdido. Del Molino alerta sobre los peligros de la deriva descreída: la democracia liberal puede no ofrecer aventuras a quienes la hemos recibido hecha (aunque mejorable, no cabe duda), pero es un medio seguro, mucho más seguro que las junglas llenas de mosquitos y animales venenosos y los áridos desiertos del extremo odio. Como aquel poeta expresidiario curtido en más de una aventura que proclamaba con una voz ronca pero apacible que él ahora había elegido saltarse los semáforos en verde.
La presencia institucional a pie de volcán no es una garantía pero tampoco es solo propaganda: es un recordatorio de que el Estado se encuentra de forma permanente en la Palma. Hay toda una serie de recursos y mecanismos que vinculan a la isla con el resto de la nación. Sus habitantes no han quedado abandonados a su suerte, sino que cuentan con el respaldo de todo el país. Por supuesto, tras la escenificación, el país debe asegurarse de que el apoyo no quede en meras palabras, y que los palmeros reciban toda la ayuda que corresponde. Contra la España vacía de Del Molino es un libro que persigue la esperanza refutando un sinfín de tópicos-lastre, muchos de ellos procedentes de eso que hemos dado en llamar saber popular, pero que generalmente es un cóctel de pensamiento mágico, ignorancia y bulos. Pese a que el autor contempla que cualquier país necesita creerse tres o cuatro mentiras sobre sí mismo para existir, y que como se mencionaba en La España vacía, la tradición no es más que una mentira compartida como si fuese verdad, la refutación alcanza todo tipo de autoengaños: desde los que explicaban por qué el impacto del virus era peor aquí por culpa de lo besucones y simpaticotes que somos, al capitalismo de ficción cuya mercancía es el humo®. Es cierto que la visión del autor sobre el territorio a veces adquiere una tonalidad que puede resultar demasiado lúgubre —las torres que languidecen en forma de campanarios de provincias—, y que hay episodios que escuecen por diferentes motivos, como lo es que el libro está escrito con gran talento e inteligencia, que se desarrolla con un certero sentido del humor, y que ofrece de forma permanente la sugerencia de no tomarlo todo tan en serio, que se aplica al Timberg melancólico y cascarrabias, al cilicio de Harari o al rapidísimo Zizek, pero también, por extensión, a todo lo demás.