Alguien vino un día a mi casa. Alguien prominente del mundo de la cultura. Fue un honor recibirle y compartir con él un hogar marcado fuertemente por el amor, la humildad y el paso del tiempo. No era un amigo, era una visita de cortesía. Recuerdo que se detuvo en una fotografía en blanco y negro que asomaba de una estantería blanca, prefabricada, que costó lo suyo para montarla. El visitante se detuvo en seco frente a la imagen, enmarcada en un sencillo ornamento negro. Cogió el retrato, le dio la vuelta, volvió a mirar y preguntó. …Vaya, pensaba… y buscaba… imaginaba que tendríamos la dedicatoria de Miguel Delibes, o la firma de Mario Camus, o una emotiva frase del genial Francisco Rabal, Azarías en aquella película, el hermano de Régula, Terele Pávez, que fue expulsado del cortijo porque se orinaba en las manos para que no se le agrietaran. Y su Milana Bonita. El visitante quedó impresionado por aquella imagen que aseguró era idéntica al cartel de la excelente película Los Santos Inocentes, dirigida por Mario Camus, basada en el magnífico libro de Miguel Delibes. En la fotografía no estaba la Milana Bonita.
"Alguien vino un día a mi casa. Alguien prominente del mundo de la cultura. Fue un honor recibirle y compartir con él un hogar marcado fuertemente por el amor, la humildad y el paso del tiempo… Se detuvo en una fotografía en blanco y negro que asomaba de una estantería blanca".
Permanecí en silencio, impresionada por aquella reacción y atracción de mi invitado hacia la fotografía, asomando entre libros y otros objetos personales, recuerdos de otras vidas. Quieta y emocionada. Unas lágrimas incontroladas impidieron que le explicara. El visitante se acercó y me abrazó estrepitosamente, compungido, no sabía qué estaba pasando. Respiré hondo, sequé como pude el llanto y pasé la manga de mi camisa por la nariz. Muy seria le dije que era mi padre, y sus padres, y sus hermanos. Era la fotografía de familia numerosa para la cartilla de racionamiento de aquella mierda de posguerra. Solamente posaban cuatro de los seis hijos varones de mi abuela. No era necesario que fueran todos. Con cuatro, ya era una identificación permitida. Cuatro niños y con la boina calada, en el caso de mi padre hasta la nariz. Con una delgadez extrema y una mirada infinitamente triste.
Es mi familia. Son mis abuelos, mi padre, mis tíos. Dije con furia y orgullo al visitante. Hoy pienso en aquello no solo porque el 28 de diciembre sea el Día de los Inocentes, que también, sino porque estos días he visto demasiada ignominia en los informativos y en las redes sociales. Porque este país no ha curado sus heridas ni ha reconocido a sus muertos, olvidando las calamidades que sufrieron aquellos que eran pobres, que siempre fueron pobres. Porque este país, sumergido ahora, -en supuestos tiempos de la abundancia-, en una de las crisis sociales más terribles desde los años treinta y cuarenta del pasado siglo, no está reaccionando ante las colas del hambre, ante las mesas sin jolgorio, ante las mesas de soledades insoportables.
"Es mi familia. Son mis abuelos, mi padre, mis tíos. Dije con furia y orgullo al visitante. Hoy pienso en aquello no solo porque el 28 de diciembre sea el día de los Inocentes".
Esta puta pandemia nos está llevando a extremos indefinidos. Y está poniendo al descubierto que no todos somos iguales. Hay demasiados santos inocentes. En estas navidades, a pesar de todo y de tanto, se han visto mesas que han querido regresar a la esencia de las relaciones, al eje de la convivencia ciudadana, que han transmitido imágenes irreales. Sería preciso menos ostentación y más sentimientos. Qué cansancio mostrar mesas y árboles navideños de una normalidad inexistente. No se necesitaba ni renos ni abuelos de barba blanca llamando a nuestras casas. Simulados o reales. Curiosas demostraciones de una empatía institucional en tiempo inciertos, en los que es difícil acertar con los mensajes.
En mi casa Panxito, iaia xa xa xà i Ai mare han sido el grito de guerra navideño de una navidad reducida, intensa y emocionante. Mi perro Panxo no se acordaba del significado de la convivencia, ni yo misma. Hemos sido cinco. Cinco y dos bebés. Con plena responsabilidad, y sin hacer planes, sin estridencias. El futuro es algo inmediato. Hay que sentir profundamente que ya nada es como era. Ni nosotras, ni nosotros, somos las mismas, ni los mismos. En estos tiempos difíciles, que nos están enseñando los dientes, debería ser imprescindible un interminable viaje a los corazones, a la esencia, a lo pequeño y cercano.
"Hay muchas navidades, y en estos momentos son demasiadas, tantas como miradas y corazones. Navidades cercanas, lejanas, abrumadoras, ruidosas, hilarantes".
Hay muchas navidades, y en estos momentos son demasiadas, tantas como miradas y corazones. Navidades cercanas, lejanas, abrumadoras, ruidosas, hilarantes. Luminosas, oscuras, plenas, vacías. Navidades que marcan los últimos días del año, que llenan las calles de luces, y de sombras, de atronadores villancicos y agobiantes símbolos navideños, fetiches de la felicidad que se persigue. Navidades copiosas que deslumbran y que al mismo tiempo pueden apagar todas las luces. Navidades que agotan, que se imponen sin la posibilidad de escapar, que insisten en la vida que no existe, en la felicidad que existe y en la no deseada. Navidades de excesos indecentes que sobrepasan, ofuscan. Navidades ausentes y solitarias que se sientan a la mesa en silencio. Fiestas que duelen en muchas casas, en demasiadas vidas. Navidades que aprietan hasta asfixiar porque son más días de sufrimiento, escasez, pobreza, injusticias, desigualdades. Días para la solidaridad, empatía y reflexión.
Navidades infantiles, inocentes, soñadoras, esos días en los que una sonrisa ilumina el aire y se convierte en el mejor regalo. Un día de Reyes que hemos transformado en varias celebraciones de la abundancia, sin la magia necesaria. Celebramos lo que somos y no somos, lo que tenemos y no tenemos. Y cambiamos de año pretendiendo ser mejores, impulsados al cambio, a la construcción de ese imaginario del peso ideal, los sentimientos ideales y las buenas intenciones. Los mejores deseos se esfuman con las burbujas del cava tras cumplir con el ritual de la fiesta. Hay quienes mudan de piel cada año para seguir avanzando en las casillas de este juego. Y hay quienes sienten profundamente este paréntesis como una catarsis que purifique el ambiente.
"Depresiones, ansiedad, irritabilidad, soledad, desasosiego. Nos quedan demasiados abrazos, besos y afectos que demostrar y explosionar. Y nos queda la esperanza."
Nadie puede inducirnos hacia la felicidad ni a ningún placebo posible. Estamos jodidas y jodidos. Y, ante todo esto qué pasa, esto mismo que está pasando en tiempos del coronavirus, estas fiestas son una puta pandemia. Depresiones, ansiedad, irritabilidad, soledad, desasosiego. Ya está bien de marcar a tantos Santos Inocentes, que son miles. Hay que abrir la mirada y las manos, y decidir con firmeza hacia dónde camina este país y su ciudadanía. Nos quedan demasiados abrazos, besos y afectos que demostrar y explosionar. Y nos queda la esperanza. Ojalá.