la cultura invisible / OPINIÓN

Ser fantasma de la ópera, al alcance de cualquier bolsillo

26/05/2019 - 

 Escribo esto desde un escondite, un lugar mágico dentro de uno mágico ya de por sí. Escribo esto desde las tripas de todos los teatros, de todos los palacios de música, desde todos los palcos, de todas las plateas, desde el propio foso de una orquesta. ¿Saben que hay algo extraordinario en el foso de un teatro reservado para la orquesta? Es un limbo, el no lugar por excelencia, el puto capitán general de todos los no lugares del mundo. Piensen en todas esas personas brillantes, un puñado de los mejores que consagraron su vida y las de los suyos a serlo, y llegaron hasta ese foso de entre cientos, cientos de miles. Y ahora lo comparten.

Tengo un amigo, no daré muchos detalles pero toca en la orquesta del Liceu. Me dijo en cierta ocasión que había leído cada uno de mis libros en aquel foso. Puede que el foso más volcánico de todos, capaz de convertir la música en lava que sube por la fila de butacas, hasta que todo arde, y perdonen el símil tan desafortunado. Pero a veces la música es así, una fuerza de la naturaleza. Imaginen con qué emoción conoce uno que lo han leído en el foso del Liceu en los ensayos entre número y número, entre obra maestra y obra maestra. Todas las letras escogidas por uno para recortar las partes de una historia, para vestir las penas, peinar los vientos, sembrar los personajes... macerándose allá abajo en el fondo del foso en voz baja.

Hoy no hay foso. Y el teatro no lo es, ni teatro ni tampoco añejo, es el Palau de Congressos i Auditori de Castelló. Pero siempre hay algo de fantasma de la ópera en cualquier teatro, palacio, ópera o auditorio donde se interprete música de concierto. Y si no lo creen, deberían estar ahora aquí arriba, en el ultimo palco. Vacío todo a mi alrededor porque no suele subir nadie hasta tan arriba. Hay algo de inquietante y también de fascinante en este recoveco apartado, en este palco recóndito. Aquí, en mi oscuridad, escuchando la Sinfonía número 5 en sí bemol mayor de Schubert. Antes ha sonado el Adagio de Barber, impecable. En la primera parte fueron la Sinfonía en re mayor de Kraus y “Luces y sombras”, concierto para guitarra y orquesta, de una compositora actual afincada en València —con lo difícil que es para un compositor hoy en día hacerse sonar en estos púlpitos, que una compositora, que ha de remar aguas más virulentas, lo consiga, ya es indicativo de su talento—. Claudia Montero es ganadora de cuatro Grammy Latinos. Uno de ellos por esta misma pieza interpretada esta noche por Alejandro Córdova, mexicano ganador del Certamen Internacional de Guitarra Francesc Tàrrega de Benicàssim 2017 y acompañado por la Orquestra Simfònica de Castelló.

Desde esta tenebrosa soledad desde la que se advierte todo: escenario, platea, palcos inferiores… uno puede llegar a desaparecer, dejar de poder ser visto u oído. Volar entre los focos.

Y desde ésta, mi oscuridad, aderezada por todas esas melodías, el mundo se ve distinto. Desde esta tenebrosa soledad desde la que se advierte todo: escenario, platea, palcos inferiores… uno puede llegar a desaparecer, dejar de poder ser visto u oído. Volar entre los focos. Ser fantasma de la ópera… Ya les decía al principio que hay algo de mágico en estas arquitecturas hechas para que la música suene en su mejor acústica, y se despliegue como una bruma entre nosotros, nos arrebate el ánimo, la voluntad, los pensamientos incluso y nos transporte a lugares y momentos sin espacio-tiempo. La música pura, como experiencia —que no ejecución o creación—, no se puede articular en parámetros mesurables, tan sólo se puede experimentar o no.

Y entonces lo veo. Está sentado en el anfiteatro. Roza los setenta y pico, puede que ochenta. Me pregunto cuánto hace que viene solo a los conciertos. Dudo de si lo hizo alguna vez acompañado y sé que sí. Todavía lleva una ausencia a su lado. Se ve a la legua, se ve incluso a oscuras que ese alguien ha ocupado el asiento contiguo toda la vida, todos los asientos contiguos de todos los teatros, de todos los trenes, de todos los paseos que ha dado en su vida. Pero sobre todo, sobre todos esos asientos vacíos, silencios, huecos sin alivio posible, sobre todos ellos, el asiento de este anfiteatro es el más vacío y mísero de todos. El más inerte, el más cansado de un viaje tan largo. Porque cuarenta años fueron nada y tres son un tiempo interminable. O dos, también. O quizá haga sólo uno que cabalga solitario este buen hombre. Pero ha sido el año más largo y torpe, y fangoso de su vida. Pero ahora veo que sonríe. Y entonces lo observo bien, me detengo en mirarlo más de cerca, y comprendo que la butaca de al lado no está vacía. Y no lo estará mientras suene la música, mientras dure el concierto. No lo había entendido. Ahí abajo, en ese anfiteatro que observo desde lo alto, es en el único lugar donde no está solo. Está con ella, o con él, con quien fuera que se dio al amor hasta que llegó la muerte como un hada shakesperiana. Cómo no me he dado cuenta en el primer segundo de que no estaba solo. Suenan ya los aplausos, y luego el terrible silencio de nuevo.

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