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Tribuna libre / OPINIÓN

Sobre la supuesta excelencia universitaria

18/01/2024 - 

Con cierta inquietud, no exenta de pesimismo, venimos observando cómo, al menos en el ámbito del Derecho, los nuevos Planes de Estudio se han instalado para desdibujar los cimientos de una Universidad que si bien necesitaba de una lógica renovación, no tenía por qué socavar sus pilares más sólidos, aquellos que nos acogían y representaban. Planes que, a nuestro juicio, no han resuelto el problema, muy al contrario, han contribuido a crear un laberíntico entramado académico, en el que la burocracia lo invade todo: desde las acreditaciones, pasando por la planificación de los cursos, los horarios o los sexenios, hasta el punto de conducirnos al sufriente taedium vitae, tan ajeno a la Universidad como pudiera estarlo Otelo de Don Quijote.

¿Nos rendimos ante la realidad? No, todo lo contrario. Como tantas veces, hemos decidido "juntar la letra a la palabra, la palabra al papel" (B. de Otero), para reflexionar sobre lo que vemos y padecemos. Es un deber de conciencia. A ella nos debemos. Pero también de gratitud. Lo es porque la Universidad no solo es nuestro lugar de trabajo y de sustento, representa mucho más: nuestra pasión por aprender y enseñar. A ella nos entregamos en cuerpo y alma. No podemos negarlo. Tampoco lo deseamos. No lo haremos porque, como recordaba Ortega y Gasset, en el ser humano no cabe el adanismo, ya que este se reviste del ropaje de la Historia, la vivida y la pensada, la hablada y la escrita. En esa infinita escritura en la que el hoy se aúna con pasado (T. S. Eliot), lo que la Universidad fue nos recuerda lo que no somos: universitarios en los que la búsqueda del saber lo es todo; universitarios para los que el esfuerzo y la meritocracia constituyen un camino irrenunciable, universitarios en los que la memoria es un arte que contribuye a la perfección de la persona; universitarios que no creyeron en Planes de Estudios acomodaticios, sino en esa Paideia que les enseñaba que el aprendizaje era un mar sin orillas; universitarios que supieron comprender que nuestros alumnos, sin una formación integral, solo serán estudiantes incompletos e insatisfechos, porque se les ha hecho creer, como señala Nuccio Ordine, "que el éxito se mide por la cuenta bancaria", y cuando esto sucede, "cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad".

Todos sabemos que esta es la realidad de la vida universitaria. Aun así, solemos escuchar, no sin asombro, que hay que alcanzar la excelencia. Nos preguntamos: si nuestra Universidad aporta un grado de excelencia considerable: ¿por qué razón se exige cursar un máster? ¿No será que nuestras autoridades académicas son plenamente conscientes de que lo que se les aporta no alcanza para ejercer una profesión? Así ocurre en la Facultad de Derecho, de la que podemos hablar con mayor propiedad. Pero, claro, cuando los Planes de Estudio vienen a reducir las carreras, y cuando las añoradas asignaturas anuales se convierten en cuatrimestrales, ¿qué podemos esperar? Sí, qué podemos esperar cuando los alumnos nos dicen, curso tras curso: "¡Qué pena!, ahora que le habíamos cogido cariño a su persona y aprecio a la materia, ahora, justo ahora, se acaba el curso". Un curso que se inicia a mediados de septiembre y acaba a mediados de diciembre. Si descontamos los puentes y las fiestas, ¿en qué se queda?, ¿qué materia podemos exponer?, ¿qué nivel de exigencia es el que debemos requerir? Lo diré sin paliativos: muy poca. Y cuando la materia es poca, también lo es el grado de exigencia. ¿Quién puede negar que hoy se exige menos que hace varias décadas? Y cuando rebajamos el nivel de exigencia les hacemos un flaco favor. Me acuso de contribuir a su mala formación. No puedo negarlo. Sé que cuando lo hago, les traiciono, porque no desconozco lo que les espera a la vuelta de la esquina: oposiciones con más de trecientos temas, temas que han de "cantar" en diez minutos, y en los que la memoria lo es todo, la que no exigimos o rebajamos a mínimos que nos deberían avergonzar, pero las guías docentes dicen que en torno al tres y medio, sumado a una correcta evaluación continua, puede llevar al aprobado. Quedan dos caminos: claudicar o convertirnos en honrosos objetores de conciencia. La última opción sería la deseable, pero bien sabemos que con ello incumpliríamos la normativa vigente, y el alumnado puede perdonar una mala formación, pero no un irrisorio aprobado.

Esta realidad es la que nos lleva a reflexionar sobre el devenir de la Universidad; un imperativo que exige que se cumplan dos premisas: ni empobrecerla ni vivir en la aquiescencia. Estas nos infunden el valor suficiente para hacer causa común con quienes, como Jordi Jovet, la cuestionan por empobrecida. Y cuando personalidades como la suya dejan la Universidad por agotamiento, el final del relato de Borges, Del rigor de la ciencia, se hace presente. En él se narra cómo unos cartógrafos abandonan un mapa que quería representar el universo (el Plan Bolonia), ya que entendían "que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las inclemencias del Sol y de los Inviernos". De él solo quedan desvencijadas ruinas, habitadas por animales y mendigos, mendigos de la palabra, huérfanos de la sabiduría y tecnócratas del saber. Escombros que se convierten en una herencia envenenada para las futuras generaciones, más pendientes de las novísimas e inabarcables tecnologías que de leer a los clásicos que alimentaron nuestros días y nuestras noches, con su verdad y su belleza.

Ante realidad que tanto me entristece, la literatura me ofrece un espacio en el que cobijarme. Viene a mi encuentro un verso que T.S. Eliot escribiera en El coro de la roca: "¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?/ ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?".

Conozco la respuesta, está aloja en el aforismo 26 de Kafka: "Hay una meta, pero no hay camino; lo que llamamos camino es vacilación". Por esa sinuosa senda nos conducen quienes proclaman, sin ruborizarse, que tenemos la juventud mejor preparada de la Historia. Uno palidece y recuerda, con Heidegger, que "ninguna época acumuló tantos y tan ricos conocimientos sobre el hombre como la nuestra. Ninguna época consiguió ofrecer un saber acerca del hombre tan penetrante. Ninguna época logró que este saber fuera tan rápida y cómodamente accesible. Y, no obstante, ninguna época supo menos qué es el hombre". Es lógico que no lo sepamos porque se nos inculca que no se vive de certezas ni de principios estables, ni siquiera de una verdad objetiva e inmutable (sin ella no hay diálogo posible). El eslogan se impone. Todo es relativo. Todo. Incluso la reiterada y nauseabunda mentira. Ahora se llama cambio de opinión. No lo es para mí, un simple mortal que no cree ni en la traición ni en el eufemismo de salón. Y ante desintegración intelectual, uno se convierte en ese niño del cuento El traje nuevo del emperador (Hans Christian Andersen), y declara que el poder va desnudo de saber y de ciencia. Los universitarios lo sabemos. Los universitarios lo sufrimos. Pero callamos. Esta es nuestra tragedia y nuestra mayor vileza. Así lo sentimos "Nosotros [que] venimos de los libros. Nosotros [que] hemos leído y leemos libros. [Nosotros que] Creemos que hemos vivido porque hemos leído libros" (Josep Pla, El cuaderno gris).

Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano

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