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‘Sóniechka’, de Liudmila Ulítskaya, lo que somos y lo que íbamos a ser

Anagrama cuenta en su catálogo con esta novela breve merecedora del Premio Formentor de las Letras 2022, una gran historia, áspera y conmovedora, como suelen ser las mejores historias, por alguna razón

7/11/2022 - 

VALÈNCIA. Teníamos planes sobre nosotros mismos, o al menos, intuiciones. Teníamos una inercia infantil que luego fue juvenil y más tarde, en algún momento, un esquema, una convicción, una proyección de nuestro mañana, y la verdad es que pintaba bien. Hay una época en la juventud en la que sabemos lo que queremos ser. Es justo antes de comenzar a ser otra cosa: lo que seremos. Ocurre sin que nos demos cuenta: todo apunta a que cedemos en algo, y de algún modo, nos salimos del camino. Una avalancha de realidad, una tormenta de convenciones y de costumbres nos arrastra fuera de la senda que habíamos marcado en el mapa. La aspiración de la comodidad exige sacrificios, incluso aunque esa ventana de comodidad sea cada vez más estrecha, y sus vistas, menos confortables. La ficción de las redes sociales es la confirmación de que esto es así: la vida envidiable del superyó social, constituido por un sinfín de brazos y piernas y rostros sonrientes, como en ese maravilloso relato de Clive Barker ambientado en la extinta Yugoslavia y titulado En las colinas, las ciudades, es solo eso, un cuento escrito con los estertores del sueño. 

Necesitamos seguir alimentando esa etapa. En ella reside el silmaril de nuestra existencia, el mineral tornasolado incólume, todavía sin opacar por otras felicidades mucho más prácticas, más funcionales. ¿Nos hemos traicionado? No, sí, depende. Los sueños, sueños son. Nacen y crecen al margen de la estadística: en eso consisten. Sería extraño encontrar un niño que quisiese ser técnico cultural de alguna institución de mayor. Lo normal sería que quiera ser cantante. Músico. Escritora. Luego lo prosaico ya nos mete en vereda, y buscamos, por lo pronto, sobrevivir. Ayudar a sobrevivir a la gente que queremos. Quizás el tono de todo esto resulta algo lúgubre, pero no es más que lo común. Lo común lúgubre es mucho peor. Hacer scroll genera depresiones.

Las historias breves son un manjar poco frecuente. La extensión estándar de una novela suele rondar las trescientas y pico páginas, página arriba, página abajo. La Gran Novela Americana™ suele tener muchas más. Una novela tan breve como Sóniechka, de la ganadora del Premio Formentor de las Letras 2022 Liudmila Ulítskaya, es una auténtica suerte para los paladares afines al instante literario. Sóniechka es una forma afectuosa de Sonia. Sonia era una joven que pronto renunció a las vicisitudes del gustar, pese a gustar, entregándose a su verdadera pasión: la lectura. En los sótanos fríos y húmedos de las bibliotecas convirtió su disfrute en trabajo, y en una de ellas conoció a su amor, un pintor mayor que ella cumpliendo condena, un hombre herido por el exilio, temeroso, deseoso de hallar una felicidad cálida que le sacase el helor gélido de la muerte de los huesos. Poco a poco, el recuerdo de los años sumergida en el abrazo vainilla de los libros fue retrocediendo ante el aroma a comida recién cocinada del bienestar doméstico y el abrazo nocturno del cónyuge. 

El amor hacia las historias de otros encogió frente al amor de la historia nacida de sí misma y por escribir. La mujer que iba a ser dio paso a la mujer que finalmente sería. Sóniechka era feliz. Robert Viktorovich, por su parte, recuperó el instinto artístico y se sacudió de encima la escarcha. El hombre que fue, volvió a su piel. El ciclo de las penurias tocó a su fin. En el horizonte, un renacimiento personal y un cruce de caminos, ese lugar donde aguarda a que pasemos Hécate con su jauría de perros, el diablo, y cualquier otra representación de la tentación y la ruina. En la novela de Ulítskaya se entra desde la primera palabra, y se sale unas horas después de haber leído la última. Uno se queda pensando, por ejemplo, en las texturas matéricas del blanco en el pincel:

“Se pasaba horas contemplando por la ventana la blancura de la nieve, que cambiaba sutilmente según la luz y la humedad, examinaba el perfil blanco y liso de la jarra de porcelana, los recortes de papel Whatman granulado sobre la mesa, el blanco mate de los moldes en yeso de antiguos relieves con las letras apenas perceptibles de un alfabeto antiguo. Al final del segundo mes comenzó a pintar de nuevo, veinte años después de los ejercicios que había realizado en el campo de prisioneros: copias caprichosas de aquella gente completamente tediosa. Ahora Robert Viktorovich no pintaba más que naturalezas muertas blancas donde sintetizaba sus complejas reflexiones sobre la naturaleza, la forma y la textura del blanco que subyugan el principio pictórico, y las sílabas, las palabras de sus cavilaciones eran azucareros de porcelana, toallas blancas de nido de abeja, leche en un tarro de vidrio, todo aquello que parecería simplemente blanco para un ojo profano pero que para Robert Viktorovich representaba un camino doloroso en su búsqueda del ideal y del misterio”. 

La búsqueda del ideal y del misterio casi siempre concluye con la sensación de haberse adentrado demasiado en el bosque tras las huellas de un mito: al principio todo son sombras de movimientos y sonidos prometedores; más tarde, la sensación de que el objetivo queda fuera de nuestro alcance; al final, la sospecha de que ese objetivo ni siquiera existe. Los protagonistas de esta historia evolucionan hacia la búsqueda de ese mañana en que todo será mejor. Todos salvo Sóniechka: ella se aferra al presente, y solo en una ocasión expresa cierta esperanza para con el futuro. Su felicidad es la del espacio y el tiempo en que reside: no necesita marcharse a otro lugar. Ella está allí, habitando un día de su vida repleto de fantasmas, en un plano de la comprensión superior o paralelo al de los demás, esa gente que siente lástima por ella o a quien le inquieta no lograr entender su inmensa soledad, en parte culpa de los otros, en parte última forma de su voluntad.

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