MURCIA. Entre el final de la década de los setenta y el comienzo de las de los ochenta tuvo lugar una de las etapas más inspiradas y enriquecedoras de la música pop. Los límites de lo que se podía hacer en este campo fueron ampliados y eliminados como si nada por una serie de nombres desconocidos que iban surgiendo de una dimensión llamada underground. El hecho de que muchos de esos cambios encontraran su lugar en las listas de éxitos y que estas, cada tanto, se vieran conquistadas por desconocidos, armados cada uno de ellos con su pequeña revolución, tuvo una gran importancia que, cuarenta años después, se antoja todavía mayor. Sulk, es un buen ejemplo de hasta qué punto lo extraño, lo diferente, lo que rompía con lo que no era normativo en el pop y el rock, se infiltraba en la vida cotidiana del público, sobre todo del británico. Publicado el 14 de mayo de 1982, Sulk fue el segundo álbum del dúo escocés The Associates, y consistía en un choque frontal entre la esencia de la canción pop y una necesidad sin límites de hacerla viajar más allá en sus posibilidades sonoras.
El vocalista Billy MacKenzie expresaba con su voz de tenor y con claridad cristalina su propia complejidad. Alan Rankine, multi instrumentista, era un músico completo y lleno de inventiva que estableció una conexión casi telepática con MacKenzie, cuyas intenciones musicales entendía sólo con mirarle, para después traducirlas a sonidos una vez entraban al estudio. Se conocieron en 1976, cuando ambos tocaban en grupos de versiones. Perplejo ante su capacidad vocal Rankine se las arregló para que MacKenzie se convirtiera en el cantante de su banda. Meses después, volviendo de una actuación, estalló una disputa en la furgoneta acerca de la calidad de la música de Kraftwerk. MacKenzie defendió a los alemanes con vehemencia, llegando a las manos con uno de los músicos. Derroches de apasionamiento así definían su personalidad. A Rankine le unían las filias –por Bowie, Roxy Music, Sparks, Talking Heads- y los prejuicios hacia aquellos que no encajara en su universo creativo. Su primer sencillo fue una versión de “Boys keep swinging” grabada tan sólo dos meses después de que se publicara el single original de Bowie. Es un detalle que explica bastante bien qué eran, cómo funcionaban, qué movía a la pareja artística que se dio a conocer bajo el nombre de The Associates.
La música que entre los dos hacían era una mezcla casi imposible de cosas y Sulk es su obra maestra. Las partes instrumentales absorbían el oscurantismo y la tensión surgidos a partir del punk, y asumían la necesidad de incorporar nuevos planteamientos al lenguaje del pop. Associates disfrutan exhibiendo su esquizofrenia, la que les otorga unir músicas discordantes en canciones a veces opresivas, casi siempre imprevisibles, cantadas por un vocalista que las rocía con un apasionamiento desmesurado y hace de la histeria una de las nuevas bellas artes. La voz de MacKenzie parece estar a veces fuera de control, incluso cuando las estructuras son más convencionales, más reconocibles. En Sulk hay coros pop, hay funk, hay melodías fantásticas, hay arreglos barrocos, pero la voz de MacKenzie nos recuerda constantemente que, a pesar de los destellos, estamos accediendo a un mundo tortuoso y torturado.
Michael Dempsey, que inicialmente fue miembro de The Cure y luego pasó a colaborar con The Associates asegura que nadie más hizo, ni entonces ni después, la música que ellos hacían. Durante la grabación de Sulk llenaron de agua los tambores de la batería para ver qué sonido podían lograr, una vez descartada la posibilidad de grabar percusiones bajo el agua. Associates eran seres excesivos. Se gastaron en un Mercedes descapotable el adelanto que les dio Warner al contratarlos. Sus canciones claman a los cuatro vientos cuánto les gustaba esnifar cocaína y si algún día se le ha de dar a esta droga una identidad musical más allá de los mitos y leyendas alrededor de la etapa californiana de Bowie, la música del dúo debería estar entre las aspirantes a dicha banda sonora. MacKenzie, tan no leía libros, rara vez iba al cine y Rankine apenas le recuerda trabajando las letras, que, sin embargo, eran intachables, dueñas una imaginería enloquecida, acorde con la música. La canción “Party Fears Two”, que en 1982 llegó al número 10 de las listas inglesas, les define como ninguna otra. Es a la vez emocionante y estrambótica. Representa el esfuerzo del grupo por sacar a relucir su potencial melódico en medio de un álbum que no hacía demasiadas concesiones. En las entrevistas, MacKenzie contaba que la letra provenía de una historia que le contaron en la que dos chicas que no habían sido invitadas a una fiesta a la que querían ir, se dedicaron a romper los cristales de las ventanas de la casa con sus tacones. Rankine explicaría años después que, más allá de que aquella historia debiera tomarse en serio, la letra estaba hablando sobre ellos dos, forasteros demasiado singulares.
Su propio mundo no tardaría en resquebrajarse. MacKenzie se negó aceptar las exigencias promocionales que demandaba el éxito. Tenían programada una gira mundial y él hizo que se suspendiera. También se cansó del funcionamiento del grupo y reivindicó el significado de su nombre: los asociados tenían que entrar y salir, no ser siempre los mismos. “No soporto esta situación en plan Paul, John, George y Ringo”, le recriminó a Rankine y este optó por marcharse, dejándole para él solito el nombre del grupo. Rankine quería hacer giras y ganar dinero con la música. MacKenzie quería ahorrarse la experiencia de tocar en directo y reducir su actividad artística al estudio. No tenía el más mínimo interés en actuar con el público, pertenecía a esa rara especie a la que no le sale a cuenta esa vibración mágica. Demasiado frágil para quedar expuesto durante demasiado tiempo a la intemperie de los escenarios, la vida pública.