CASTELLÓ. The Bear, la comedia que no es comedia, por mucho que se empeñen los Emmys, ha vuelto. Y lo ha hecho con exhibición de una gran libertad creativa y artística, lo cual está muy bien y aquí siempre lo defenderemos, pero también dando vueltas sobre sí misma en un evidente ejercicio de autocomplacencia, lo cual ya no está tan bien. Antes de empezar quiero dejar claro que me he propuesto dos cosas en este texto. Una, no dejarme llevar en el análisis por lo irritante que su protagonista y, en parte, la propia serie, pueden llegar a ser y, dos, evitar las metáforas culinarias, porque ya está bien, que las habéis gastado todas en los titulares y textos que anunciaban su vuelta.
La tercera temporada empieza justo donde acaba la segunda y se va a dedicar a mostrar como Carmie fuerza a todo su equipo al límite para conseguir una estrella Michelin, que es lo único que le importa. No que el nuevo restaurante funcione, no que a la gente le gusten los platos maravillosos que allí se preparan. No, la estrella. Y es que Carmie no solo es insufrible, es idiota, que es peor, supongo que estaremos todas de acuerdo. Vale que con semejante familia es difícil salir bien pero, oye, deja de mirarte el ombligo y a la nada con cara de sufrimiento, como si tu conflicto fuera interesante. Su motivación, al fin y al cabo, es ser el mejor y, guionistas, ¿a quién coño le importa eso?
Y he aquí que, como en la temporada anterior, las partes más interesantes son las dedicadas al resto de personajes. Con una diferencia: esta vez se nota a la legua el constante ejercicio de estilo que la serie pretende. Y es agotador. El primer capítulo, dedicado exclusivamente al protagonista, es un buen ejemplo de cómo se plantea la temporada. Se trata de entrar en la cabeza de Carmie para entenderle y situarte en el relato, y hay un momento en el que te percatas, no solo de que lo ha conseguido, sino también de lo brillante que es todo, con su mezcla de pasado y presente y de deseo y realidad, con la escasez de diálogos, el exquisito trabajo de montaje, el acompañamiento musical inesperado, la cadencia de imágenes y melodía. Y aplaudes. Hasta que empiezas a pensar que sí, que muy bonito todo, pero estás más pendiente de la forma que del contenido, y que ya está bien, que ya lo has entendido, que igual tanta reiteración no hace falta y sus 38 minutos se están haciendo laaaaargos. Además, esta idea del primer capítulo, y muchas de sus imágenes, se repetirán a lo largo de la temporada, en un subrayado totalmente innecesario que solo se explica por la autocomplacencia y ese dar vueltas sobre sí misma. Otro tanto sucede con el capítulo 8, que presenta una situación muy emocional y emocionante, solo que estirada al máximo hasta el punto de que la emoción se esfuma. El tour de force, el mecanismo, el más difícil todavía acaban pasando por encima de todo.
En puridad, pasan muy pocas cosas en la temporada y casi todos los personajes acaban más o menos en el mismo sitio en el que estaban. Esto no es grave. Quienes leen esta columna saben que aquí se defienden a muerte los relatos que otros llaman lentos, no atados a la tiranía de la acción y de la relación causa y efecto. Lo que pasa es que se nota demasiado el afán de epatar, la necesidad de que cada episodio sea una especie de desafío narrativo o estético y la temporada un muestrario de las altas capacidades creativas de sus autores. Y eso que esta vez nos hemos ahorrado el capítulo del plano secuencia, que ya lo habían aprobado con nota en las anteriores entregas. No así los interminables diálogos entrecortados, a veces a gritos y a veces no, pero llenos de vacilaciones, puntos suspensivos, muletillas, frases sin terminar…
Y no, The Bear no es una comedia, por más que haya algunas situaciones cómicas o cierta ironía en algunos momentos dramáticos. La supuesta comicidad viene propiciada, la mayoría de las veces, por dos personajes muy molestos: los hermanos Fak, dos tontos muy tontos enredados en cansinos y estirados diálogos de besugo o en situaciones a lo Pepe Gotera y Otilio. Y que percibamos ironía o cierto humor negro a veces no la convierte en comedia.
The Bear es una buena muestra de la dificultad de colocar etiquetas a los relatos televisivos y de la complejidad y libertad creativa que estos están alcanzando. También es un signo del estatus menos apreciado de la comedia frente al drama, y esto no es una paradoja. La serie compite como comedia y no como drama para garantizar los premios, precisamente porque su contenido dramático hace que la tomen más en serio que a series puramente cómicas. Hacer reír tiene muchísima menos consideración cultural que hacer sufrir o llorar. Por eso, entre las comedias va a destacar por su singularidad, mientras que probablemente entre los dramas no hubiera rascado tantas nominaciones y premios, por muy fenómeno audiovisual que sea.
La impresión que deja la temporada es ambigua. Por una parte, hay que reconocerle que, aun con todos sus defectos y su protagonista, es entretenida y acabas viéndola completa, interesada por algunos de los personajes, como el primo, la segunda chef, el tío o la cocinera, cuyos arcos narrativos valen la pena. Sin embargo, la sensación de que no es para tanto y hay más humo que otra cosa crece. Sensación agravada en el último capítulo, que reúne a varios chefs reales y, con una excusa narrativa y clara intención fetichista, les sienta a hablar demasiado rato sobre el valor de la comida y la experiencia gastronómica en una charla llena de clichés y frases manidas. Otra vez el omnipresente ejercicio de estilo, puro manierismo, de una serie irritante y compleja, que se muestra encantada de haberse conocido.