VALÈNCIA. Antes que nada, voy a aclarar una duda. Sí, The Sandman se entiende perfectamente aunque no hayas leído los cómics. De verdad. Funciona por sí misma como la obra audiovisual técnica y artísticamente cuidada que es. Les voy a contar un secreto. El audiovisual, como lo llamamos ahora, no nació ayer. Desde la llegada del cine en 1895, llevamos 127 años de historias proyectadas o emitidas en pantallas, historias algunas muy complejas, muchas de ellas contadas en 90 minutos e incluso menos, fíjate tú qué extravagancia. En serio, no hay que preocuparse tanto.
Me doy cuenta de que el párrafo anterior ha sonado un poco a la defensiva, pero es que ya no puedo con la condescendencia de quienes creen que las series nacieron con HBO y el cine con Christopher Nolan, desconociendo toda la historia previa repleta de relatos de todo tipo y pelaje. El mundo maravilloso de Neil Gaiman es complejo y sofisticado, pero el cine lleva ya dos siglos contando historias complejas y sofisticadas, mucho más que las del sombrío dios Morfeo, que los y las espectadoras hemos sido perfectamente capaces de descifrar, entender y disfrutar.
Y dicho esto, The Sandman me parece una serie interesante e irregular, con momentos magníficos y otros poco lúcidos. Un poco como la caracterización y la interpretación de Tom Sturridge como Morfeo: a ratos sin chispa e incluso irritante (ese gesto como de asco, esa mirada intensa), y a ratos muy adecuado en su hieratismo. Por lo demás, el dinero invertido se nota para bien. Un punto a favor, sin duda, es lo arriesgado de su estructura narrativa. Se agradece que en una producción tan cara y que genera tanta expectativa se haya decidido un esquema poco convencional que divide la serie, más o menos, en dos historias conectadas, pero diferentes, que, a su vez, incluyen otras historias en su seno. El problema es que las dos partes son muy desiguales.
La serie va in crescendo desde el principio hasta el extraordinario capítulo cinco, un precioso tour de force narrativo, que culmina la historia en un clímax perfecto, con un personaje verdaderamente carismático y soberbiamente interpretado, como es norma en él, por el gran David Thewlis. Pero no es el único personaje con carisma en esos primeros capítulos. Los de Charles Dance y Joely Richardson o el Lucifer encarnado por Gwendoline Christie y su duelo con el protagonista son buena prueba de ello.
Luego tenemos un precioso capítulo de transición, el sexto, que funciona de forma autónoma y que es una delicia. Tras él, la serie sigue con otra historia, “La casa de muñecas”, que, aunque está vinculada a lo contado previamente, no tiene, ni de lejos, el interés de los capítulos anteriores. No hay aquí personajes carismáticos que desees seguir, salvo, y solo a veces, El Corintio (Boyd Holbrook). Desde luego no lo es la protagonista de esta parte ni, por mucho que se esfuercen, los personajes raros y estrafalarios que la acompañan, incluido el de Stephen Fry, y entre los que descubrimos, nada menos, que a John Cameron Mitchell, el creador de esa película extraordinaria que es Hedwig and the Angry Inch. Cierto que la trama tiene una gran trascendencia, y la dirección artística, los efectos especiales, la construcción del mundo onírico y el sentido de la maravilla hacen que, más o menos, funcione, pero se hace un poco larga. En general, todo es menos interesante en la segunda parte de la serie.
Aunque hoy en día estamos sepultados en adaptaciones cinematográficas y televisivas de cómics y parece lo más normal del mundo, lo cierto es que no debe ser sencillo traducir un cómic (imagen fija) al lenguaje audiovisual (imagen en movimiento). Hay que tomar un montón de decisiones que no solo tienen que ver con si lleva un traje así o asá, el pelo de aquella manera o si fulano o mengana sirven para interpretar a un personaje. Me refiero a otras cosas. Para llegar a esa ilustración que ha convertido en icónico un personaje o una situación, a la potencia de la viñeta que muestra al protagonista en pose triunfante o abatida o tensa, según sea el caso, hay que verle antes en movimiento, hay que decidir si se pone música o no, dónde va la cámara previamente al contrapicado que ya marca el dibujo, hay que decidir cómo habla.
Y esto es muy complicado. Porque lo enfático, lo solemne, lo grave puede funcionar de maravilla en la ilustración, en la imagen plana fija, pero no funciona igual en la imagen en movimiento. De hecho, puede ser contraproducente por lo impostado y artificial. Algo de esto pasa en The Sandman, muy especialmente en los primeros capítulos (o será que luego te acostumbras). Ese moverse lento del protagonista, incluso para coger un papel del suelo, ese caminar parsimonioso, ese estar en pose permanente mientras la música, pesadísima, subraya hasta la extenuación lo trascendente de la imagen, esa voz cavernosa de recitar poemas épicos u homilías en un funeral. Es agotador. Y distanciador. Lo siento, pero me da un poco de risa tanta solemnidad. Me la da con personajes normales y corrientes, así que mucho más con seres de fantasía vestidos de forma extravagante. ¡Cuánto daño has hecho, Christopher Nolan!