Julio era el gran mes de la siega, del trigo, cebada, centeno, de la trilla y del descanso con las fiestas de Santa Ana, que despedían un mes de intenso trabajo bajo el sol ardiente de la Serranía de Cuenca. El estruendo de aquella primera segadora en los años setenta era la manera de concebir el progreso, aunque después se debiera repasar el campo con la hoz y la zoqueta. A destajo trabajaba una familia entera, intensa, quienes vivían en el pueblo, en Reíllo, y quienes tuvieron que emigrar a las ciudades. Y participaban todos, grandes y pequeños, no había más remedio. Cuando se montaban las gavillas y haces era un momento especial, aquellos rectángulos de paja conformaban un bellísimo y único paisaje agrícola. Era el resultado de largos días sin tregua en tierras donde, dicen, hay nueve meses de invierno y tres de infierno. Para una familia de seis hermanos, con casi dos decenas de hijas e hijos, el mes de julio era una permanente ebullición de esfuerzo y satisfacción por conversar aquello que siempre había marcado la vida entre el cielo y la tierra. El campo, la agricultura, la vida rural.
Llegar a la era del pueblo era una fiesta, a pesar de la dureza del proceso. Las niñas y niños de la familia peleábamos por subir al trillo con silla incorporada y dirigido por aquellas mulas que giraban mientras las piedras de pedernal iban separando los granos de la paja. Después llegaban la horca y la pala para aventar la mies trillada y lanzar al aire el cereal. Aquello era tremendo hasta que llegó a la familia una aventadora con poleas y enganchada al tractor gris del tío Paco, el hermano mayor. Llovía trigo del aire, y polvo, mucho polvo, mientras abrasaba la solana manchega. El refugio era la cocinilla y los espacios sombríos de una abuela de pocas palabras y mucha ternura. Su vida se recluía al entorno de la chimenea a pie de tierra, a los cacharros de barro siempre humeantes, y a la gran sala de una casona que era parador de peones camineros.
Aquel aroma perdura junto al recuerdo de las conversaciones sobre la difícil vida de la gente del campo, de la precariedad, esfuerzos, del trabajo diario de sol a sol en los pequeños pueblos, en cualquier pequeño pueblo de cualquier territorio
Hay olores que perviven en la memoria y en el corazón. Me acompañan aquellos vapores que envolvían a una mujer mayor, mi abuela María, madre de seis varones y vestida de negro, en torno a la cazuela, cocinando un potaje mientras removía unas gachas, y todo sucedía bajo el lar de un comedor que unía a una familia. La algarabía infantil rondaba entre el corral y el establo removiendo ovejas, gallinas, conejos y puercos. Todos esperando para sentarse en una silla, con la navaja y un trozo de pan en la mano, y rodear la sartén de la harina de almortas tostada para mojar y pillar algún trozo de panceta o chorizo. En verano, el mojete de tomate era lo mejor de la jornada. Aquel aroma perdura junto al recuerdo de las conversaciones sobre la difícil vida de la gente del campo, de la precariedad, esfuerzos, del trabajo diario de sol a sol en los pequeños pueblos, en cualquier pequeño pueblo de cualquier territorio. Quejidos y sueños que fluían mirando las altas llamas que prendían desde el suelo. Una sabiduría que nacía de la observación del fuego y del cielo. Fuertemente arraigados a la tierra, resignados y también agradecidos por sobrevivir a tantas miserias. Y felices porque aquella vida quedaba lejos del estallido urbano, del ruido y de los escaparates humanos. Ellas y ellos marcan hoy el paso del tiempo de aquellas niñas y niños que fueron, de aquellos que marcharon, de una extensa familia que vivió de sus manos, entre el cielo y la tierra. Los silencios de una tierra pequeña, hermosa, y de sus gentes. Los pueblos que se vaciaron, que siguen luchando por sobrevivir, que siguen mirando al cielo y a la tierra. Los pueblos de todos los territorios que debemos proteger.
Cuando se habla de una ‘urgente’ lucha contra la despoblación, cuando se prometen beneficios fiscales, recursos y buenas intenciones, parece quedar la duda. Porque se ha hablado ya muchas veces, pasa el tiempo, lo dicho no pasa al hecho, y el descenso de la población es imparable. Además de las inversiones hay que promover la estima hacia los pueblos, la autoestima de quienes residen, poniendo en valor la vida en los pueblos, desde las administraciones públicas y desde el mismo corazón de los municipios. Es imprescindible apreciar los pueblos y su idiosincrasia, planificar su futuro como ciudadanía de primera, con los mismos derechos de quienes residen en las ciudades, y planificar el presente contando con los habitantes del mundo rural. Una batería política de medidas y decretos no funciona si no se empodera el contexto rural ni se promueve la vida rural, si no se cuida a sus habitantes ni se piensa prioritariamente en la población joven. Porque esta sociedad sigue enmarcando los pueblos en un hábitat externo, preciso, marginal, lejano, y en un destino de ocio y descanso. Pero la vida real es otra historia.
Además de las inversiones hay que promover la estima hacia los pueblos, la autoestima de quienes residen, poniendo en valor la vida en los pueblos, desde las administraciones públicas y desde el mismo corazón de los municipios
La organización de mujeres rurales FADEMUR lleva muchos años implementando la estrategia de poner en valor la vida en los pueblos desde dentro. En el país valenciano trabajan con la realidad, empoderando a las mujeres que son el alma del movimiento rural. Trabajando desde el mismo eje y apostando por un porvenir, por la defensa de los pueblos, sus valores, y construyendo un ecosistema socioeconómico que es la clave del futuro. Es cierto que son imprescindibles las bonificaciones fiscales y las subvenciones, pero hay mucho más. Por una parte se genera desconfianza ante declaraciones institucionales que encadenan el vacío, por otro lado, deberían descentralizarse servicios públicos administrativos, y que las nuevas tecnologías estén realmente al alcance de todos. Las subvenciones no están solucionando el problema. Hay que proteger y promover la vida en los pueblos. Ojalá que llueva futuro sobre el campo.
La siega dejará limpios los campos a la espera de otros frutos y otras cosechas. Sembrar para recoger. Es un ciclo vital y una escuela de buenas prácticas. Es también un juego de espejos donde verse reflejados. Aquí y allá. Del Mediterráneo al centro mesetario. Quienes se miran se gustan, o se espantan, se confunden, equivocan, se evaden y hasta se proyectan a través insanas egolatrías. Es el resultado lógico de las burbujas que emergen del poder, del gran poder y de los aledaños del poder. Y no se ve más allá del púlpito que cada cual se crea. Un aislamiento que genera picos de soberbia y también de vulnerabilidad. Por esto y por otras causa en este país estamos asistiendo a un devenir incierto, a un agotador juego de espejos. Pactos, acuerdos, negociación, colaboración, cooperación. Oposición y confrontación. Desencuentros y desacuerdos. Espejismos y realidades. Una ciudadanía perpleja y cansada. El calendario corre sin soluciones. Una mala siembra trae una mala cosecha y peores frutos. Aquí nos está quedando un panorama estéril e impreciso.
Por otra parte, hace unos días, Howard Gardner, neurocientífico, autor de la teoría de las inteligencias múltiples ofrecía en una entrevista realizada por Lluis Amiguet en La Vanguardia ciertas claves sobre el desarrollo humano. Porque no hay ni listos ni tontos. Somos únicos e inclasificables. “En realidad, las malas personas no puedan ser profesionales excelentes. No llegan a serlo nunca. Tal vez tengan pericia técnica, pero no son excelentes”. Los mejores profesionales son siempre ECE: excelentes, comprometidos y éticos, añadía Gardner. En su análisis de los distintos tipos de inteligencias se pregunta “por la ética de la inteligencia y por qué personas consideradas triunfadoras y geniales en la política, las finanzas, la ciencia, la medicina u otros campos hacían cosas malas para todos y, a menudo, ni siquiera buenas para ellas mismas”. En periodismo, Ryszard Kapuściński ya advirtió y nos enseñó que los cínicos no sirven para este oficio. Porque, tal como vivió, para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Y la ética es un bien preciado e imprescindible en los tiempos que corren, en la sociedad y en la política institucional. Es esa delgada línea que nunca debe traspasarse. Sin ética no somos casi nada. Estamos hechas y hechos de infinitas partículas que se avientan según el curso y la fuerza de los vientos. Sembramos y recogemos.