Frente al mostrador de productos de limpieza, entiendo que vivo una vida equivocada y me peleo con ella hace años sin saberlo de todo; entiendo mi sutil disforia. Acabo de pasar un buen rato cabreada porque no encuentro el Cristasol y de pronto me pregunto por qué llevo tanto rato aquí, cómo no he memorizado aún los detergentes si vengo al súper varias veces por semana. Avanzo y retrocedo con mi carrito de la compra como si así lograra escapar este momento cuántico que me ha tragado: yo soy y no soy la que se devana aquí con la lista de la compra. Deseo ser otra, estar en otra parte; ¿cómo he sido capaz de memorizar nubes de datos y aún me pierdo delante de los envases de lejía? Descubro, no sin jolgorio, que esta amnesia es mi pequeño acto de rebeldía, mi intransigencia secreta, mi refractariedad. Un hilo profundo de mi pensamiento dice siempre “tú no estás aquí, no eres una pringada”, o: “esto no durará, sólo es un simulacro”.
De igual modo me pienso dentro de mis múltiples identidades y máscaras, rutinas que una vino a hacer jugando, de prueba, pasatiempos efímeros que se instalaron para siempre. En cualquiera de mis yoes performativos (trabajadora, madre, mujer, vecina…), todo parece ocasional y fácil de retirar como una costra fina, pero todo está trabado como una losa y me hace sentir extranjera de mí misma. Nuria Labari, en El último hombre blanco, ya me enseñó que muchas de nosotras mudamos la piel para ofrecer nuestra identidad al dios del Trabajo y esto puede ser una “experiencia queer radical”. Una que “arrancó en el colegio y consistió en convertirme en uno de ellos a golpe de ideología, obediencia y cincel. El proceso fue tan sofisticado y profundo que no precisó tratamiento hormonal ni cirugía”.
Leo estos días La mala costumbre y me asombra lo fácil que es entender y vivir la herida infantil de Alana S. Portero, su disforia remota. La suya lo fue con mayúscula, palabras mayores, pero fuera del universo queer cualquiera puede entender de qué habla. Nadie que tenga un poco de sensibilidad ha olvidado cómo caía la mirada normativa de los adultos en uno, no sólo para asignarnos el género, también los amigos, el novio, la carrera y hasta los mismos sueños. Cualquiera se ha sentido en esos años un disidente en sus miles de grados y formas y ha aprendido a comprimir muy adentro esa vocecilla, esa absurda y estéril resistencia: veréis la máscara, pero no me veréis a mí porque me quedo aquí detrás, intacta. Antes de que apelara al colectivo LGTBQ, la palabra queer definía la extrañeza o lo poco frecuente; me cuesta imaginar una sola adolescencia sin ese sentimiento como paisaje emocional. En la vida adulta, lo que queda es un remanente de aquella extrañeza.
Luz Vázquez, una médica de primaria, recibe a un hombre trans y se tropieza con el lenguaje en la consulta. La visita de diez minutos (vaginitis) se convierte en una sesión de media hora porque la relación no fluye. La médica, que es amiga mía, lo cuenta en la jornada que ha organizado para que los facultativos hablemos del tema porque “no hablarlo no resuelve nada”. Sabe que la ley trans levanta ampollas, pero sabe también que negar nuestra confusión no nos saca de torpes. En el último sondeo de Trànsit (el servicio catalán de atención a personas transgénero), el 75 % de los encuestados creen que los sanitarios tenemos un conocimiento bajo de su problemática y Médicos del Mundo señala que el 50% retrasa o anula sus citas en Salud Mental para evitar sentirse discriminado. Tarde o temprano, todo médico conoce la violencia que despierta llamar a consulta a un Antonio o a un Jose Luís y que se levante una monada con falda y tacones.
Como dice la brillante lingüista Beatriz Gallardo, verbalizar es interpretar. Comunicar usando un lenguaje es usar un encuadre y el nuestro parece ya obsoleto. La mirada posmoderna exige un lugar nuevo donde la diferencia sexual no sea el eje, pero aún nos miramos los unos a los otros desde un sistema categorial y binario. Mi amiga médica le habló con respeto y delicadeza a su paciente, pero éste le espetó “me habla usted con cariño, pero no me entiende…”. Y a continuación la animó a deconstruir el género, a ver sólo personas, en su caso: una persona más allá del género: un “hombre con coño”, ¿estamos preparados para dar el salto? No sólo llevará años hablar en neutro, también escasea aún la literatura científica sobre las consecuencias de bloquear la pubertad con análogos de la GnRH, una intervención enfocada en “ganar tiempo”. Nadie sabe aún cómo calcularemos en el futuro el riesgo cardiovascular de las personas trans: sólo disponemos de tablas binarias. No obstante, leyendo a Portero o a Camila Sosa empiezo a entender que merece la pena el viaje. Que ninguna niña debería soportar tan sola tanto dolor.
Nadie nos dijo que la medicina estuviera libre de cambios e incertidumbre. Primum non nocere: primero no hacer daño. Entender y acompañar. La “disforia” del adolescente puede estar expresando dolores que le trascienden como individuo, cuyo origen puede ser el dolor sistémico de su familia o el desencuentro con sus padres o sus pares en el patio de la escuela. Igual que delante de un niño que se porta mal y ha sido etiquetado de TDAH de forma precipitada, muchos sanitarios nos resistimos a medicar antes de saber, preferimos la ética de la espera antes que empujar a un joven a una intervención sin fundamento pero, ¿qué pasa cuando la espera también hace daño?, ¿cuántos serán los arrepentidos en el futuro? La mala noticia es que ninguna de estas posturas está exenta de daño: en el mundo queer, nada será neutro.
Existen pocos estudios todavía sobre las personas que buscan la detransición, o sea, la vuelta a su sexo asignado de nacimiento, pero lo que sabemos es que las cifras son insignificantes. Se sabe de 0,6 % en mujeres trans y 0,3% en hombres según uno de los pocos estudios disponibles. Es llamativo que la presión social para hacerlo sea la causa principal, por encima de motivaciones internas. Y no necesitamos a la ciencia para saber que el arrepentimiento es un sentimiento universal y forma parte de todo en la vida. Además, en el mundo de la estética hay una legión creciente de mujeres que “detransicionan”: se retiran las prótesis de mama después de sufrir un síndrome autoinmune todavía controvertido, poco estudiado y mucho menos promocionado.
¿Cómo hacer para debatir la realidad trans de una forma descontaminada y científica? De momento, lo único que parece coherente es seguir reclamando más tiempo en las consultas, más formación para los sanitarios y estudios fiables sobre el efecto de los bloqueantes de la pubertad. Además, los médicos necesitaremos siempre echar mano de la antropología, la sociología y otros estudios culturales. Se nos enseña en la facultad a razonar cuestiones bioéticas, ¿para cuándo un debate tranquilo sobre la atención médica al colectivo trans?
De momento, nos vemos desarmados frente a una paradoja: ellos merecen ser despatologizados, pero nosotros sólo podemos guiarles por el sistema sociosanitario de la mano de una etiqueta. Sin diagnóstico no hay acceso a las ayudas que merecen y nuestro sistema, hay que admitirlo, todavía será categorial por mucho tiempo.
Los médicos, en definitiva, hemos hecho siempre lo mismo con los temas que nos retan: estudiar, debatir, curiosear, informar lo mejor posible a nuestros pacientes, consensuar con tranquilidad y, en los ratos libres, seguir leyendo buena literatura. Sólo así se conecta con las vivencias que nos quedan lejos, enriquecemos la experiencia y la empatía. Como decía Emily Dickinson, “para viajar lejos no hay mejor nave que un libro”.
Valeria Vargas analiza cómo la Transición se olvidó de liberar a las minorías y pone en valor las historias humanas que sufrieron la marginalidad