Holobionte Ediciones publica este ensayo que sigue la pista a los ectoplasmas que se manifiestan en las cadencias brumosas, subversivas y alucinadas de este microgénero de internet
VALENCIA. Están ahí: en todas partes. Son hijas de la aversión al silencio de nuestra ruidosa sociedad. El silencio genera incomodidad, miedo, rechazo. Es necesario anularlo por todos los medios, con lo que sea: con cháchara intrascendente, con verborrea, con silbidos, tarareando, con la radio, con listas de descubrimientos semanales, de estados de ánimo o confeccionadas por nosotros mismos. No podemos permitirnos ni un minuto de respiro: podríamos tener que pensar demasiado. En el coche, en una sala de espera, para estudiar, para trabajar, al hacer la compra, tomando algo en un bar. Vayamos a donde vayamos, nos las encontraremos. El caso de los supermercados es especialmente doloroso: alguien ha decidido que queremos escuchar las melodías más burdas mientras recorremos los lineales tirando de un carro en busca de unos cuantos productos de primera necesidad a precio de oro por culpa de la inflación. Es obvio que no van en sintonía con las acciones que llevamos a cabo en una tienda así ni con las emociones que esto suscita, pero da igual. Ni siquiera podríamos asegurar que a la mayoría de la gente le moleste la cacofonía. Los oídos y mente de muchos se han embrutecido de tal manera que o no reparan en las aberraciones que emanan de los altavoces, o incluso les parece normal la costumbre de ser maltratados con sonidos desagradables e innecesarios. Esta es una idea clave: no es necesario. No hace falta rellenar hasta el más mínimo resquicio del día a día con música, y mucho menos con canciones producidas en serie para ser consumidas y olvidadas rápidamente y que así la rueda de novedades siga girando. Lo que está sucediendo con la música es lo mismo que está sucediendo con la literatura: es lo mismo que está sucediendo con todo. El apetito hipervoraz que se nos ha inculcado requiere un flujo continuo de materia cultural que tragar, y claro, no hay genio capaz de producir crear obras memorables a ese ritmo, por lo que lo que acabamos ingiriendo es bazofia de la peor. Y nos parece bien. No solo eso: nos parece bueno.
Los artífices de la basura que consumimos con fruición, además, han dado con una tecla que nos ilumina los ojos y nos ayuda a pasar mejor su pienso: la nostalgia. Da lo mismo que el guion de una serie haga aguas por todas partes, siempre que ocurra en un pueblecito del interior de Estados Unidos, sus protagonistas vivan una historia coming-of-age y se desplacen en bicis ochenteras. Si la intro además incluye una melodía synthwave, ya estaría. Precisamente de un género primo hermano de este, pero con una vocación diferente, es de lo que habla Grafton Tanner en uno de los últimos títulos que ha incluido Holobionte Ediciones en su Colección Plutónicas, Un cadáver balbuceante. El Vaporwave y los fantasmas electrónicos. Podríamos dedicar las siguientes palabras a definir este microgénero cuyo origen y desarrollo se remonta a la década del dos mil diez, pero es mejor teclear MACINTOSH PLUS o Oneohtrix Point Never, darle al play y entenderlo rápido. Hecho esto, sí podemos decir que el vaporwave es un género nacido en el underground de internet, que se nutre de sonidos como el soft-rock o el Muzak y que mediante el sampleo, la repetición, los glitches y una estética propia de la televisión de los ochenta, genera una atmósfera neblinosa e inquietante en la que uno se sumerge para alcanzar a entrever un espacio paralelo en el que el tiempo se ha fundido y lo de ayer, hoy y mañana se escucha a la vez. Dice el traductor Cristobal Durán en el prólogo del libro que “el Vaporwave es una música de un pasado hecha por quienes nunca vivieron dicho pasado, una reconstrucción del pasado que no tiene como objetivo de reconocerse o deleitarse en él. Una música que fomenta la percepción del auge y declive de ciertos aparatos en una música que, antes que evocar memorias de épocas pasadas, trata con el futuro […] no solo detiene el tiempo, también produce una memoria deformada y deformante, fantasmática, donde se abre algo”. Es una buena definición. Efectivamente, hay puertas que se abren.
La referencia a lo fantasmal no es casual: Tanner lo incluye en el título y Durán lo recoge en su prólogo porque el vaporwave es el medio que emplea el autor para analizar y criticar una cultura como la nuestra, emponzoñada hasta la médula por el veneno del hiperconsumo, en la que géneros como el vaporwave, pero también tendencias como el YouTube Poop y otras muchas formas de expresión que incluyen la apropiación y alteración con pocos medios han florecido como hongos efímeros a la sombra de los fuegos artificiales y en medio de un poltergeist generalizado, en el que los fantasmas de un ayer del que no logramos ni queremos desprendernos vuelan de aquí para allá, acosándonos e impregnándolo todo como Slimer de los Cazafantasmas. El vaporwave codifica en su sonido esta hauntología, estas presencias de los futuros que se perdieron, que no caminan hacia la luz y que por tanto siguen aquí con nosotros, habitándonos desde lo antinatural. La opera prima de Tanner acierta en su retrato de este hoy, pero sorprendentemente incurre en un error muy común producto precisamente de los refritos y las adaptaciones de la cultura popular cuando dice que, “quizá, como humanos, lo que nos asusta no es tanto la mecanización y la pérdida de control sino convertirnos en el monstruo de Frankenstein: un cadáver balbuceante, hueco pero capaz de correr con la destreza de una máquina. Apenas sintiente, pero aún así funcionando a la perfección”. El monstruo de Frankenstein era justo lo contrario a eso: una criatura tremendamente sensible, inteligente, mucho más humana que la mayoría de seres humanos con los que se cruza en su búsqueda de su creador. Ahí radica precisamente la clave de la obra maestra de Mary Shelley, que sin embargo, como tantas otras cosas, ha caído también en la incansable factoría de ultraprocesados del presente terminal.
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