VALÈNCIA. Aquí ya lo dijimos hace tiempo. El género true crime está muy bien, pero no hay que engañarse, se trata del programa de Ana Rosa Quintana con posproducción. No por casualidad, la productora de la presentadora se ha subido al carro con sus miniseries sobre Dolores Vázquez y Marta del Castillo y el resultado no ha estado mal. El primero es un retrato excepcional de la incompetencia policial cuando el cuerpo se encuentra bajo la presión de los medios -sí, los mismos que luego hacen documentales como este sobre sus errores- y la facilidad para traspasar los límites que tienen cuando se trata de hacer política con un caso.
Como habrán visto, con Dolores Vázquez intentaron culparla a toda costa para lavar su imagen cuando ya estaba claro que era inocente y queda patente que habían metido la pata hasta el corvejón. Miedo da. En lo referente al documental de Marta del Castillo, el éxito ha estado en que han aportado una forma de investigar la geolocalización de los acusados que no se empleó en su momento y ahora se está teniendo en cuenta para ver si se puede resolver el caso de una vez. Además, en ¿Dónde está Marta? también se ha puesto de manifiesto que la policía, bajo presión mediática, comete errores.
Podría tratarse de lo que dicen lo estereotipos, el consabido de que en el sur de Europa somos unos chapuzas. No obstante, si atendemos a lo que tiene que contarnos este género de true crime, en el norte, en la eficaz Alemania, nos llegó el año pasado la historia del asesinato de Detlev Rohwedder, aún sin resolver, y que cuando le mataron tuvo unas medidas de seguridad y protección que dejaban mucho que desear, y ahora llega un crimen cometido en fechas cercanas, la desaparición de Birgit Meier, mini-serie distribuida por Netflix, en el que las genuinas chapuzas de la policía llevaron a entorpecer la resolución de un caso durante décadas.
Quizá porque fuera verano, tal vez porque la mujer que había desaparecido era una alcohólica separada, los agentes que tuvieron que investigar su caso descuidaron la escena del crimen y barajaron hipótesis movidos por la pereza más que por otra cosa. Como en el caso de Dolores Vázquez, aquí apuntaron a la culpabilidad del exmarido. Una hipótesis a la inductiva, se les ocurrió y luego le plantearon al hombre que demostrara su inocencia.
Casualmente, el hermano de la mujer desaparecida era uno de los policías más brillantes de Hamburgo. Había trabajado toda su vida desarticulando redes mafiosas. Después de jubilarse, desesperado porque el caso no se resolvía, decidió investigar él por su cuenta. Al final, lógicamente -si no difícilmente habrían hecho una miniserie- se las arregló para encontrar el cuerpo y averiguar lo que había ocurrido.
Dig Deeper - Das Verschwinden von Birgit Meier tiene varios ingredientes por los que merece la pena verla. Como hemos reiterado desde hace años en esta columna, hay un placer morboso -hay que llamarlo por su nombre- en penetrar en la intimidad de personajes de épocas con códigos estéticos tan diferentes. En este caso, se trata de los 80, de los 80 alemanes. Es muy interesante para quien sepa apreciar esos detalles ver los trajes de moda, los peinados, las gafas, etc... de finales de la década en la RFA. Aún más morboso es la naturaleza de los crímenes de los que hablamos. El asesino era un habitual de las revistas de contactos -no había apps- en las que particulares, generalmente matrimonios, enviaban sus fotografías con la cara borrada para obtener contactos sexuales.
No obstante, si hay algo morboso que marca la diferencia en este caso, es la manía de los pueblos del norte de nuestra querida unión aduanera de tener habitaciones y sótanos secretos. No hace falta que mencione al Monstruo de Amstetten para explicar el fenómeno. No es ningún secreto ni teoría estrafalaria, es algo que ya llamó la atención de grandes cineastas vanguardistas como Ulrich Seidl, que les dedicó una película documental, Im keller (En el sótano). Cuando trabajó buscando localizaciones para Tarde de perros (Hundstage) en 2001, le extrañó a él mismo que esto fuera tan habitual. Los austriacos retratados tenían sótanos más acogedores para ellos que sus salas de estar y donde pasaban más tiempo dando rienda suelta a sus aficiones íntimas, ya sean veniales, de carácter sexual o para vestirse con sus uniformes nazis a gusto. En el caso del documental de Netflix, es doble combo: el asesino en su habitación secreta tiene pornografía y parafernalia nazi a punta pala. En Estados Unidos también es popular un concepto similar, la man cave, aunque no tan enfermizo como los extremos citados.
Como resultado, tenemos cuatro episodios que demuestran que en todas las policías del mundo cuecen habas, que es muy fácil que una mujer pierda su dignidad a ojos de sus vecinos cuando incumple ciertas normas no escritas y algo mucho peor, que en las sociedades más civilizadas y pacíficas, sigue habiendo personajes que albergan instintos depredadores.