No sé si Sun Tzu dice algo al respecto porque no he leído El arte de la guerra, pero parece lógico que la táctica en el combate debe ser distinta en función de quién tengas enfrente. Ximo Puig tenía enfrente el pasado lunes a una nueva rival, nueva en el puesto pero suficientemente conocida en la política patria como para no dejarse sorprender. Pero se dejó. Hizo lo mismo que cuando su rival era Isabel Bonig y debía saber que la nueva síndica era muy diferente. Si tenía dudas, le podía haber preguntado a Sandra Gómez.
Lo novedoso del discurso de María José Catalá en el Debate de Política General no fue lo que dijo, que fue lo que se espera de un portavoz de la oposición: se centró en los puntos débiles del Consell de la misma manera que Puig destacó sus puntos fuertes. Hasta ahí todo normal.
Lo destacable es que Catalá dijo lo mismo que podría haber dicho Bonig pero sin gritar, algo muy de agradecer porque uno va cumpliendo años y cada vez le molestan más los gritos. Como el president tampoco suele levantar la voz, el debate en términos acústicos resultó para quien esto escribe más agradable que los anteriores y, por supuesto, que los que libran Casado y Sánchez, no digamos Abascal, donde son frecuentes hasta los insultos. Según nos contaba el otro día Baldoví, lo que escuchamos por televisión es una mínima parte de lo que emana de las bancadas y no llega a los micrófonos de ambiente.
El insulto es el recurso de quienes carecen de argumentos o de capacidad intelectual para exponerlos, pero también de quienes quieren salir en la tele y creen que el precio de unos minutos de fama es su propia indignidad. La frase del año en el Congreso es la de su presidenta, Maritxell Batet, el pasado miércoles a sus señorías: "Educación es todo lo que les pido". Sintomática, debería darles vergüenza.
En el Debate de Política General, Puig descubrió lo que Ribó ya sabía porque lleva dos años sufriendo las punzadas: que Catalá es una rival incómoda, una parlamentaria de estilete fino que, como Mae West, cuando es buena es muy buena pero cuando es mala es aún mejor. Lleva el discurso muy elaborado, con golpes maestros como ese "al único autónomo que le ha ido bien con su gobierno es a su hermano", y en el cuerpo a cuerpo, donde Puig suele ser mejor que en los discursos, también supo llevárselo a su terreno.
Frente a eso, el presidente evidenció que se había preparado mal el debate en un año que tampoco era tan difícil salir airoso porque la pandemia lo tapa casi todo y la gestión de la crisis por parte del Gobierno de Puig es bastante defendible, si no entramos en detalles. Puig también es buen parlamentario y, a poco que se prepare bien las intervenciones, se vislumbran debates en Les Corts de más nivel de lo que estamos acostumbrados.
Cierto es que la oposición siempre tiene ventaja en este tipo de duelos porque lo que se examina es la gestión del Gobierno, y por muchos aciertos que este haya tenido, lo que le van a restregar son los desaciertos. Pero precisamente por ello, la exposición de los logros no puede ser una retahíla de incontables hitos leídos de carrerilla durante hora y media, algunos con prisa y otros con esa voz desganada que los hace ininteligibles; logros seguidos de anuncios y promesas, en algunos casos refritas, cuya acumulación siembra el escepticismo sobre el conjunto en lugar de lograr el efecto deseado.
Por ejemplo, se podía haber ahorrado lo de la petición de las transferencias de Cercanías, que ya anunció en 2016 y cuyo fracaso, cinco años después, hace que los graves problemas que sufren los usuarios desde hace meses parezca que sea culpa de la Generalitat, cuando no es así.
Y qué decir de la introducción con calzador en el discurso presidencial del detalle de las diez medidas anticovid tomadas por la Comisión Interdepartamental esa misma mañana, como si estuviera dando la rueda de prensa con Barceló –el aforo del cine, el de las piscinas, la barra del bar, la hora de cierre de las discotecas…–, leídas de forma atropellada al darse cuenta de que ese no es el sitio y rematadas con un verso que no viene a cuento de Vicent Andrés Estellés –"després de certes coses, s’ha de tornar a casa"–, que se la deja botando a Catalá para pedirle que se vaya a casa él, aunque tampoco venga a cuento.
Los debates de política general no los gana quien es capaz de enumerar más logros o errores del contrario, sino quien sabe colocar unos pocos mensajes diáfanos, y ahí estuvo más hábil la síndica del PP. Al contrario que Casado, que pierde credibilidad porque entra a todo lo que hace Sánchez y todo le parece mal, Catalá evitó los asuntos en los que Puig mejor podía defenderse –"no ha hablado usted de educación", le reprochó Puig– y se centró en los más incómodos para el president: las peleas internas en el Consell, la reivindicación del agua frente a los gobiernos socialistas de Sánchez y Page, la tibieza en la demanda de financiación autonómica y, especialmente, el escándalo de la menor bajo tutela de la Generalitat que, después de sufrir abusos sexuales en un centro de menores concertado, se vio desamparada por la conselleria que dirige la exesposa del abusador. La prueba de que Mónica Oltra, su conselleria y la Generalitat han fracasado en este asunto es que la joven desamparada ha acabado en manos de la ultraderecha a pesar de toda la red de protección pública y privada creada y sostenida por los poderes públicos para ayudar a las mujeres que han sufrido abuso sexual.
Como ocurrió con la estafa a la EMT, el asunto tiene recorrido en los juzgados y alguien va a tener que pagarlo en el plano político. Todas las papeletas las tiene Oltra, pero Catalá, que ya la da por amortizada, apuntó más arriba. Ese "¿va usted a pedir perdón?" no iba dirigido a la vicepresidenta sino al president Puig, que no pidió perdón.
Solo en el tema de los impuestos pudo Puig salir airoso porque se sabe la lección y no es la primera vez que tiene que confrontar los postulados socialdemócratas a los liberales que defendió la portavoz popular. En eso y en lo de la vacunación, pero ahí Catalá no entró porque no es tonta.