VALÈNCIA. Al final, más pronto que tarde, esto tenía que estallar, o al menos sufrir un traspié. Me refiero a la suspensión de festivales y conciertos internacionales a pocas fechas de su celebración y con un superávit de propuestas difíciles ya de controlar. Hay saturación, pero mucho negocio suelto que puede llegar a provocar un fundido de reclamaciones si esto "peta" del todo. En fin, exceso de convocatorias. Los bolsillos no alcanzan. Un festival no sólo es llenar un cartel sino mostrar un criterio y manifestar una personalidad. Así ha sido siempre. Pero todos quieren uno o dos, o tres. De lo que sea. Dejan dinero en la población. Todo sea por salvar la economía local.
Esta misma semana se anunciaba la cancelación del festival Diversity que debía de celebrarse a finales de julio en la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, o del concierto de Bryan Adams en La Marina. En otras circunstancias todas las excusas estarían entendidas, esto es, desde las carencias de espacio o problemas de infraestructura y papeleo, como en Madrid, a la caída del cartel de algunos artistas. Pero aunque las justificaciones hoy son todas válidas o no se admitan, las razones son otras. Son reglas del mercado. Si no funciona y no cubres gastos, mejor otras alternativas. Llegarán más, tanto dentro de nuestras fronteras como fuera de ellas, y si nos azota la recesión que nos espera habrá que ponerse a temblar. El mercado internacional, de nuevo, cerrará sus puertas.
De momento, y si no ponemos orden ya que ahora todos quieren ser promotores, hemos llegado o estamos en el inicio del callejón sin salida. Y es el de la saturación. Llevamos más de dos meses de festivales y conciertos. Esto tenía que frenarse. No existe país en el mundo que aguante este ritmo. El negocio es el que es.
No hay tanto público para tanta oferta. Más aún cuando los festivales se multiplican. Cada año aparecen más. Vamos por casi setecientos en España que se tenga constancia.
Hoy todo aquel que se precie llámese promotor, institución o ayuntamiento por pequeño que sea, quiere su festival. Creen que así se fidelizarán audiencias y el asistente quedará convertido con la edad en potencial turista familiar. Es la lectura simplista del político pasajero que no apuesta por la calidad sino por la cantidad. Menos es más que dicen al contrario los minimalistas. Están estos políticos equivocados porque no saben de lo que va el negocio ni de lo que hablan. Ellos firman, simplemente, y tienen entrada VIP. Por ello los defienden desde las propias administraciones locales, provinciales y, lo peor, autonómicas. Hay una saturación tal y una situación económica tan compleja que la gente ya no llega salvo para como hacíamos entonces: escuchar desde los alrededores con una cerveza en la mano e imaginar fantasías.
Ya puede poner remedio nuestro Secretario Autonómico de Turismo, Francesc Colomer, que por haber sido alcalde de una ciudad turística como Benicàssim creía que todo ya estaba inventado y sólo había que exportarlo. De paso se ha dedicado a subvencionar festivales privados con dinero público. Hasta ha creado una marca.
Hay que estar en lo que se debe de estar, no algo así como comprometerse con un sector cambiante e incontrolable porque funciona globalmente y te la juegan en un descuido. Es más, te harán responsable de los fracasos. Las administraciones no pueden jugar a promotores. Sus funciones y obligaciones son otras.
Si este es el modelo turístico al que nos enfrentamos estamos apañados. Creen haber dado con la gallina de los huevos de oro, hasta que la gallina se las piró con el gallo de parranda.
No se entiende qué hace el propio sector público compitiendo con el privado al mismo tiempo que lo subvenciona. No es su papel. Menos aún, su responsabilidad. El sector público está para otros menesteres. Cubrir huecos y carencias, pero no alimentar lo privado que es quien acapara ganancias.
Me recuerda a esa frivolidad el gobierno autonómico del PP por el cual nuestra comunidad iba a ser seña de identidad del turismo cultural y del turismo de interior, marca Lola Johnson. Pues ni una cosa, y menos la otra. Es turismo o es el que es o no es nada. A ver si el negocio va a estar a merced del poder.
Lo que durante los setenta y ochenta del pasado siglo, y hasta diría noventa, identificó a los festivales fue una singularidad y exclusividad. Miren el panorama internacional desde Wight a Glastonbury o Woodstock a los primeros FIB, Primavera Sound o Pirineos/Dr. Music y lo entenderán. Eran novedad. Un punto de encuentro e inflexión. Hoy los festivales se han convertido en paquetes vacacionales en los que te sacan rédito hasta por la ducha, el aparcamiento y la letrina a base de cripto monedas. Y ahí que se repiten nombres y grupos. Sin parar. Claro que son las giras que llevan años sin poder ser realidad. De ahí la repetición y saturación. Hasta los carteles inconexos. Hablamos de negocio.
Mal pintan las cosas como no se ponga orden. Porque sin ir más lejos, en Valencia ciudad, por ejemplo, estamos rodeados de eventos y convocatorias. Como si todos fuéramos ricos. Esta ciudad queda desierta desde mediados de julio. Tenemos un problema a la vista y una economía que no da más de sí en apenas un par de meses y no a lo largo del año que sería lo normal.
Hasta que uno se topa con la realidad. La verdad no es única y menos religiosa; simplemente económica. Los festivales, además, no dan votos, que es lo que algunos creen.
Nuestras instituciones están para poner orden, no para actuar como hoolingans y menos para hacer la vista gorda y animar al desmadre. Esto no ha hecho más que comenzar. Luego, frente al caos, vendrán reclamaciones y todas esas medidas paralelas incómodas y sin garantías públicas, aunque lo llamen política turística, que no dejan de ser campañas promocionales y asistencia a ferias, y los alcaldes correspondientes consideren progreso. Hasta que la burbuja estalla y deja responsables subsidiarios.