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el interior de las cosas / OPINIÓN

Velocidad ilimitada

10/06/2019 - 

 Los viernes era el día. Había que cenar pronto y, rápidamente, tomar posiciones frente a aquel televisor que emitía magia y que era la posesión más preciada de la casa. Por veinticinco pesetas, ríos de España, por ejemplo, el Júcar … un dos tres responda otra vez. Mis hermanos machacaban con el tic tac tic tac que ponía nervioso a mi padre y a mí que gritábamos atropelladamente los nombres de los ríos. El programa de Chicho Ibáñez Serrador, que naciera en 1972, permaneció 32 años en antena con Los Cicutas, que venían de Tacañón del Todo, aquel lugar ficticio contra el derroche económico, Don Cicuta, el profesor Lápiz, Don Rácano, Don Estrecho, los Tacañones y, después, las Tacañonas con las hermanas Hurtado. Más de 20 millones de telespectadores seguían cada viernes este concurso en una España que, aún fundida en negro, comenzaba a sentir corrientes de aire fresco. Ibáñez Serrador, visionario, inteligente, maestro y sabio del audiovisual, fue también director de programas de TVE en 1974. Lo primero que hizo desde ese cargo fue eliminar la figura del censor, a las pocas semanas ya había dimitido.  Antes del gran concurso nacional, varias generaciones experimentamos el miedo de recorrer un pasillo solitario aquellas noches en las que se escuchaba la sintonía de Historias para no dormir, un programa que naciera en 1963 y que marcó un hito televisivo. Ibáñez Serrador dirigía, narraba relatos y presentaba películas. Su dios era Edgar Allan Poe y para él, como explicaba hace unos meses en una entrevista realizada por El País Semanal, aquel éxito y aquel terror que sobrecogía semanalmente a todo el país en tiempos franquistas era una ventana abierta.  “Porque el miedo que te hacía sentir la película era mayor que el que uno sentía a diario. El miedo en la pantalla siempre es un refugio. Consuela sentir que hay cosas peores”. 

La evolución urbanística y turística no acabó siendo el maná prometido como sucedió en aquella Oropesa de Luis García Berlanga

Los últimos días también se han llevado a Antonio Vergara, referente por excelencia del periodismo gastronómico mediterráneo. Casi cuatro décadas ejerciendo de crítico en las páginas de la Cartelera Turia con el seudónimo Ibn Razín , en el periódico Levante donde dirigió, además, el prestigioso Anuario de la Cocina de la Comunitat Valenciana. También ha sido colaborador de Valencia Plaza en la Guía Hedonista.  Tuve la suerte de navegar a su lado varios años por las mejores cocinas de Els Ports y el Maestrat, colaborando con el Anuario de Levante. Su eterno sombrero cubría a un personaje mordaz, polémico, peculiar, controvertido, divertido, audaz, sabio, tierno, estimado. “Un hombre que habla poco, come lo justo y siempre opina con conocimiento de causa" que escribiera Vázquez Montalbán. Con Antonio y con María José, su pareja, he disfrutado, he aprendido, nos hemos estimado y nos hemos reído mucho, muchas veces, como aquel día, hace años en Morella, donde no pudimos levantarnos de una mesa tras degustar entre los tres y con muchas ganas una botella de pisco sour. Porque ese día llorábamos la reciente muerte de un amigo común y querido, el abogado castellonense Enrique Armengot, también colaborador de Cartelera Turia y del periódico Mediterráneo.

Eran los mediados años ochenta, años en los que nos enfrentamos al gobierno municipal de Oropesa del Mar porque intuíamos que aquella enorme albufera, marjal, propiedad del pueblo oropesino, evolucionaba en la oscuridad hacia una gran transformación urbanística. Llegamos a ser considerados personas nada gratas. Junto a mi estimado reportero gráfico Antonio Pradas, realizamos varios reportajes. Además, en aquel grupo subversivo contábamos también con el cineasta Luis García Berlanga que pasaba largas temporadas en su casa de Oropesa del Mar. Nos posicionamos duramente contra la transformación urbanística de la albufera y contra el puerto deportivo. Éramos un comando guerrero y afectivo. Un grupo que hermanamos hasta el infinito. Salvar la identidad y la esencia del territorio nos unió en numerosas acciones sociales y culturales. El tiempo ha transcurrido y ha demostrado que aquellas reivindicaciones no fueron cuestiones banales ni caprichosas, como le criticaron al cineasta.

En este prolongado tiempo de pactos, toma de decisiones, acuerdos, desacuerdos, seguimos siendo testigos de constantes escenas berlanguianas que reviven aquella saga de los Leguineche

Su mirada planeaba entre el mar y la montaña castellonense. La villa de Orpesa, atalaya de sueños y pesadillas, fue un eje vital para Berlanga. Por ese espacio mágico pasó y se quedaba lo mejor del cine español. Era casa de la alegría, de las flores y del agua. Desde la genialidad, Berlanga disparaba con certeza y rigor. Socarrón y bonachón, heredero de la cultura mediterránea y amante entregado al mar y a sus caprichos. Una tarde, mediando los 80, cuando el sol pintaba todo de rojo, mi añorado Enrique Armengot, le decía a don Luis que los tiempos corrían como una película berlanguiana. Que tanta autonomía, que tanta venta de terreno municipal, que tanta especulación no llevaban a buen puerto. Y él se reía, ironizaba, se mofaba con tristeza de tanto personajillo interesado. Y soñaba con otro turismo para Orpesa y otro futuro. No se equivocaba.

En este prolongado tiempo de pactos, toma de decisiones, acuerdos, desacuerdos, seguimos siendo testigos de constantes escenas berlanguianas que reviven aquella saga de los Leguineche, la jauría del patrimonio, poderío, ostentación, presunto orden, presunta patria y escopetas nacionales. Escenas para todos los gustos que, tanto en el escaparate estatal como en el autonómico, proporcionan cierta desazón. Entre los interrogantes del qué, el cómo, por qué, cuánto, cuándo, dónde y el quién de muchos territorios, de distintas administraciones públicas, la ciudadanía está a la espera de vislumbrar fumatas blancas en varias chimeneas. Debería ser todo más fácil, realista, racional. Porque, además, por otra parte, el Levante Feliz no existe, no somos aquello que manifiestan las visiones mesetarias y las políticas interesadas. No somos alegres ciudadanos dispuestos a vivir plácidamente bajo el sol mediterráneo ante un futuro prometedor. No somos la tierra del maná ni de los privilegios, ni somos la sociedad que parecemos.

El Levante Feliz no existe, no somos aquello que manifiestan las visiones mesetarias y las políticas interesadas. No somos la tierra de los privilegios, ni somos la sociedad que parecemos

Carlos Aimeur reflexionaba en su artículo de Valencia Plaza sobre el ensayo Regiones ricas, regiones pobres, subtitulado La indefinición valenciana, escrito por Joaquín Azagra, profesor de la Universitat de València que fuera gobernador civil de Castellón y portavoz del Consell de Joan Lerma. En este ensayo Azagra deja claro que no existe el levante feliz. En los últimos treinta años la Comunitat Valenciana ha ido desinflándose como motor del país para ir ubicándose en el furgón de cola. “Ahora, si tenemos que pedalear, no lo hacemos para llegar a la cabeza del pelotón, sino para no desengancharnos”, explica Azagra. Una situación donde confluyen globalización, estructuras productivas, clases sociales, desigualdades, lo nuevo y lo viejo, y donde se necesitaría cambiar el modelo productivo, incrementar productividad, más eficacia y una mayor cohesión social. Según relata Aimeur, a través del ensayo Regiones ricas, regiones pobres, “la Comunitat Valenciana ha padecido la recesión en el ámbito social, con mayor intensidad que la media española. Su merma en renta per cápita ha sido fuerte y ha afectado más a las capas con menos ingresos. Se ha incrementado la desigualdad pero, sobre todo, ha crecido el nivel de pobreza relativa y se ha elevado el umbral de riesgo de pobreza y exclusión de forma más acusada que en otras regiones. Los valencianos hoy somos más pobres como sociedad que hace diez años y, además, son muchas más las personas pobres”.

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