Decir que los españoles no somos racistas es tan falso como afirmar que en España hay seguridad jurídica. El mundo es racista y España también. Racista no solo porque llamen "mono" a un jugador negro al que se le quiere herir con el insulto que más le pueda molestar, como a otros se les llama "maricones" o se menta a la madre, a la hermana, a Shakira… Esos insultos racistas a negros ricos y famosos son casos aislados en el ámbito del fútbol, no por ello menos graves y condenables.
España es racista sobre todo contra los gitanos igual que EEUU lo es contra indios y negros o los mulatos dominicanos lo son contra los negros de origen haitiano. Pero, sobre todo, España es aporófoba —lean el ensayo de Adela Cortina sobre el rechazo a los pobres—, circunstancia que entremezcla con la xenofobia y el racismo porque muchos pobres son inmigrantes y tienen un color de piel diferente. Por eso cuando se llama "mono" a un negro que no es pobre nos escandalizamos, porque no es el racismo al que estamos habituados.
Hay un racismo social soterrado —laboral, de integración, de acceso a la vivienda…— y un racismo institucional, como vienen denunciando las ONGs sin que Lula da Silva ni la ONU digan nada. Los mismos políticos que se escandalizan porque un grupo de idiotas ha llamado "mono" a Vinicius Jr son los que no garantizan los derechos de los inmigrantes negros que no tienen la suerte de jugar en el Real Madrid.
Pero al contrario que Pep Guardiola, seamos optimistas. Como demuestra Pinker en su ensayo En defensa de la ilustración, el racismo va a menos en todo el mundo, empezando por los Estados Unidos. También en España, en València y en Mestalla.
Como ya se ha dicho casi todo sobre el asunto Vinicius y hay consenso en que hay que erradicar los insultos racistas en el fútbol, yo quería hablar de otra cosa que por motivos profesionales me interesa mucho, que es el concepto de verdad. Los periodistas que creemos en nuestra profesión buscamos la verdad, lo que nos obliga a recabar testimonios y documentos que nos ayuden a encontrarla. Ser uno mismo testigo facilita la labor porque nadie te lo tiene que contar.
El domingo pasado estuve en Mestalla, donde habré visto desde niño más de cuarenta Valencia-Real Madrid, y debo constatar, por sorprendente que parezca a quienes hayan seguido la prensa nacional estos días, que no recuerdo otro con menos insultos. En Mestalla históricamente se ha cantado a coro "maricón" a Míchel, "Judas" a Mijatovic e "hijos de puta" a los madridistas en general y a los árbitros en particular cuando tantas veces han favorecido al Real Madrid. Con el Barça, tres cuartos de lo mismo: "¡Puta Barça, puta Cataluña!". Nada que no ocurriera en otros estadios.
En la última década eso se ha ido acabando, gracias a Javier Tebas, presidente de LaLiga, persona que no me despierta ninguna simpatía pero al que hay que reconocerle que en 2014 prometió que iba a acabar con los insultos en los estadios —nadie le creyó, yo el primero— y va camino de conseguirlo, como conté en este artículo. Es verdad que tras la pandemia hubo un repunte de los insultos, posiblemente provocada por la ansiedad que causó el encierro y las más de 100.000 muertes, pero vean el Valencia-Real Madrid de 2013 y luego este de 2023 y comparen.
Con la ayuda de los clubes y de la Policía, muchos ultras tienen prohibida la entrada a los estadios, aunque continúan yendo al recibimiento en la puerta para insultar a los negros o agredir a aficionados del equipo rival. Cabe recordar que lo que ocurre fuera del estadio es responsabilidad de la Policía, no de los clubes.
Las campañas dirigidas al público para que anime a su equipo y se olvide del contrario y del árbitro han reducido de forma considerable los insultos corales. Los individuales son más difíciles de controlar, porque hablamos de cientos de miles de personas de todo origen y condición cada domingo. Los sufren a pie de campo los más cercanos a la grada: los del banquillo, los porteros, los que sacan el córner, los jueces de línea y los delanteros.
Pinker basa su proverbial optimismo en cifras, lo mío es pura observación: en Mestalla hoy en día la grada anima, canta, pita y abuchea —el público también juega, esto no es la ópera—, pero lo que es insultar de modo generalizado, todo ha quedado reducido al "canalla" dedicado a Peter Lim y a llamar "burro" al árbitro que se equivoca en contra del Valencia y "tonto" a jugadores que protestan mucho, como Cristiano Ronaldo o Vinicius, quienes en sus últimas visitas acabaron expulsados. Obsérvese que ambos insultos, al contrario que los hirientes "mono", "maricón" o "hijo de puta", tienen una carga diferente que no expresa odio sino un juicio de valor: no sabes arbitrar (burro) o el árbitro no te hace caso y encima te expulsa (tonto). No digo que sea correcto y me parece muy bien que el pistolero Tebas acabe también con estos cánticos si le dan las armas que ha pedido. Digo que estamos mucho mejor que antes.
Ajeno a lo que había pasado en la calle —insultos racistas de los Yomus a la llegada de Vinicius al estadio—, asistí a una primera parte de lo más pacífica, con un Real Madrid desdibujado excepto su número 20, muy activo y protestón. En el minuto 38, con el balón al otro lado del campo, se acercó a protestar al cuarto árbitro con insistencia, la grada de Tribuna le dedicó una creciente pitada y la respuesta de Vinicius fue sacar los dedos en señal de "a Segunda". Él también sabe ser hiriente. La grada contestó coreando, a ritmo de Guantanamera, "qué tonto eres, Vinicius qué tonto eres…", por primera vez.
El resto del partido transcurrió de la misma manera, sin jugadas polémicas, sin entradas duras, en uno de los Valencia-Madrid con más fair play que uno recuerda. Hasta que llegó el minuto 73 y cuatro idiotas lo estropearon todo. Después llegó la merecida expulsión de Vinicius por agresión a un contrario, el segundo cántico —"tonto, tonto"—, sus reiterados gestos de "a Segunda" —que han quedado sin sanción ni disculpa— y, finalmente, Ancelotti, cuyos problemas con el idioma le permiten ora salir indemne de descalificaciones a los árbitros, ora difamar a toda una afición.
A partir de ahí, el periodismo español se pegó otro tiro en el pie, contra el esfuerzo de convencer a la ciudadanía de que se fíe de los medios "serios" y no de las redes sociales llenas de bulos. La prensa compró el bulo y lo difundió con absoluto desprecio a la verdad. Los primeros, los periodistas de Madrid desplazados a Mestalla, que en la rueda de prensa de Ancelotti hicieron suya la afirmación de que "todo el estadio" había llamado "mono" al jugador. Tuvo que ser un periodista de Valencia —Javi Lázaro, de Radio Marca— el que, saltándose la norma de LaLiga que impide hacer preguntas al entrenador del ‘otro’ equipo, tratara de aclararle las cosas, sin éxito. A Ancelotti le faltó decir, parafraseando a Chico Marx en Sopa de ganso: "¿A quién vas a creer, a mí o a tus propios oídos?".
El ejército florentino se puso en marcha con tal desmesura, que el relato se le fue de las manos. Tienen mucho mérito Lázaro y otros periodistas valencianos que trabajan para medios nacionales porque no es fácil defender la verdad cuando a tus propios compañeros les importa un pimiento. Trabajé muchos años en prensa económica nacional, desde València, y me marché sin conseguir que en la redacción central entendieran de qué infrafinanciación nos quejábamos los valencianos si aquí todo era corrupción y despilfarro. El lunes pasado aquí todo era racismo.
La fake news se expandió sin que Maldita.es ni ningún otro verificador de noticias falsas se aplicara a separar la verdad de la mentira, ni siquiera en algo tan burdo como el vídeo de la llegada del Madrid a Mestalla manipulado con sonido de insultos a Vinicius en otro estadio que algunos medios dieron por bueno y publicaron. Newtral mejor que no se metiera, no fuera a causar un conflicto familiar. No abundaré en ello porque Rubén Uría lo describió con maestría en su artículo "Una historia de tolerancia".
Tras el linchamiento, llegó el juicio sumarísimo, la horca y el cadáver colgado a la entrada del poblado como aviso a navegantes. La muchedumbre aplaudió. Para que luego digan que la justicia en España es lenta. La del fútbol funciona como la del viejo Oeste, al dictado del dueño del rancho. Hasta los árbitros son ejecutados de forma ejemplar cuando perjudican al amo, quien, por supuesto, también controla cómo se escribe la historia.
El cierre de la grada de Mestalla es un castigo ejemplar que, sin duda, reducirá los insultos racistas. Nada que objetar, salvo por el pequeño detalle de que el Comité de Competición que preside la abogada Carmen Pérez González, experta en derecho internacional y poco ducha en el penal, dictó su novedosa sentencia en caliente, sin escuchar al acusado, basándose en falsedades y con una prisa inusitada cuando tiene por redactar el castigo, por invasión de campo hace varias semanas, al Espanyol, rival directo del Valencia. Puestos a innovar, también decidió ser pionera en la anulación de una tarjeta roja por agresión.
La tardía política antirracista se ha estrenado con el Valencia, que ya tiene experiencia como chivo expiatorio. Pasó con Gayà, que el año pasado recibió un castigo sin precedentes de cuatro partidos por dudar de la rectitud de un árbitro —ahora el que duda de la rectitud de los árbitros es el propio Comité de Competición—, y pasó hace 40 años cuando, tras un Valencia-Atlético de Madrid, Competición decidió introducir el videoarbitraje como medio de prueba, de ayer en adelante, para meterle cuatro partidos a Mario Alberto Kempes, quien precisamente da nombre a la grada ahora clausurada.
Ese improvisado 'de ayer en adelante' no cabe en el derecho penal, pero sí en el fútbol, donde la justicia es un cachondeo. A destacar también el ímprobo esfuerzo del Comité de Competición y el Tribunal Administrativo del Deporte (TAD) para resolver los recursos del Valencia en cuestión de horas —suelen tardar semanas o meses— y así no tener que conceder la suspensión cautelar del castigo para el decisivo partido contra el Espanyol. El mundo debe ver la grada vacía cuanto antes.
Cumpliremos la penitencia y nos sentaremos con las palomitas a esperar las excusas para no cerrar la grada del Bernabeu cuando un espectador vuelva a llamar "macaco" a Araújo. Lo siento por los miles de chavales de la grada joven de Mestalla que han animado durante toda la temporada sin proferir ningún insulto racista. Para muchos será su primera lección de cómo a veces pagan justos por pecadores.
Contra lo que se está diciendo, no es la valiente reacción de Vinicius la que marcará un antes y un después en la lucha contra el racismo en el fútbol español. Lo que lo marca es el antirracismo selectivo de los medios de comunicación nacionales, que no mostraron la misma indignación cuando el negro insultado llevaba otra camiseta. Nunca es tarde.
A Diakhaby ni siquiera le creyeron y sigue recibiendo insultos y burlas en redes sociales por aquella denuncia en Cádiz. La reacción del defensa del Valencia, el pasado jueves, negándose a participar en la campaña de LaLiga y la Federación con la pancarta contra el racismo lo dice todo. Un gesto del que apenas se ha hecho eco la prensa nacional porque la bofetada de Diakhaby no es solo a Tebas y a Rubiales, es también a los medios de comunicación.
Esos medios de comunicación que ahora proclaman desesperados que "España no es racista" tras alarmarse porque se les ha ido de las manos la campaña desinformativa, con Vinicius on fire en redes sociales. Con la que se ha montado a nivel planetario, tienen miedo de que España se quede sin Mundial 2030. Eso sí que sería justicia, justicia poética.
PS: Otro día hablamos del Vinicius deportista, un McEnroe del fútbol que es un mal ejemplo para los niños. Si son madridistas, mejor que se fijen en Modric o en Benzema, que te acribilla a goles pero no te falta al respeto.