Os propongo un juego: entrad en una librería de estas que venden material para cursos de idiomas y abrid un Student’s book. El que sea. Da igual el nivel, la autoría o la editorial. Abrid uno al azar y fijaos en la temática de cualquiera de los readings que dan inicio al vocabulario y a la gramática de todos los temas. En efecto, me refiero a esos textos acompañados de fotografías de personas que aparecen meticulosamente ordenadas por su color de piel. Ahora la historia de un blanco, ahora la historia de un hindú y ahora la historia de una mujer de origen senegalés. ¿Qué? Todo muy curioso, ¿verdad? O bien habéis topado con el relato de un triunfador que nació en el pueblo más paupérrimo del planeta y que ahora es directivo de Merril Lynch o bien estáis leyendo las gestas de una persona que ya nació acomodada y que por ello decidió dedicar su vida a la caridad.
Esfuerzo personal y triunfo y caridad. La cultura WASP, White Anglo-Saxon Protestant, es un ridículo triángulo en cuyos vértices ubicamos estos tres conceptos que equidistan entre falsas promesas de esfuerzo y recompensa con el objetivo de evitar la marginalidad del sistema. Por alguna razón –de hecho, por la razón de que sus valores se perpetúen en la cúspide del triángulo-, aprender su idioma significa también to embrace su cultura de supremacías que purgan los pecados a través de la charity. En los pocos meses que llevo asistiendo a clases regladas de inglés me he atragantado tanto con el contenido del curso que a estas alturas ya miro el libro del Speakout con la misma hostilidad con la que presento la declaración de la renta.
Porque sucede que nada de lo que tengo que estudiar está libre de adoctrinamiento WASP. Hago los deberes y hoy toca practicar con un texto que afirma que aplicar la semana de cuatro días es contraproducente para todo el mundo, para la empresa por la pérdida de beneficios y también para los trabajadores que, de acuerdo con este libro, “adoran su rutina”. Luego voy a clase y me encuentro que toca conocer dos casos de pobreza, el de una señora que no tiene suficiente dinero para pagar la calefacción y el de un padre con dos trabajos para mantener a su hijo enfermo, y lo que se nos pide en el ejercicio oral es que debatamos sobre a quién de los dos preferiríamos salvar de la precariedad. (Tengo la necesidad de jurar y de perjurar que esto es verdad porque entiendo que cueste de creer).
Mi vena María Patiño empieza a desbocarse y decido levantar la vista en dirección al profesor: “venga, coño –le suplico con la mirada- que enseñas inglés en Barcelona y tienes toda la pinta de ser un muerto de hambre como yo, no me jodas que tenemos que hablar de la pobreza como si estuviésemos en un club de caballeros londinense”, pero mis súplicas caen en saco roto y al final todo sigue su curso. La solución unánime de mis compañeros de clase es salvar al padre con el hijo enfermo porque supongo que ayudar a un niño desvalido siempre luce más que cualquier otra cosa. Me pregunto en qué momento esto de aprender idiomas se ha transformado en una entrega de ‘Entre todos’, el programa aquel que exhibía pobres en La 1 de Televisión Española, y me pregunto también si hay alguien más aparte de mí que esté ardiendo en deseos de quemar el libro de texto.
Sigo en clase y ahora estoy enfadada. Enfadada y puede que un poco triste. En parte, porque siempre acabo teniendo la sensación de ser la Batasuna de todos mis contextos sociales. La que echa pestes de un compañero de trabajo que dice que “no me parece bien que las mujeres tengan cuotas para entrar en la policía”, la que abandona una ponencia de fotoperiodismo porque se cansa de ver negros expuestos en imágenes sin más contexto que su negritud y la que quiere resolver a golpe de mechero sus incompatibilidades con la cultura anglosajona. Llego a casa y sigo enfadada y a la vez asumo que estar tan enfadada no me hace ningún bien. Así que me desplomo sobre el sofá con un libro que me apacigüe los ánimos. Al poco rato ignoro el libro en favor de Sálvame y me dispongo a vaciarme por dentro siguiendo el minuto y resultado del ictus de Kiko Rivera. Vale, esto funciona. Ya no quiero prenderle fuego a nada y ya todo es bonito a mi alrededor.
Hasta que una frase, una maldita frase que le leí a Mark Fisher, vuelve a mi cabeza para revolcarme como una vaquilla en una capea: “Para la mayor parte de quienes tienen menos de veinte años en Europa y en los Estados Unidos, la inexistencia de alternativas al capitalismo ya ni siquiera es un problema. El capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable”. Y ya está, es automático: vuelvo a ser consciente de que siempre fuimos el bando derrotado y entonces el reflujo pesimista me atormenta otra vez.
Algunos diréis que estoy como una puta cabra y que lo deje ya, que vaya a la clase de inglés calladita y que asuma que tengo que aguantar las mierdas de la vida con el máximo estoicismo posible. Pero es que lo intento y no puedo. Pienso en mis compañeros de clase, universitarios todos ellos, y me llevo las manos a la cabeza porque no puede ser que aprendan que el círculo riqueza-caridad es siquiera normal. Y, en el fondo, lo que más me frustra es ser consciente de que solo nos venden anzuelos debido a que llevamos décadas picando. “Venga, ahora sí. Ahora es cuando dejaré de ser pobre gracias a [inserte aquí su estafa]”. El círculo de promesas WASP nos arrolla una y otra vez mientras estamos entretenidos en gestar la verdadera semilla del mal: cada vez más gente es incapaz de visualizar –aunque solo sea visualizar- un mundo diferente al del sálvese quien pueda y bien por ti si eres rico y aquí tienes tu ración de sobras si eres pobre.